Europa se encuentra devastada por la peste negra. Corre el año 1350, tiempo sumido en la penumbra de la ignorancia, época en donde los púlpitos eclesiásticos dictaban las lindes de una moral divorciada de la palabra divina, sustituida por supersticiones y fanatismos que los fieles respiraban como incienso. Las voces que deberían consolar, convertidas en jueces sin piedad ni clemencia, vigilaban como cuervos la actuación y el alma de los creyentes.
Fue aquella prédica, vestida de santidad, la que encendió la hoguera. Es medianoche de un día viernes, el destinado para quemar a las brujas. La luna ilumina la procesión de aldeanos que caminan implorando misericordia y piedad, piedad que ellos no muestran con la mujer que, subida en un carromato, es conducida al suplicio.
La galera, tirada por un par de acémilas, guarnecidas por horcates y colleras negras, está resguardada a ambos costados por sendos aramboles en los que van atados los brazos de la bruja.
Las teas de los lugareños hacen danzar miles de sombras en los árboles, al paso que la carreta traquetea por la calle de lodo, chirriando sus ruedas y rubricando el barro con dos surcos que mañana el sol convertirá en una densa tolvanera.
La mujer, una joven que no supera los treinta años, marrota su pelo con un pañolón que guardaba en su fardel, no para cubrir la vergüenza, sino para retener la memoria de las rebeldes que no lloran, las que se atan al silencio como última protesta ante la impunidad del oscurantismo.
Va serena, como resignada a su suerte, aunque su corazón es un puño de tristeza y terror al visualizar el tormento de las llamas que pronto consumirán sus esperanzas.
Su delito es tener una imaginación portentosa, hilvanar historias maravillosas, visualizar el futuro, sobrevolar distancias y remontarse por encima de las supersticiones de las personas, para quienes, un talento así, en una mujer, solo podía ser cosa del diablo.
La peste negra, mortandad y pestilencia con que la ira divina castigaba a sus hijos, era causada por mujeres como esa, de belleza extraña que soliviantaba la lujuria de los hombres y enardecía la envidia de las mujeres. La muerte, decían, era poco castigo para aquella consorte del demonio.
En una granja a las afueras del pueblo, sus familiares lloran abrazados. En una humilde cunita de abedul, la hijita de la bruja duerme sin sospechar el terrible destino de su madre.
Con un hondo pesar a la espalda camino por el bosque. De estos árboles que mis manos acarician sacaron los leños con que hace más de seiscientos años quemaron a mi antepasada. El susurro del viento entre las hojas me remonta a aquellos tiempos de pandemia e ignorancia que cobraron la vida de una mujer, que de haber nacido hoy, sería considerada una poetisa excelsa.
Desde la tribuna y el estrado de mi resentimiento, yo te absuelvo tatarabuela querida. Y qué orgulloso me sentiría, si tan solo hubiera heredado una pavesa de la inmensa fogata de tu imaginación incendiaria.
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