El guardián del desván
En el pueblo todos conocían a Córcoles, el jorobado que vivía en el desván del viejo molino. Los niños le temían, los adultos le despreciaban y nadie sabía muy bien de dónde había salido. Solo Lucía, una niña de ojos tristes y pasos silenciosos, se atrevía a mirarle sin miedo.
Lucía vivía con su padrastro, un hombre seco, violento y bebedor. Su madre había muerto hacía dos inviernos, y desde entonces la casa era un infierno de gritos, golpes y amenazas. Córcoles la veía pasar cada día por el sendero, con la cabeza gacha y las muñecas marcadas.
Una tarde de lluvia, cuando el viento parecía arrancar los árboles de cuajo, Lucía apareció corriendo hacia el molino, descalza, ensangrentada, llorando.
—¡Me va a matar! —gritó, golpeando la puerta.
Córcoles la dejó entrar sin preguntar. Le dio su manta, su pan duro, y se sentó en la sombra a escuchar sus sollozos.
Poco después, un ruido seco rompió el silencio: el padrastro había llegado.
—¡Niña! ¡Sal de ahí o te saco yo!
Lucía se escondió detrás de un saco de harina. Córcoles, encorvado pero firme, se interpuso ante la puerta.
—No la tocarás.
El hombre rió, borracho.
—¿Tú? ¿Un monstruo como tú me va a decir lo que puedo hacer?
Le golpeó en la cara, una, dos veces. Pero Córcoles no se movió. Solo levantó una mano enorme, áspera, y con una fuerza que ni él sabía que tenía, empujó al padrastro hacia atrás. El hombre tropezó, cayó por las escaleras del molino y su cabeza golpeó una piedra.
El silencio fue absoluto.
Lucía lloró.
—No querías matarlo...
—No. Pero ya no podrá hacerte daño.
Esa noche, Córcoles la llevó hasta el límite del bosque y le indicó el camino hacia la casa de una tía en el pueblo vecino.
—Sigue la luna —le dijo—. No mires atrás.
Lucía asintió y se fue corriendo entre los árboles.
Al amanecer, los aldeanos encontraron el cuerpo del padrastro y el molino vacío. Buscaron a Córcoles durante días, sin hallarlo.
Pasaron los años. Lucía creció, estudió y nunca volvió al pueblo. Pero cada vez que soñaba, veía el molino y aquella figura encorvada vigilándola desde la oscuridad.
Una tarde de otoño, ya adulta, regresó al lugar. El molino estaba en ruinas, pero en el polvo del suelo vio algo que la hizo temblar: un espejo viejo, cubierto de grietas, y en el reflejo… su propio rostro, pero con la joroba de Córcoles.
Entonces lo recordó todo.
No había habido ningún Córcoles.
Ella lo había inventado.
Córcoles era el nombre que su madre usaba para llamarla cuando jugaban a esconderse en el desván. Córcoles era la parte de sí misma que la protegió, la que tomó el golpe, la que mató al padrastro.
Lucía cayó de rodillas.
Y en el espejo, el reflejo sonrió.
—Te lo dije, Lucía. No volvería a hacerte daño.
Jmmpedrós |