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La diminuta figura llegaba los sábados de los misterios gozosos. Los había aprendido, decía, cuando aún practicaba el espiritismo previo a su conversión al culto del espíritu santo. Transcurrió mucho tiempo desde que echó los santos de su altar a la quebrada que pasaba por detrás de su casa. Sus hijas la convencieron de ello alegando que era maldad lo que surgía del don que se había manifestado desde su niñez. Siempre vio las ánimas en pena y los ángeles caídos que transitaban por la casa de sus abuelos y los guiaba con una oración hacia la luz eterna. –-¡A cada santo una vela! — siempre repetía en aquellos tiempos antes de comenzar la faena.    Caminaba con pausa hacia el improvisado altar de donde emanaban destellos intermitentes con olor a cera y azucenas.   Leía en voz alta a Mateo y luego la oración de San Justo Juez.  Se persignaba y rociaba agua bendita; prendía una vela blanca frente a la Mano Poderosa para que la librara de espíritus tramposos. Recogía su pelo y sentaba su efímero cuerpo, se transformaba mientras alzaba los brazos y los sacudía mientras invocaba a su guía protector.  

Aunque ya no practicaba el espiritismo, decía, siempre estaba dispuesta a entregar una receta de baños de anamú con alcanfor y margaritas silvestres para repeler los malos espíritus. Manzana con miel de abeja, canela en palo y agua bendita para atraer la prosperidad; o declarar una oración mientras se persignaba con la mano derecha y en tu frente su mano izquierda mientras susurraba una oración inteligible que dotaba de paz.

Juan nunca fue muy creyente, pero sabía que los sábados de limpieza no eran usuales. Aquel ser que había entrado a su casa por mas de dos décadas se convirtió en parte de la familia. Su diminuto cuerpo ya cansado por la edad, transitaba por todos los rincones de la residencia murmurando sus oraciones, despejando el aire con el agua clara que regaba a borbotones como agua bendita, para luego impregnar la casa con los olores de sus arroces guisados y carnes al horno que preparaba para la familia como una última gracia del día.

Sin embargo, aquel sábado fue diferente. Desde que entró con la llave de la puerta principal que mantenía como una más de las decenas de llaves que le fueron otorgadas, presintió la corriente de aire escalofriante de la inusual mañana veraniega. A pesar de las ventanas abiertas y la luz que entraba por ellas, las habitaciones mantenían un aire viscoso imperceptible para los mortales. De inmediato preguntó por Juan entrando de seguido a la estancia donde se encontraba yaciendo sobre aquella cama sudorosa.

Su cuerpo yacía sobre la nauseabunda y pestilente cama. El hedor de los gases que expedía aquel cuerpo enfermo inundaban la habitación.  El lustre de su rostro se había perdido y los ojos enjutos sobre las bolsas de sus párpados presagiaban la mortaja en la que se envuelven los muertos. Su cuerpo solo se sublevaba ante aquel estupor que lo mantenía atado para ir a vaciar su organismo de las verdosas hieles de su estomago, para volver a sucumbir sobre aquella imagen que divisaba entre la cubre cama. Mientras depositaba su cuerpo herido sobre aquella sombra que ocupaba el camastro Juan iba escuchando la suave, dulce pero hiriente voz que se desvanecía al ritmo en que comenzaba a dormitar. Podía ver y sentir aquella figura que reconocía pero que no podía identificar, mientras volvía al vahído, las arcadas y de nuevo a sacar el vómito.

Recibía diariamente la visita de los médicos que entraban a la estancia con mascarillas con alcanfor como si quisieran proteger sus cuerpos de aquella presencia perniciosa.  El gotereo rápido de los sueros de normal salina con dextrosa para la deshidratación en que se sumergió no fue suficiente. Cada día se debilitaba más y la presencia del ser que le susurraba era más evidente para él. Una semana entera transcurrió en aquella agonía. Las mejorías intermitentes por el tratamiento médico lo distraían de la voz que lo acompañaba; sin embargo, no fue suficientes para sacarlo del estupor en que se encontraba. Aquel suspiro que gruñía insistentemente se mantuvo inmutable.

Juan contemplaba a través de sus ojos semiabiertos la figura etérea y brumosa que se desprendía de la cama cada vez que regresaba después de cada desagüe. Aquel espectro penetraba su cuerpo y salía por su pecho para posarse frente a él en una nebulosa imagen que le reclamaba, le requería su presencia, su atención, su compañía. No medió una palabra en aquellos diálogos sostenidos entre ellos. La tierna voz que le reclamaba el paso hacia el otro lado y la angustiosa reacción de negación de su parte pero que sin embargo se dejaba ir hacia las cálidas corrientes de aire que le reclamaban. Aquel mudo debate entre ambos se prolongó toda la semana. Al insistente reclamo anteponía “aún no es mi tiempo” que lo despertaba para volver a la somnolencia estéril en que se encontraba. Al tibio aire de la voz susurrada contradecía con una emesis que lo sacaban de la soporífica condición.

Aquel sábado de los misterios gozosos Fela se posó sobre el pie de la cama y dejó salir de sus labios un Padre Nuestro imperceptible para lanzar con fuerza un mandato.
—?Quién tu eres?
—Soy quién responde al pedido de otro.
—?Quién te manda?
—Aquella que invoca mi presencia para llevarle a él hacia la eternidad.
—?Porque lo reclamas?
—Este ser tiene que pagar deudas ajenas; purificarse por medio de esta perturbación para que no vuelva a dañar a otros.

Fela se elevó sobre sus pies, como si levitara. Juan miraba como aquella diminuta figura se engrandecía y ocupaba casi todo el espacio de la habitación…, una alucinación pensó dentro de su estado casi comatoso, al ver aquella aparición lumínica envolverlo, hasta que sintió el mandato liberador de la diminuta figura.

—Te vas de aquí ahora mismo. Te digo que te vayas y jamas vuelvas. Aléjate ahora mismo!— Fela le exigió a aquel ser que mantenía encamado a Juan.

Juan sintió el fuerte retumbar de la palmada de las manos de Fela que lo sacó de su modorra. Mientras que la sombra se esfumó entre las ventanas dejando un aire fresco en la habitación. El cuerpo de Juan se erizó, una corriente circuló desde sus pies hasta su cabeza liberándolo de aquella angustia que sentía. Se incorporó de la cama sin volver a escuchar aquella voz ni ver aquella sombra frente así.

Fue un sábado de los misterios gozosos. La diminuta figura siguió su rutina sabatina, cantando alabanzas y regando el agua en cada habitación. La claridad entraba por las ventanas y el olor a aire fresco perfumaba la casa.

Texto agregado el 09-11-2025, y leído por 39 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-11-2025 Es un texto complicado ya que habla de otras religiones, del espiritismo practicado antes de... Y de una figura que al final parece dejar este mundo y con ello la casa se impregna de gratos aromas. Porque antes de su muerte todo olía mal . Me gusto 5* As brazo Victoria 6236013
 
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