Cuadrado con rayas cruzadas
Hagamos de cuenta que tenemos un cuadrado. Cada uno de los cuatro vértices corresponde a un miembro de mi familia: Papá arriba a la derecha, mamá arriba a la izquierda; mis dos hermanos: Hugo abajo a la izquierda y Rafael abajo a la derecha.
A su vez, dos rayas cruzan a cada lado el interior del cuadrado, formando un punto en el centro. Ahí estoy yo.
Si me deslizo por la línea diagonal, hacia la derecha y abajo, me encuentro con la posición de Rafael: mi hermano preferido. Lamentablemente, nunca fui su preferida.
Toda su alma le pertenecía a mamá. Y viceversa. Siempre andaban abrazados, uno encima del otro, como noviecitos.
Su mirada era azul y trocaba a gris cada vez que volvía tembloroso de afanar con Hugo, nuestro hermano mayor. Hugo le hacía hacer cosas que él no quería, lo trataba como a una mascota. Una mascota que sólo sabía obedecer.
Pero todavía no quiero hablar de Hugo. Ni quiero hablar de las cosas que le hacía hacer a Rafael; sino dirigirme a la parte superior izquierda del cuadrado, donde está mamá. Ella era una mujer hermosa y tarotista.
Decía que La torre se repetía en sus tiradas, que estaba lista para la desgracia.
A mi apenas me trataba. Sólo para darme órdenes. Yo la quería, aunque no le quedara ni un solo abrazo. Todos se los entregaba a Rafael.
A mí al menos me hablaba. Peor trato tenía con su primogénito: Hugo. El mayor de mis hermanos. A él directamente le tenía asco o miedo. Después entendí por qué.
Podría ampliar ahora mismo, pero antes prefiero pasar por el vértice superior derecho, el que corresponde a papá. Él era un hombre de trabajo, curtido por el sol y las horas de cabalgar los pensamientos por el campo. Era silencioso. De aspecto calmo. Aunque guardaba sus defectos; la ira, el escaso control de sus emociones. Solía dudar hasta para hacerse un mate. Pero no dudó con su facón de treinta centímetros; en plena discusión con mamá, la despanzurró de un tajo y después le dio cuatro puntazos más.
Terminó tras las rejas. Nadie quiso ir a verlo. Todo porque Hugo no era hijo suyo.
Hugo era un punto del cuadrado un tanto indefinido, puesto a la fuerza por mamá como un tornillo falseado. Papá no lo sabía, pero siempre lo sospechó. Después lo supo del propio Hugo, que estaba hecho para supurar la maldad.
Por un tiempo, mis hermanos y yo, seguimos los tres en la casa. Me gustaba conversar con Rafael, mi preferido; pero cada vez cada vez pronunciaba menos palabras. Ya no quería salir a afanar, ni quería drogarse. Sólo pretendía un imposible: que le devuelvan a mamá.
Una noche Hugo lo encontró a dos cuadras de nuestra casa reventado como un sapo. Se había tirado de la terraza del edificio abandonado.
Así que íbamos quedando pocos en la casa. Hugo y yo para ser exactos. Él era el punto inferior izquierdo, el punto indefinido, el cero a la izquierda. Como a mamá, a mí también me provocaba miedo. Desde que estábamos solos siempre me andaba mirando con cara de loco. Una vez me levantó la pollera. Yo no tenía bombacha. Y le borré la risa de una cachetada que me dejó doliendo la mano. Pensé que me la devolvía; pero se fue dando un portazo.
De ahí en más trataba de no cruzármelo. Me la pasaba en la calle y volvía a casa cuando estaba segura de que él no estaba.
Un mediodía coincidimos en la cocina. Yo estaba buscando un cuchillo para picar la cebolla y me tocó el culo por debajo de la pollera. Y fue como si papá deslizara su facón de treinta centímetros por la raya que desciende en diagonal desde el extremo superior derecho del cuadrado, hasta el punto que forman las líneas en el centro. Ese punto me corresponde a mí. Me di vuelta y le hundí el facón en la panza. Después seguí dándole unas estocadas más. No sé cuántas, dicen que treinta y tres.
Pero los medios suelen exagerar y tergiversan todo. Y donde hay un simple cuadrado con dos rayas cruzadas, no ven el cuadrado ni las rayas, y, en cambio, son capaces de ver triángulos, círculos o incluso espirales.
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