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Hoy la vi, después de quizás unos dos meses sin visitarla... mucho tiempo para vivir a diez cuadras de distancia y mucho más para llevar los mismos ojos, la misma sonrisa, la misma terquedad heredada. Entré la bicicleta tras la reja, crucé el portal de vidrio y me encontré con ese escenario que no me gusta demasiado: mujeres y hombres solos, afirmados con bastones, en sillas, ayudados de alguna enfermera para caminar. Frente a la entrada había una mujer bastante anciana. Sentada en un sofá gris como si esperase a alguien, se delataba su ansiedad por el maquillaje, por el sombrero de media ala pasado de moda y la mirada expectante de los que no saben lo que esperan. Saboreamos un buenas tardes pronunciado en reverencia, como en un antiguo salón, y yo subí hasta el segundo piso, para luego atravesar el largo pasillo, traspasado de puertas a ambos lados.

-Antes era un motel, fue la aclaración de mi madre cuando recién halló el lugar para que vivieran los abuelos, y sonaba convincente después de todo, al ver esa cantidad de umbrales aun anónimos perforando la pared interminable. Ahora, eso sí, es todo demasiado aséptico, demasiado triste, y tras las puertas entreabiertas se insinúa todo tipo de faenas de higiene a ancianos que se han perdido en la infinitud de la vida. Un séquito de enfermeras –chicas de todas las edades- manipula ventiladores mecánicos, chatas, respiradores y muletas; se pasean envueltas en este que es su trabajo, inmersas en el alzheimer, la demencia senil, la incontinencia o la vuelta a la infancia. Navegan con sus blancos trajes incluso en el lago espeso de la muerte y en la soledad de los viejos que han sido olvidados, casi.

Cuando llego, ella no está. Él sí. Acompañado por Elizabeth, una nueva enfermera luego de Maggie, que se fue hace poco. Me siento a su lado en el rincón de la habitación. Esta bebiendo una taza de té que ya se ha acabado y come pequeños trozos de pan que masca difícilmente. Me mira extrañado. Hace mucho que no recuerda quien soy, pero es amable y me saluda con palabras distinguidas ¿cómo le va a usted?. Yo lo provoco, trayendo una fotografía sepia, situada en una mesa cercana y le pregunto ¿usted sabe quién será esta mujer tan buena moza?. Busco saber si aún esta ella en su memoria y su olvido, busco saber si aún esa foto, tomada décadas antes, continua iluminada en su retina. En eso llegan. Venían quien sabe de dónde en esta casa gigantesca. Ella se acerca y de inmediato me reconoce, a pesar de que casi no ve; me saluda y me abraza blandamente. Se inclina sobre él con su estatura pequeña y su cuerpo menudo para arrullarlo y le dice cinco palabras dulces mirándolo de cerca. Mientras tanto me cristalizo. Descubro la dulzura que rodea ese encuentro cotidiano entre los dos y recuerdo que son ya más de 60 años de esa cercanía entre ambos. Sonrío.

Ella me cuenta que ha estado bien, pero que tiene problemas con su memoria. Ya no recuerda las palabras cuando quiere hablar, se le olvidan y vaga en busca de ellas intentando evocarlas, pero nada sucede. Le pregunto más y me habla, me explica cosas que han pasado, en ese lenguaje sin palabras exactas que ha inventado para no secar su voz. Me cuenta cosas y me siento como en un sueño, en medio del surrealismo de su confuso cotidiano. No es necesario decir que no me queda claro, prefiero emprender ese viaje por sus recuerdos aunque haya baches históricos o incongruencias familiares. Me dejo evadir en sus desvíos y disfruto ese hilo de voz que apenas enhebra. Todos en estos días dicen que está tan perdida, pero vengo a verla y me parece que es tan simple como perderse junto a ella y pasear de su brazo por los años ‘40, cuando se usaban esos abrigos de piel de camello que tanto le gustan.
De pronto pone su mano sobre la mía en un gesto de ternura y aprovecho de hacerle una caricia en su piel tan entrada en años, suave, delgadísima, adherida casi a sus huesos. Todo en ella me asombra y me hipnotiza, su peinado antiguo, su delgadez, sus nebulosas, y la luz suave que emana cuando él vuelve de su caminata médica por el pasillo y ella lo sigue con los ojos por la habitación hasta que Elizabeth lo ayuda a sentarse donde prefiere. Escoge la mesa donde estamos nosotras, y empezamos ahora una conversación los tres... de las galletas sobre la mesa que él come insaciable y de si alguna vez había tenido pelo largo. Le sorprende la pregunta que le hago, pero esta seguro de la negativa y eso lo reconforta.

No me quedo mucho más tiempo con ellos. El reloj –imperturbable- me reclama deberes que están fuera de allí. Y parto simplemente, salto al vacío desde el tiempo detenido en esas cuatro paredes, a mi bicicleta estacionada a un lado de la reja. Pedaleo por una calle sin autos y siento frío. Me detengo, me abrigo y continúo el recorrido.

Texto agregado el 15-10-2004, y leído por 168 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-10-2004 un relato que me conmovió, está lleno de sentimientos y tiene una cuota de realidad que desborda las letras excelente, mis estrellas todas india
 
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