Ismael conoció a la mujer de sus sueños en un taller sobre fotografía. Se llamaba Alekssandra y se convirtió en la manzana de la discordia entre los machos en celo que de inmediato la rodearon, disimulando apenas el ansia de acariciarle los senos como melones de la Merced y las caderas dignas de una Madona del Renacimiento.
Por si no bastara, la ninfa poseía una rostro cuya belleza dolía como el fulgor del sol, quizá por los ojos verdes en franco contraste con la sensual boca consubstanciada con el bilé color manzana; o tal vez por la piel nívea enmarcada en la áurea cabellera salvaje.
La estocada final en los corazones maltrechos de los pretendientes la daba la voz que acariciaba hasta los pabellones de las orejas, suscitando unas ansias casi irrefrenables de irse con todo sobre la musa y abatirla con el desenfreno de la pasión.
Pero como nada es perfecto, justo cuando Ismael oía sobre la primera Cámara Oscura con la cual Aristóteles comprobaba sus teorías sobre la luz, topó su mirada en una mujer que desentonaba en ese Edén donde habitaban otras damas perfectamente encamables. Se trataba de Eleonor, ya apodada »la Luchadora», por su cabello atado como el de un peleador de sumo y su obsesión por enconcharse cual si se ocultara de la Inquisición.
A esas alturas Ismael ya había engrosado la férrea pelea por la atención de Alekssandra. Incluso una ocasión se acercó a comentarle sobre la Cámara Lúcida de Wollaston, dejando claro que era un mero refrito del dispositivo de Kepler de 1611 descrito en el »Dioptrice» del científico, y que se refería a la »superposición óptica de imágenes sobre los lienzos de los pintores».
La belleza respondió con una sonrisa capaz de derretir un bloque de hielo ante la información que Ismael había repasado con tesón la noche anterior; argumento sólido que ocultaba un hecho palmario: Alekssandra no entendía nada.
A la semana siguiente Ismael se aproximó al objeto de su deseo para impresionarla con irrefutables datos sobre Joseph Nicéphore Niépce, quien había mezclado la cámara oscura y una base sensibilizada con emulsiones de sales de plata para fijar imágenes en ocho horas. La respuesta que acompañó a la sonrisa fue una palabra que a Ismael le sonó a mantra celestial: »¡Cool!»
Sobre el »Daguerrotipo de Daguerre», en el cual se reducían los tiempos de exposición gracias a nitrato de plata y cloruro sódico, Ismael recibió una respuesta que lo desarmó como a un caballero ante la vista del Dragón Primordial: »¿Y ese Daguerre por qué no usaba rollos? ¡Hubiera sido fabuloso!»
En la noche Ismael daba vueltas en la cama como chapulín sobre un brasero. Recordaba el Calotipo de Talbot, consistente en un papel sensible con base en nitrato de plata y ácido gálico que luego se revelaría ante un chorro de hiposulfito; pero el proceso que generaría el primer negativo de la historia era interrumpido una y otra vez con una idea herética: Alekssandra era estúpida.
Repentinamente Ismael se desentendió de quien lo había inspirado en mil y un »lances con la espada» que lo hacían llegar todo atarugado a las clases, y sin darse cuenta cierto día descubrió el tesoro que Eleonor disimulaba con su estampa profana: era culta y divertida.
Ocurrió una ocasión en que Ismael se había dado topes ante un examen inminente para comprender las ventajas del Colodión Húmedo sobre el Daguerrotipo y el Calotipo. De modo que se acercó indeciso a Eleonor, que ya tenía fama de »matada» y se hallaba absorta en la lectura de »Temor y Temblor», de Soren Kierkegaard.
En unos minutos Ismael obtuvo una respuesta propia de la pitonisa de Delfos: »El colodión es un tipo de barniz hecho sándwich con emulsiones químicas y placas de cristal, cuya misión es mantener todo el asunto húmedo como vientre de hetaira jónica en el transcurso de la exposición de trece segundos. Aunque, aquí entre nos, déjame decirte que no pasó mucho para que lo desplazara la gelatina bromuro de Maddox, cuyas placas emulsionadas más tiempo permitían el nacimiento de la instantánea fotográfica; es decir, impresiones en un cuarto de segundo».
Ismael quedó boquiabierto y se atrevió a interrumpir a Eleonor, que había retornado a su trance filosófico. Le pidió de paso si le explicaba el asunto de la Linterna Mágica, que a Ismael le parecía un artilugio de circo, con lo cual convino Eleonor, pero dejando claro que el invento del jesuita Athanasius Kircher ya en pleno siglo XVII proyectaba imágenes con sólo transparencias pintadas y lámparas de aceite que arrojaban más humo que los camiones guajoloteros.
Más tarde Ismael supo que Eleonor estudiaba Letras Clásicas y comprendía extractos de la Ilíada directo del griego. Por si no bastara, la dama preparaba el ensayo »Las repercusiones éticas del predominio Instintivo en la democracia».
Ante el azoro de Ismael, Eleonor había iluminado su rostro apacible con una sonrisa pícara en lo que aclaraba: »Es decir, ¿por qué elegimos a idiotas para que nos gobiernen?»
En las sesiones que concluían el curso, Ismael se había convertido en admirador de la joven, quien un buen día decidió valerse de los trucos de Alekssandra, »sólo para ver qué pasaba». Así que llegó a la escuela maquillada y con el cabello libre al fin del infame chongo, irguiendo el cuerpo que encogía por inercia.
De modo que Ismael ya no habría dudado si debiera elegir entre Eleonor y la beldad de lerdo entendimiento que erotizaba a cuanto macho entrara en su círculo de influencia, pues había sucumbido al amor con la morosidad de las exposiciones del daguerrotipo, más lentas pero de una individualidad y duración que difícilmente tendrían las emociones instantáneas que brotaban como amebas de la orgásmica Alekssandra.
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