Lucas descubrió que había una chance de sentir que tenía amigos. Solía ir a desayunar al bar de la estación de servicio que estaba en frente del Mc Donalds hasta que un día se cruzó al Mc Donalds. En la estación de servicio se sentaba en la mesa del fondo junto al ventanal a través del cual podía verse la manguera con la que la gente llenaba de aire los neumáticos. A veces se quedaba observándolos. Las mujeres por lo general le pedían al playero que las ayudaran. Lucas no tenía auto, siempre pensó que tener auto podía ser muy cool, muy canchero, pero que también era un montón de preocupaciones: pagar el seguro, la revisión técnica, hacer el cambio de aceite, cambiar los neumáticos, y un montón de otras cosas de las cuales había escuchado al padre quejarse. El padre era matemático. Nunca le había dado bola. Salvo cuando eran chicos que jugaban al ajedrez. Cuando Lucas creció empezó a demostrar interés por el pádel. Esperó que el padre lo acompañara en la aventura pero no lo hizo. El padre era un cerebro, hasta el ajedrez llegaba pero al pádel no. Lucas no tenía amigos así que a pesar de que la madre le compró la paleta con agujeritos nunca llegó a jugar ningún partido. Lucas era aburrido. No hablaba. Se inhibía frente a cualquier otro ser. No le salían preguntas, ni comentarios amistosos, ni sonrisas, ni nada por el estilo. Solía bajar la mirada y alejarse de los grupos en los cuales a veces quedaba atrapado, primero en la escuela, ahora en la universidad. Se esfumaba. Se sentía abrumado, observado por todos, con la certeza de que cualquier cosa que dijese iba a ser una estupidez, desaparecía. Hay gente que suele encariñarse con los marginados. Se había cruzado con un par de esos en la universidad. Pibes o pibas que lo veían deambular solo y se le acercaban para ofrecerle amistad o protección pero Lucas era frustrante. Una tabla, ni en la intimidad se abría, no contestaba y sostenía unos silencios férreos que atormentaban a cualquiera. Así que siempre se quedaba solo. No le gustaba; vale aclarar eso. Estaba desesperado por tener amigos. A veces pensaba en el suicidio. ¿Por qué era tan estúpido? Tal vez debería matarse. Pero esa vez que se cruzó al Mc Donalds descubrió algo. Se sentó en una mesa en una punta. Sin haber premeditado nada esa mesa era contigua, aunque separada, de otra mesa larga donde se sentaba un grupo de muchachos y no tan muchachos, viejos, que desayunaban ahí antes de irse a trabajar. Charlaban casi siempre de fútbol, a veces de política, y se movían con una confianza como si se conocieran desde años. Algunos tomaban café con medialunas, otros jugo de naranja con tostados, un vasito de soda acompañaba a todos.
Lucas empezó a ir al Mc Donalds abandonando el lugar en la estación de servicio junto al ventanal que daba al compresor de aire. Lucas se sentaba en esa mesa al lado del grupo de amigos. Los escuchaba bromear, no eran guasos, ni vulgares, más bien todos parecían educados y caretas. Esa proximidad en el Mc Donalds que se empezó a repetir día tras día durante semanas hizo a Lucas sentirse parte de aquella cofradía. Lucas a veces padecía de insomnio por la emoción que le producía pensar que al otro día iba a sentarse con sus amigos en el Mc Donalds, porque sí, ya eran sus amigos, si estaban junto a él, hablaban a la par de él, se reían, bromeaban, estaban ahí a su lado, solo le faltaba a él, por fin, decir algo. Entonces se compró el libro “Como ganar amigos e influir sobre las personas” de Dale Carnegie y se compró varios libros de chistes. Comenzó un trabajo artesanal sobre sus habilidades sociales, estudió el libro minuciosamente, y se memorizó cientos de chistes no verdes ni groseros, sino chistes más bien refinados que les gustarían a sus amigos en el Mc Donalds.
Un día llegó feliz al Mc Donalds, se sentó a la mesa donde iba siempre y en un momento se paró y dijo: tengo un chiste para contarles. Los muchachos eran buena gente, y ya lo habían carpeteado a Lucas ahí sentado todos los días junto a ellos.
¡Dale, pibe!, dijo uno canoso que se parecía al actor de La pistola desnuda.
Lucas contó un chiste sobre un marinero, una isla y una zanahoria que hizo despanzarrar de la risa a todos. Después contó otro, y otro, y otro, y los muchachos le preguntaron cómo se llamaba y él les contó que estudiaba Sociología y que se sabía muchos chistes y que les podía seguir contando más todos los días por el resto de sus vidas. Así sucedió, Lucas fue bienvenido ahora sí oficialmente a la mesa de los amigos y contó chistes, uno tras otro, e inventó aventuras pescando en el Paraná o escalando el Uritorco, cosas que había aprendido que había que hacer leyendo a Carnegie. Lucas estaba sorprendido de sí mismo, era súper simpático, y gracioso, y oportuno, y también se había aprendido los gustos e intereses de sus amigos. Por ejemplo, al Colorado había que preguntarles sobre fórmula uno, al Pelado sobre Ñuls sin entrar en rivalidad con el Ñato que era de Central, al que le decía el Franchute había que hablarle de literatura, más bien de Borges y Cortázar, para eso Lucas leyó El libro de Arena y Bestiario. Lucas se movía como pez en el agua y el fuerte eran los chistes. Contó uno de un águila, un huevo y una señora sorda que hizo matar de la risa a todos. Los chistes, Dios mío, los chistes de Lucas eran lo más. Todo había llegado a buen puerto. Lucas por primera vez en la vida tenía amigos. Lo amaban por su carisma. Desayunaban todos los días juntos en el Mc Donalds. Hasta que apareció: el vacío. Si ese no sos vos Lucas, ¿quién estás fingiendo ser?, ¿hasta cuándo te va a dar la cara para sostener esa farsa?, aceptá que cada día más dudás de volver al Mc Donalds, cada vez más te da ganas de volver a tu pequeña mesa en la estación de servicio. Lucas permaneció encerrado en la pieza por veinte días saliendo solo para comer algo de la heladera y tomar algunos mates. El padre, demasiado preocupado por los problemas matemáticos, nunca registró la actitud de Lucas, la madre, tampoco, vivía acostada tomando rivotril y mirando series en Netflix. Lucas volvió a pensar seriamente en el suicidio. Pero no. Volvió a sentarse en la estación de servicio junto al ventanal que daba al compresor de aire donde la gente inflaba las gomas de los autos. Sintió náuseas por la farsa que había levantado en el Mc Donalds y una parte de él quería ir y disculparse con los muchachos y decirles que él no era así, que nunca había sido sincero con ellos, que solo quería tener amigos, pero nada de eso sonaría coherente, lo tomarían por un loco, ¿cómo si no podía tomarse una confesión como esa? Volvió al silencio de la estación de servicio, no tan concurrida, qué iba a hacer de la vida, adónde iba a ir a parar, entonces sucedió algo, una mujer menudita, de largos cabellos negros, intentaba inflar las ruedas pero no podía y cuando quiso pedir ayuda a los playeros estaban todos ocupados. Lucas sintió el deber moral de ayudarla, entonces fue, le dijo: permiso, permítame, y le infló las ruedas, ella no tenía muchas curvas y no era especialmente hermosa pero cuando Lucas terminó ella le dedicó una provocativa sonrisa que le heló los pelos de la nuca. Así fue que Lucas conoció el amor, que al fin y al cabo es más lindo que la amistad.
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