Escuchame bien, Fernando –no, no me llames a Julio, pero por un rato soy él. Acá estamos en Bella Vista , el reloj marca hora de nadie, y tu lápiz está clavado en el papel como un cuchillo que no corta, solo sangra. La anciana del primer piso tose tres veces. ¿Tres? Sí, tres, porque Cortázar odiaba los pares. Y vos escribís: ‘Alma errante , con penas a cuestas, ¿cuánto más necesitás ver para crecer? Camina sin temor por este campo de espinas, camina sin prisa, como quien espera que el tiempo se equivoque.' Y de golpe –¡zas!– el portal arbóreo abre una grieta. No es magia, es Rosario. Es ella en el aeropuerto, es tu madre bajando los brazos. Es un cuento que se te escapa, y yo lo tomo, lo vuelvo verso: ‘Canta, canta, alma rota, canta aunque el viento te robe la voz, canta fuerte, por favor, y que las palabras se vuelvan piel .' Y ahí, en el silencio, Cortázar se ríe bajito: ‘¿Ves? No era poesía. Era tu alma hablando por vos.