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Cazadores del crepúsculo

Capítulo 3

El invierno, paciente y severo, comenzó al fin a ceder. No en una sola noche, sino en un lento suspiro que recordaba al despertar de un sueño profundo. El hielo ya no crujía con furia, sino con cansancio. El viento olía a tierra viva bajo la escarcha.

Aren caminaba sin prisa. La soledad no era castigo para él; era piel, era idioma. Y, sin embargo, algo en su pecho latía distinto, como si la tierra estuviera despertando también dentro de él.

Nocten, el cuervo, lo acompañaba desde las alturas, trazando sombras elásticas sobre la nieve que se derretía en charcos azules.

—El bosque se ablanda —susurró Nocten—. Y contigo, algo más.

El deshielo aún dejaba charcos endurecidos y zonas fangosas donde la tierra respiraba después del largo invierno. El aire llevaba consigo aromas nuevos y viejos, una mezcla de savia, humedad y algo más remoto. Fue entonces cuando Aren detuvo el paso, el cuerpo erguido, el cuello tenso. El olor le llegó como una nota afilada en una melodía tranquila: un rastro tenue, amargo, mezclado con musgo y frío.

Nocten lo sintió también, aunque de otro modo: lo percibió como una vibración en el aire, un leve cambio en la dirección del viento que acariciaba sus plumas. Nocten emitió un graznido breve, preciso y luego se desplazó hacia un claro entre los árboles, señalando la dirección sin necesidad de gesto alguno.

Aren avanzó sin prisa, como quien reconoce el lenguaje antiguo del hambre y sabe escuchar su paciencia.

Encontraron al ciervo en una hondonada donde el sol apenas tocaba el suelo. Estaba flaco, las costillas marcadas como las duelas de un barril que ha perdido la tensión. Había sobrevivido al invierno, sí, pero a un coste evidente: cada respiración era un soplo áspero que dejaba un vapor breve en el aire.

Aren bajó el cuerpo, afilando sus sentidos al compás del latido de la tierra.

Nocten se posó en una rama alta, inmóvil, casi parte del árbol.

Esperaron.

El silencio era un pacto.

Cuando el ciervo inclinó la cabeza para hurgar un brote tierno entre las hojas húmedas, Aren inició la carrera.

No fue un arrebato, sino una progresión precisa: músculos extendiéndose como si recordaran un mapa antiguo, patas aferrándose al suelo resbaladizo, respiración acompasada con el ritmo de la presa.

El ciervo arrancó en estampida. La nieve vieja se quebró bajo sus patas, y por un instante pareció recuperar toda la fuerza del verano. Su carrera era larga, desesperada, el instinto puro de una vida que aún se negaba a ceder.

Pero el invierno no perdona, solo aplaza.

Aren lo siguió sin apresurarse, desgastándolo. Sabía que la resistencia es a veces más arma que la velocidad. Cada exhalación del ciervo era ahora más ruidosa, un susurro roto.

Cuando el animal trató de subir por un terraplén para escapar hacia el claro, Nocten actuó: descendió en un vuelo rasante, no para atacar, sino para cambiar la dirección del miedo.

El ciervo dudó.

Un solo latido.

Un solo error.

Aren subió por la pendiente detrás de él. El suelo húmedo cedía, pero su cuerpo estaba hecho para leer el terreno. Clavó las almohadillas de sus patas, para sentir dónde aún había firmeza. Un último salto, no brutal, sino certero y sus mandíbulas encontraron el cuello del ciervo, allí donde la vida pulsa más cerca de la piel.

El bosque se aquietó de nuevo.

Nocten se posó junto a él, su plumaje negro brillando con la luz tenue del sol que había luchado toda la mañana por abrirse paso.

—La supervivencia rara vez es gloria —dijo el cuervo—. Pero honra lo que te sostiene.

Aren bajó la cabeza en silencio, agradeciendo al bosque, agradeciendo a la presa, agradeciéndose a sí mismo haber resistido un invierno más.

Nocten volaba.

Las alas se abrían amplias, ya no para defenderse del frío, sino para sentir el aliento tibio que ascendía desde la tierra recién despertada. La nieve se retiraba en lagos pequeños, espejos de plata donde el cielo aún parecía pensativo. Los troncos brillaban húmedos, saturados de savia nueva y el olor de la tierra negra, subía hasta él como una promesa.

El mundo estaba cambiando.

Y él también.

El viento, suave, lo atravesaba sin resistencia. Como si el cielo se hubiera dado cuenta, al fin, de que también llevaba su memoria en las plumas.

Bajo él, Aren avanzaba entre los árboles.

Su paso era distinto. Ya no era el caminar del hambre. Era un andar atento, como quien escucha algo que está creciendo, algo todavía sin nombre.

