DIEZ KILÓMETROS
Parecía una de esas mañanas en que íbamos a congelarnos. Las calles húmedas, poca gente y solo el sonido del motor. Suspiré, cerré los ojos y me dije: "Hoy será un día maravilloso". Y así fue.
Subí al auto y salí casi a ciegas en busca de mi primer cliente. Llegué a su local, toqué la puerta y me pidieron que dejara el producto con el encargado. Era un tipo alto que parecía sentirse más que sí mismo, más que su apariencia. Hay personas así. Pero a la vez, sonreí y pude ver un brillo en su rostro: el del niño sencillo que fue. "Gracias", le dije, y me fui en busca del siguiente cliente.
No me detuve. No había muchos autos por las calles. La lluvia había cesado, pero aún la humedad en el asfalto me hacía sentir que patinaba en medio del hielo. Llegué al punto de encuentro. Faltaba media hora, pero llegué. Lo llamé y dijo que se retrasaría como una hora.
Sonreí. Una hora en medio de autos congelados y casas cerradas, y esa puerta enorme que ocultaba buses de entrada y salida. Tuve ganas de encender el motor. Salí del auto y un perro negro me miraba como diciendo: "Este es mi espacio". Sonreí y me alejé en busca de un sitio más solitario. Volví al auto y cerré los ojos para descansar.
Tuve sueños extraños, pero ya estaba cansado de darles importancia. Solo mi cuerpo parecía atenderlos, y despertaba sudado y con el corazón agitado.
De pronto, alguien tocó la ventana de mi auto. Era mi cliente. Bajamos los productos, me pagó y partí pronto, pues estaba retrasado. Mandé un mensaje especificando lo que iba a cargar. Llegué rápido y me esperaba el chofer. Cargamos más mercadería y partimos al centro de la ciudad.
Olvidamos que estábamos en el mes morado, donde miles de fieles cargarían al Cristo crucificado por las calles del centro. Las calles estarían cerradas. Suspiré, pero sentí que todo saldría bien. Sonreí y le dije al chofer que no se preocupara, que terminaríamos temprano. Un día antes me pidió salir pronto pues tenía una reunión familiar importante. "Todo saldrá bien".
Perdimos una hora y media, pero al fin llegamos. El rostro del chofer estaba pálido. Sonreí y apuré la marcha. Bajamos, entregamos y, cuando iba a cobrar, le dije al chofer que siguiera solo con la entrega, pues la cobranza duraría dos horas. "Luego vuelves por mí". Sonrió como un sol y partió.
Terminé en dos horas exactas. Llamé al chofer y él aún no llegaba a la mitad. Me escribía por los precios; se los daba. De pronto, sentí que debía irme del lugar. No sabía claramente cómo iba a hacerlo.
Miré las calles llenas de fieles vestidos de morado con un cordón blanco en la cintura, una estampa en el pecho y velas enormes que cargaban en sus brazos. Y como hormigas, miles de comerciantes vendían turrones, algo típico de la ciudad en octubre.
Miré mis manos, mis piernas, suspiré y me dije: "Me voy caminando". Son diez kilómetros, y el muchacho terminará casi a la misma hora. Le llamé y le dije que nos encontraríamos en la empresa. Cargué mis documentos y miré las calles del centro de la ciudad. Miré el cielo; el sol estaba encima de nosotros, quemaba. Aun así, estaba decidido.
"¿Llegaré?", pensé. "Todo saldrá bien".
Y di mi primer paso. Luego otro, y así.
Pasé por calles, pistas, gente, perros, autos, motos, niños, casas, edificios... y nada detuvo mi andar. Solo detenía mi curso cuando el chofer me preguntaba por los precios de este o aquel producto. Seguí caminando.
Pensé en lo que sentirían los judíos en su huida de Egipto. Nada los detuvo de la esclavitud; murieron muchos, pero continuaron hasta llegar a su lugar—un sitio en medio de guerras y conflictos de fe y territorio, pero era su hogar. Sonreí y dejé ese pensamiento.
Crucé una pista y una pareja de adolescentes me pasó. Usaban sombrilla y hablaban como una bandada de perros. Reían de esto y aquello. Les seguí, pues la sombrilla me ayudaba a cubrirme del sol, hasta que entraron a un edificio enorme. Y sentí que el mundo se los estaba tragando, consumiendo sus vidas hasta convertirlos en insectos. Hermosos insectos.
