Su rostro invade todo el mundo. Su producción crea olas de asombro y, al mismo tiempo, manifestaciones de un fanatismo ciertamente sospechoso. Poco se reflexiona sobre los criterios políticos y el trasfondo que ostenta un personaje cuya principal característica, por mucho maquillaje que se utilice, es la de reafirmar el predominio de una industria cultural siempre atenta a las variables de un mercado en continua metamorfosis.
Hoy la crítica a ciertas visiones existentes parece encontrar en la fisonomía de Michael Moore a su paladín mejor logrado. Pero nada se profundiza respecto a un documentalista que, conforme a la parafernalia norteamericana, explota a manera de show las miserias de una sociedad que, sin pausa alguna, no cesa en su actitud de controlar el modelo cultural de todo Occidente. Aún así, Moore ha desnudado una faceta interesante, y hasta cierto punto novedosa, en lo que respecta a la apabullante avanzada simbólica estadounidense: la espectacularización del desperdicio; la obtención de ganancias merced a la exposición de un abanico de bajezas, actos de corrupción, y movimientos oscuros en el país que actualmente rige los destinos del planeta.
Este mecanismo de enriquecimiento y reafirmación encubierta del sistema acumulador imperante se revela, en un principio, a través de una estadística sencilla: las recaudaciones obtenidas, en materia de venta de entradas, por sólo dos de las obras de Moore. “Bowling For Columbine” acumula, hasta el presente, una ganancia establecida en más de 20 millones de dólares, mientras que “Fahrenheit 9/11” ya superó –sólo en los Estados Unidos- los 100 millones. A esto habría sumarle los lauros conseguidos por un documentalista al cual se presenta, en numerosos espacios de discusión, como el ejemplo americano del auténtico y posmoderno luchador antisistema. Obviamente, tal postura rebelde no se condice con la actitud conciliadora de Michael Moore al recibir ese Oscar con el que la Academia premió, durante la ceremonia del 2003, a “Bowling For Columbine” en la categoría “Mejor Documental”, o la devoción por todo gesto de alabanza que el director exhibió al ser premiado, este año, con la Palma de Oro por la cinta “Fahrenheit 9/11” en el Festival de Cannes. Así, la participación en los circuitos cinematográficos de mayor prestigio y tradición –conformes al modelo capitalista e institucional supuestamente discutido por el documentalista- permite comprobar otra cuestión: el mercado encuentra y explota, una y otra vez, a nuevas variantes que le permitan sostenerse y, en simultáneo, ampliar su posición dominante.
De este modo es posible apreciar, apelando a otro uso de la óptica, como el orden regente nos inunda, sutilmente, con la obra de un autor que en ningún momento pugna por quebrar, al menos en un modo real y concreto, a aquellas estructuras de significación que en la actualidad se exhiben hegemónicas. Una prueba del carácter y los efectos de esta crítica artificial puede ubicarse en el proceso político que actualmente ocupa la atención en los Estados Unidos. Proceso en el cual, según las promesas publicitarias, el contenido de “Fahrenheit 9/11” habría de ocupar una posición de suprema importancia. Pero, el hecho de que George Bush aún sostenga una diferencia valiosa con respecto a su futuro rival electoral permite aclarar otro espejismo mediático: Michael Moore nunca –y esto hay que comprenderlo- representó un auténtico peligro para el esquema político ostentado por el actual presidente norteamericano. Y esto, por mucho que lo nieguen ciertos militantes oportunistas, fue previsto con suma anticipación por el presidente Bush, la Academia de Hollywood, y hasta el mismísimo Moore. Un director que, pese a su espíritu “agitador” y “contestatario”, continúa viviendo en un país que detesta, pero al que abraza entre cuentas bancarias abultadas y convenios con grandes monopolios cinematográficos. Un insurrecto pasivo que procura mantener en el silencio –con la cooperación de los amos de la comunicación- a un sinfín de lazos comerciales que todavía lo unen a corporaciones de la talla de Fox o la NBC.
El mercado adopta la fisonomía que mejor le sienta para la ocasión. Hoy la exaltación de conflictos y contradicciones en la sociedad reinante aparece como el mejor recurso a explotar. Dicha estrategia encuentra en Michael Moore a su mejor exponente. Y esto se condice con aquellas políticas culturales que, con anterioridad, se ocuparon de sujetar nuestros horizontes de expectativas a mercancías de consumo masivo como el cine porno, el estilo “Marlboro Man”, los discos de Britney Spears o las zapatillas de Michael Jordan. Por estos días, la moda culmina por ajustar su traje de luces al fenómeno Moore. Mañana el nombre que se ocupe de asegurar dólares frescos será otro, y así sucesivamente. Cuando la efectividad de la mercancía se agote, será reemplazada por otra. Y esto no debería extrañarnos: responde a una coerción cultural que, sumamente efectiva, forja los designios del mundo desde hace más de medio siglo.
La cruzada simbólica continúa y no habrá de detenerse. Y esta colonización realiza su labor con perfecto sigilo; mediante una efectividad que opacaría, casi sin esfuerzos, a cualquier irrupción bélica. Poco importa el protagonista o las banderas esgrimidas para la ocasión: los nombres responden a figuras y actitudes que se destacan por una uniformidad que supera a toda variable histórica. Por ello, a no engañarnos, desde 1945 a esta parte, el objetivo de la principal potencia mundial siempre ha sido el mismo: mantener y expandir, a todos los ámbitos existentes, el modo de vida y consumo que distingue a la sociedad norteamericana. Ilusos los periféricos, que aún esperamos la perdida de poder por parte de un gigante que, mediante ingeniosos dispositivos económicos y culturales, no hace más que acrecentar una posición que, lamentablemente, a veces se exhibe como imperturbable.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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