Ese silencio que se produce en los días de escasa imaginación. La ausencia de palabras, la plenitud de versos enmohecidos o prosa desgastada. Imágenes que se asoman sin decir nada. Ese silencio ensordecedor, esa ausencia de campanadas que de ordinario se sacuden con los dedos sobre el teclado que en estos días no suenan. La nada. El silencio. Un profundo silencio que agota, que desespera, que produce angustia de permanecer tan callado por falta de palabras. Un vacío, un pozo profundo en que se hunde el pensamiento en búsqueda de la fantasía, de la creatividad, de la imagen que no se devela o que surca el pensamiento a tal velocidad que no se dibuja en la memoria e impide su reproducción, permaneciendo como una estela innombrable, la niebla en un camino solitario en la montaña más espesa. Ese bullicio exterior, ese ruido externo que sofoca y calla el interior de uno mismo produciendo el silencio de la propia existencia. Dónde se habrá ido la agudeza, la chispa imaginativa, la ilusión de una palabra, de una frase, de una descripción de la realidad concreta o imaginada. No existen bodegones que describir, naturaleza muerta que relatar, no hay ideas, pensamientos, razonamiento o reflexión. Solo el silencio, uno mismo con su soledad, con esa sequía que quema por dentro e impide explorar las palabras, los fonemas, la construcción de un texto, el vano empeño de decir algo, de hacerse escuchar, de escuchar su propia voz, de plasmarse como un aforismo, como verbo, como símil o metáfora. Ahí, en el centro de uno mismo, donde se produce el silencio, con las manos atadas y el pensamiento adormecido como una borrachera, como un sueño que no recuerdas, un espejismo que se desvanece. El silencio te acompaña…A tu alrededor la realidad se devela, se muestra, te llama. Y tu, incapaz de observar, de meditar, de elaborar. Tu, montado sobre ese silencio que molesta pero que es sobrecogedor, te quedas sin moverte esperando el ruido redentor que desate la tormenta.
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