El culpable
No recuerdo exactamente cuándo empezó, pero un día, sin que nadie me avisara, me convertí en el culpable oficial de la familia. No hubo ceremonia, ni juramento, ni firma ante notario. Simplemente, un día lo supe. Lo noté en la forma en que me miraban cuando algo se rompía, cuando alguien levantaba la voz, o cuando el ambiente se volvía espeso. Nadie decía nada, pero todos lo pensaban: “ya está, seguro que fue él”.
Desde entonces, vivo en una especie de juicio eterno. No hay abogado defensor, ni juez imparcial. Solo un acusado fijo —yo— y un jurado rotativo formado por familiares que se turnan según el día y el humor. Lo bueno es que ya me sé el guion. Lo malo, que siempre termina igual: culpable por unanimidad.
A veces me culpan por cosas que ni siquiera sabía que habían pasado. “Tú siempre igual”, dicen, aunque no sepan a qué se refieren exactamente. Si protesto, peor. Si me callo, también. He aprendido que el silencio, en mi caso, suena a confesión.
Una vez, recuerdo que se rompió un plato mientras yo no estaba en casa. Lo escuché desde la puerta, al entrar, y antes de que pudiera decir nada, mi madre ya había lanzado su veredicto:
—Claro, seguro que lo dejaste mal colocado.
No supe qué responder. Tal vez sí, tal vez lo coloqué mal en otra vida.
Con el tiempo uno se acostumbra. Empiezas a aceptar la culpa como una forma de pertenecer. Ser el responsable de todo tiene su lado práctico: libera al resto. Ellos se sienten ligeros, inocentes, puros. Alguien tiene que cargar con lo que no se dice, con lo que se rompe sin romperse. Ese alguien soy yo.
He llegado a desarrollar una especie de intuición. Cuando noto que el ambiente se enfría, ya sé que algo pasó y que, de un modo u otro, terminará siendo mi culpa. Si un día se apaga el sol, estoy seguro de que alguien me mirará con reproche, convencido de que olvidé encenderlo.
A veces me pregunto si es amor o costumbre. Tal vez ambas cosas. Porque en el fondo, entre tanta acusación velada y tanta disculpa no pedida, también hay una forma torcida de cariño: me necesitan para seguir sintiéndose inocentes. Y yo… bueno, yo ya no sé ser otra cosa.
Así que recojo los platos, cierro las puertas, y sigo mi papel.
No porque tenga la culpa, sino porque ya no sabría qué hacer sin ella. |