Un hombre reía como un payaso, y su grupo reía con él. Entendí que sin su público no podría ser un buen actor. Me puse a pensar en los actores, cantantes, artistas... y cómo ellos necesitan de su público o sus fanáticos. Necesitan sentir lo grandes que son.
Sonreí. "Todo ilusión". Llegan a la soledad de un cuarto y se enfrentan a sí mismos. Encienden la TV y tratan de sentir algo que les haga sentirse vivos, pues dentro de ellos saben que eso está desapareciendo como el humo de un cigarro.
Seguí mis pasos y vi el número de las calles. Estaba en la mitad y ya me sentía agotado. Sonó el celular. No era el banco, a quien debía mucho dinero; era el chofer preguntando precios nuevamente. "Está bien, todo saldrá bien", le dije, y seguí caminando.
En un cruce vi a una señora vendiendo caramelos, agua y galletas. No sé cómo hacía para pararse; era como un pedazo de galleta sentada en una banca, con el rostro más arrugado que una camisa recién sacada del colgador. Sus cabellos largos hasta el suelo, y una mirada sin vida. Pero cuando hablaba, era como el pito de un policía. "¡Caramelito!", repetía una y otra vez.
Seguí mis pasos.
Ya cruzaba la mitad del camino. Autos enormes pasaban, iban y venían como la respiración. Sonreí de esa idea que jamás se me borraría. Y vi los semáforos; unos estaban averiados y otros no. Tuve que esperar a que al menos uno se encendiera verde para cruzar. Este duraba demasiado, quizás estaba malogrado. Le miré... y este me miró a mí, y cambió de color. Me quedé parado, y la muchedumbre me empujó como un pedazo de papel. Crucé la pista más grande de la ciudad.
Y seguí mis pasos.
A mi derecha había una iglesia moderna. Recordé que allí mis padres se casaron. Ya no estaban vivos, pero sentí que el tiempo no había pasado: mi padre vestido de marrón, camisa blanca y corbata plateada; mi madre de verde y un velo blanco. Sonreí y recordé esa foto que nos tomaron. Éramos familia.
Y ahora estaba caminando por las calles solo y sin familia. Pero sabía que todo iría bien.
Pasé cerca de mi casa y dudé en parar, pero no. Allí tenía que verme con el chofer para que me diera el dinero de la venta. Seguí caminando y pasé por un centro de idiomas donde estuve estudiando. Me sentía superior a todos pues tenía buena pronunciación, pero eso no pensaban los profesores, y peleamos de ida y vuelta. Me echaron del centro y no volví más. Y me dije que si quería aprender inglés, mejor me iba a Estados Unidos y aprendería por necesidad.
Seguí mi camino y pasé por una oficina donde una chica hermosa me tentaba a casarme con ella. Pero yo era pobre y no tenía ni para mí. Aun así, ella insistía. Y sin darme cuenta, se casó con un hombre rico.
Me contaron que el último día de soltera me fue a buscar para escaparnos. Ese día yo estaba mirando el mar, y no volví a mi casa. Ella se cansó de esperar. No la volví a ver nunca más.
Seguí mi camino y recordé cómo la ambición me destruyó cuando trabajé en grandes tiendas comerciales. Olvidé que debía tener ética; no la tenía. Y cuando me enteré, ya no estaba en ese centro, y mi vida cambió para siempre. Me volví a una empresa pequeña, con ventas a lugares sencillos y emprendedores.
Y volví a sonreír. Estaba contento.
Sudando de calor, me di cuenta de que estaba por llegar. Miré mi reloj y habían pasado casi dos horas. Caminé rápido y vi que el chofer aún no llegaba. Entré a la empresa y me lavé el rostro, y al instante llegó el chofer. Encajamos las ventas y el dinero, y él se fue a su reunión. Yo me quedé con las piernas temblando por el esfuerzo y con ganas de irme a casa a darme un baño y comer algo.
Me despedí del personal y les dije que todo saldría bien. Y ellas sonrieron como dos soles.
Salí, y el sol secó mi rostro sudado. Y supe claramente que la vida era como un vaso de agua: calma la sed si lo sabes tomar.
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