Cazadores del crepúsculo
Capítulo 1
Hay almas que nacen para caminar solas, no por soberbia ni por desdén hacia el mundo, sino porque dentro de ellas habita un silencio antiguo que no todos saben escuchar. Llevan el peso de sus pensamientos como otros llevan una herida, o una promesa. Y, aun así, avanzan. Avanzamos. A través de bosques que nadie más conoce, por senderos que parecen inventados a cada paso, como si la vida tuviera la cortesía, o la crueldad, de no mostrarnos nunca el mapa completo.
Pero incluso los caminantes más solitarios descubren, alguna vez, que el destino tiene la costumbre caprichosa de tejer encuentros improbables. Una mirada que roza la nuestra, un gesto inesperado, un compañero que no rompe el silencio, sino que lo entiende, y en su presencia el mundo se vuelve menos frío, menos vasto, menos ajeno.
Porque la verdadera compañía no irrumpe ni salva: acompaña. No llena el vacío, pero hace que duela menos. No desvía el camino, pero lo vuelve más luminoso. Hay quienes llegan a nuestra vida no para ser faro ni refugio, sino para caminar junto a nosotros cuando el crepúsculo cae y el viento parece preguntarlo todo.
Y es entonces, en ese instante que no tiene nombre, cuando comprendemos que incluso en la soledad más profunda existe un lugar para el eco de otra alma.
Una que no pretende completar la nuestra, sino simplemente recordar que seguimos vivos… y que no estamos tan solos como creíamos.
En los dominios del invierno eterno, los abetos parecían custodiar los susurros del tiempo y la luz se filtraba como un recuerdo moribundo entre las ramas. En estas tierras avanzaba Aren, un lobo de pelaje gris perla y mirada encendida. Sus pasos hundían la nieve virgen con la solemnidad de un sacerdote pisando el mármol de una catedral olvidada. El aire olía a resina, a hielo antiguo, a historias enterradas bajo capas de silencio.
Sobre él, flotando con la elegancia de una sombra que aprendió a amar el viento, volaba Nocten, un cuervo de plumas negras como tinta derramada sobre papel húmedo. En sus ojos brillaba una inteligencia antigua, casi doliente, como si llevara siglos contemplando la tragedia y la gloria de los seres que caminan a cuatro patas o sobre dos piernas.
La tarde agonizaba en tonos añiles y púrpura, teñida de un dorado que parecía una promesa rota del sol. El bosque respiraba hondo, guardando el aliento antes de cederlo a la noche.
Nocten descendió, posándose en la rama desnuda de un pino que lloraba gotas heladas.
—Persigues ese rastro como quien persigue un fantasma —murmuró, su voz rasgando el silencio como una pluma afilada sobre una página en blanco—. Soy Nocten —agregó cuando el lobo pasó de largo, ignorándolo.
El lobo se detuvo apenas unos pasos más adelante. Giró el hocico apenas lo necesario para que un destello de su mirada alcanzara al cuervo.
—Aren —dijo al fin, con un gruñido leve, áspero, casi un suspiro arrastrado por la escarcha—. No suelo dar mi nombre a avechuchas.
Nocten soltó un graznido breve, mitad risa, mitad saludo.
—Entonces lo guardaré como un secreto —respondió—. Los nombres pesan menos en el aire que en la tierra.
Nocten voló más adelante y se posó en otra rama frente a Aren.
—Te desgastas en cada paso y aun así no te detienes.
Aren alzó la cabeza, sin apresurarse, y sus ojos ámbar destellaron con un fuego que parecía nacido del primer amanecer sobre la tierra.
—No se puede abandonar lo que se ha comenzado —susurró, como quien confiesa un secreto aprendido de la soledad.
—¿Y qué persigues realmente, lobo? —preguntó el cuervo, ladeando su cabeza como quien espera encontrar poesía en la grieta de una piedra.
—La necesidad —respondió él—. Y algo más que no sé nombrar.
El cuervo observó el horizonte, donde su mirada afilada había visto instantes antes el movimiento débil del alce herido. Con un leve gesto de alas, indicó la dirección, como un guardián celeste marcando el destino.
—Lo he visto —susurró—. Más adelante, donde la luz se vuelve casi sueño.
El viento trajo un aroma metálico, dulce, inconfundible. Sangre. Vida rendida. Aren avanzó con renovado fervor, una sombra entre sombras. Nocten lo siguió, un narrador silencioso, un aliado improbable cuyas alas parecían tejer presagios en el aire.
Llegaron al claro como quien atraviesa el umbral de un santuario roto. Allí yacía el alce, su aliento escapándose en nubes frágiles que parecían plegarias que el cielo no escucharía. La luz del crepúsculo pintaba su pelaje en oro y rojo, como un rey caído en su trono de nieve.
Aren se acercó con reverencia, como si entendiera que en aquel instante se enfrentaba no solo a la muerte, sino a la dignidad de lo salvaje.
—Que tu final sea digno —murmuró. Y así lo fue.
El silencio se impuso, denso y casi sagrado. Nocten descendió, caminando con pasos menudos, ceremoniales.
—Todos los reyes caen —dijo—. Pero algunos caen con belleza.
Aren empezó a alimentarse, no con voracidad, sino con la serenidad de quien honra cada bocado.
—La belleza nunca sació el hambre —dijo, aunque en su voz había algo suave, como un pensamiento que no quería convertirse en palabra.
—Tal vez no —respondió Nocten—. Pero sin ella, ¿para qué continuar la persecución?
El lobo lo observó, y por un instante pareció que iba a reír, pero los lobos no desperdician aire en sonidos inútiles.
— Come antes de que el bosque despierte a los otros hambrientos.
El cuervo picoteó la carne tibia, y en cada movimiento había un tipo extraño de gratitud, un pacto no firmado, una complicidad nacida de la necesidad y alimentada por algo que se parecía mucho, quizá demasiado, a cariño.
—Dime, Aren —susurró—. ¿Somos aliados o simples oportunistas que comparten un instante de fortuna?
El lobo levantó la vista hacia el cielo, donde las estrellas empezaban su lento despertar.
—Somos criaturas del mismo silencio —respondió al fin—. Eso basta.
Nocten abrió las alas, y su silueta se recortó contra la luna naciente como una palabra escrita en la memoria del bosque.
—Hasta la próxima caza, compañero de invierno.
Aren inclinó la cabeza en un gesto que no era sumisión ni despedida, sino reconocimiento. Luego volvió a su tarea, dueño fugaz de un reino de hielo y sombras.
Hay espíritus que pertenecen al silencio del mundo, criaturas que hallan en la distancia su equilibrio y en la quietud su verdad. No temen la ausencia ni buscan llenarla, porque su fuerza nace de ese vacío sereno que los sostiene. Y aun así, el destino suele concederles un gesto improbable: la cercanía de otro ser que no pretende quedarse, pero cuya presencia basta para recordarles que incluso la soledad tiene latido.
Aren seguirá caminando bajo el peso de la nieve y el rumor del bosque. Pero ahora lleva, escondida entre los latidos y el instinto, la certeza de que, en el vasto invierno de la existencia, de vez en cuando, una sombra alada puede volar cerca.
No para quedarse.
No para salvarlo.
Solo para recordarle que incluso en la soledad más profunda, el mundo ofrece testigos silenciosos y compañía fugaz y que eso puede ser suficiente para seguir avanzando hacia el próximo crepúsculo.
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