Nocten descendió, planeando.

Su sombra rozó el lomo gris de Aren.

El lobo alzó el rostro apenas, reconociéndolo con una inclinación mínima del ceño y un parpadeo lento.
No hacía falta más.

—Te ves cambiado —dijo Nocten, desde lo alto, su voz como un hilo delgado de aire.

Aren no respondió al instante.

El silencio entre ellos era antiguo y nunca había sido incómodo.

—El bosque respira distinto —contestó el lobo, finalmente—. Y yo respiro con él.

Nocten no replicó.

Solo observó.

No fue decisión de ninguno de los dos. Fue el bosque mismo quien los condujo, como si el deshielo hubiera desatado un cauce antiguo que volvía a encontrar su camino. La tierra, que había dormido bajo la nieve, comenzaba a reclamar su derecho, empujando brotes verdes entre raíces oscuras.

En medio de ese renacer, es que Aren la vio. No un espejismo. No un recuerdo. Una loba: flanco grisáceo, ojos como brasas recién encendidas por la primavera. Avanzaba con cautela, sin miedo. No era desafío lo que traía; era destino.

Aren se tensó, instinto y emoción entrelazados como ramas bajo la nieve.

Nocten, desde arriba, murmuró como quien conoce secretos escritos en la corteza del mundo:

—Algunas sendas no se caminan solo por elección. Algunas nos eligen.

Ella lo observó y en ese silencio ocurrió la misma magia que otrora había unido al lobo con el ave: reconocimiento sin palabra, parentesco sin necesidad de sangre.

La loba se acercó un paso, luego otro. Aren no retrocedió. Tampoco avanzó. Fue el bosque, fue el deshielo, fue la vida empujando a dos astros destinados a orbitar juntos.

Nocten soltó un graznido suave, casi solemne.

—Incluso el lobo más solitario necesita que el eco se vuelva voz.

Aren bajó la cabeza, una señal simple, humilde y primitiva: aceptación. Ella respondió tocando su hocico con el suyo, una ceremonia sin palabras que llevaba siglos escrita en la savia del mundo.

Juntos se internaron en la espesura. El tiempo, entonces, se volvió río. La primavera brotó, la caza fue compartida y la tierra, generosa, se abrió en verde. Bajo un cielo vasto y paciente, una madriguera fue inaugurada. Y una noche, cuando el primer rayo de sol se posó sobre el bosque como un guardián dorado, el milagro se hizo sonido: pequeños gemidos, latidos nuevos, promesas envueltas en pelaje tibio.

Una camada.

Vida que nace no desde la conquista, sino desde el encuentro. Aren observó a sus cachorros acurrucados contra su madre, la respiración de ambos sincronizada con la suya. No había soledad en él, pero tampoco pérdida. Su silencio era ahora abrazo, no muro.

En una rama cercana, Nocten vigilaba, brillante como un fragmento de noche que se negó a morir con el amanecer. El cuervo no interrumpió ni celebró. Solo estuvo, como lo había estado desde el principio. El viento sopló leve, llevando consigo la voz del bosque en deshielo.

Aren levantó la mirada.

Nocten inclinó la cabeza y su voz llegó serena:

—Aprendiste a cazar. Aprendiste a recibir. Ahora has aprendido lo más difícil: que aun quien camina solo puede encontrar un hogar sin perder su sombra.

Aren respondió con un bufido suave, casi agradecido. Los cachorros dormían. La loba también. Y el cuervo, guardián discreto de destinos ajenos, desplegó las alas, como bendiciendo la escena sin rito ni altar.

Hay soledades que protegen y otras que esperan. El corazón del lobo no dejó de ser suyo al abrirse a otro latido. Porque la fuerza no está en caminar solo, sino en saber cuándo ha llegado el momento de compartir el sendero y construir un mundo donde antes solo había camino. La libertad no muere con la compañía.

Solo aprende otro nombre: hogar.

Fin.

Texto agregado el 05-11-2025, y leído por 0 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-11-2025 Es justa la frase »la libertad no muere con la compañía». Es un buen cierre del ciclo de vida del lobo y su amigo. Lo duro fue para el ciervo que cumplió su papel de presa a pesar de sobrevivir al invierno. Pero así es la naturaleza. Gatocteles
06-11-2025 Excelente historia, Kone, con personajes que cautivan y descripciones que le dan muy buen ambiente al cuento. Sin proponérselo, Aren consiguió las presas que necesitaba para sobrevivir a la invernada, y también una compañera y una familia, demostrando que en definitiva es la naturaleza la que provee a su tiempo. Muy buen final. 5* vaya_vaya_las_palabras
 
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