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Inicio / Cuenteros Locales / vaya_vaya_las_palabras / El telescopio de papá

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Cuando mi papá enviudó, yo no sabía bien qué hacer. Él nunca quiso que lo encerraran en un asilo de ancianos, decía que todavía podía valerse por sí mismo y que no necesitaba que lo anduvieran cuidando como a un chico, con una enfermera a su disposición solamente para meterle dos o tres pastillas en la boca. Yo lo veía bien a papá, con fuerzas y con pequeños proyectos de vida.

El problema era la soledad de una casa demasiado grande para él. Antes, mi mamá llenaba muchos espacios con su presencia, pero ahora había demasiados huecos por todas partes. Yo tenía miedo de que ni siquiera la compañía del Boby y el canto de los canarios en el patio fueran suficientes para papá.

Por eso lo llamaba todas las noches por teléfono para preguntarle cómo se sentía. Papá me decía que estaba todo ok, que había tomado el remedio para la presión y el cartílago de tiburón para la artrosis. También me contaba que recién había terminado de pasear al Boby, llevándolo con la correa a dar una vuelta a la manzana. Entonces yo me preocupaba porque cada vez había más delincuentes dando vueltas para aprovechar la oportunidad que podía darles un adulto mayor indefenso que vivía solo. Le comenté mi inquietud a papá, pero él solamente me dijo que tendría más precaución con eso.

Para asegurarme de que papá estuviera bien, lo visitaba los miércoles a la tarde, y también los sábados. Charlábamos un rato y después le abría la heladera para ver si papá estaba alimentándose bien. Lo hacía con cuidado, cuando él no me veía, porque tal vez se hubiera ofendido. Papá fue siempre un hombre muy independiente y quizás no hubiera tolerado que le revisen así las cosas. Le preguntaba también si tenía todos sus remedios al día, a lo que papá siempre respondía que sí. Tuve que aprender a creer en su palabra, a depositar en él ese voto de confianza que antes había recaído enteramente sobre mamá.

Pero yo quería hacer algo más por él. Aunque papá se mostrara fuerte y con el espíritu entero, yo sabía que al igual que a mí, le dolía muchísimo la partida de mamá. Yo estaba seguro de que había momentos en que papá no sabía cómo llenar tantas horas vacías y solitarias, aunque le gustara jugar a los naipes con amigos y salir a la calle a caminar.

Por las noches, antes de dormirnos, le contaba esas inquietudes a Juliana. Ella me daba siempre la razón pero a veces se quedaba en silencio, quizás porque ella aún no sabía lo que era perder a un ser querido. También se quedaba callada cuando le decía que yo quería hacer algo más por mi papá. Tal vez Juliana pensaba que eso significaba traer a papá a vivir con nosotros o alguna otra cosa que nos llevara a un gastadero de plata. No sé.

Pero yo cada vez me acordaba más de los hobbies de papá, entre los cuales estaba la astronomía. Uno de mis recuerdos de niño era ver a papá coleccionar los fascículos de astronomía qué semanalmente aparecían en el diario Clarín. Papá aprovechaba esa oportunidad, ya que él no podía pagar con su sueldo una enciclopedia hecha y derecha. En casa había otras prioridades, como la cuota de mi colegio, mis útiles escolares y los remedios de mamá. Yo nunca me olvidé de esos sacrificios que hacía papá por la familia.

Por eso, ahora quería regalarle un telescopio, uno no demasiado costoso, pero que a la vez le ayudara a papá a disfrutar de la luna y las estrellas. El problema era el dinero. ¿Cuánto costaba un telescopio? Cuando averigüé me quise morir porque la única manera de comprarlo era sacándolo en cuotas o echando mano a los ahorros. Ahorros que con tantos esfuerzos habíamos juntado con Juliana.

La mala noticia fue que mi tarjeta de crédito ya no tenía saldo. Me quedaba la opción de los ahorros pero yo no podía pasar por alto la opinión de Juliana. Después de todo, se suponía que con esos ahorros nos iríamos de vacaciones, a conocer las playas de Brasil. Era un sueño que teníamos desde hacía muchos años. Por eso me demoraba en contarle a Juliana lo del telescopio, porque sentía que era muy egoísta de mi parte. Pero tuve que contárselo, los días pasaban y yo me sentía atragantado por ese asunto.

Una noche llevé a Juliana a tomar helado. Cuando vi que ella estaba empezando a comerse el cucurucho, se lo dije, tengo ganas de hacerle un regalo a mi papá, un telescopio. Juliana puso una cara de sorpresa tan grande que entonces tuve que contarle también sobre los fascículos de astronomía de papá y todo eso. El primer impulso de Juliana fue tirar el cucurucho a la basura y después preguntarme "¿sabés lo que cuesta un telescopio?". Yo le respondí que sí, sabía, a lo que Juliana me hizo otra pregunta: "¿y nuestras vacaciones?". Me sentí tan incómodo que no supe qué cara poner.

Esa noche volvimos a casa en silencio. Cuando algo le molestaba, lo primero que hacía Juliana era no decir ni una sola palabra. También cocinaba rápido y sin ganas, y hasta podía irse a la cama sin haber cenado. Traté de ponerme en su lugar, en ese lugar incómodo en el que ahora estaba Juliana. Pasé revista a todos los sacrificios y privaciones que habíamos hecho en los últimos dos años solamente para juntar el dinero e irnos de vacaciones a Brasil, nuestro sueño.

Juliana tenía razón. Un telescopio era más un capricho que una necesidad. Pero yo igual tenía un nudo en la garganta, por eso no quise llamar a papá por teléfono, como todas las noches. Me encerré en el baño a llorar en silencio. Lloré por mamá, por papá y por la maldita falta de dinero para comprarle un telescopio. Entonces se abrió suavemente la puerta del baño y apareció Juliana pidiendo permiso. Ella también estaba llorando. Esa noche hablamos mucho, llegamos a un acuerdo y al final dormimos abrazados.

El acuerdo era el siguiente: la mitad del precio del telescopio la pagaríamos con nuestros ahorros (los cuales todavía serían suficientes para irnos a Brasil) y la otra mitad la financiaríamos con la tarjeta de crédito de Juliana. Yo estaba feliz porque mi esposa era una excelente administradora.

Le di la sorpresa a papá un sábado a la tarde y lo festejamos yéndonos a la terraza a esperar la aparición de la luna. El telescopio era precioso. Papá no se cansaba de mirarlo y tocarlo por todos lados. Sin embargo la mala noticia me llegó el sábado siguiente, después de haber dejado a papá con su telescopio en la terraza. Un vecino de papá me llamó por teléfono a la noche, para avisarme que papá se había caído por las escaleras al bajar de la terraza.

Papá se había quebrado un brazo.

Con Juliana tuvimos que salir corriendo al hospital, donde encontramos a papá bastante conmocionado. Vi que se estaba secando las lágrimas con un pañuelo. El médico nos dijo que había sido una desgracia con suerte, ya que no hizo falta pasar por cirugía. A papá le inyesaron el brazo, lo dejaron dos días en observación y después lo llevamos a casa. Todo esto representó una prueba de carácter para mí, porque no quería que papá me viera asustado.

Llevar a papá a vivir temporalmente con nosotros desencadenó en un problema más grande del que habíamos supuesto. Juliana y yo trabajábamos hasta tarde, por lo que tuvimos que contratar los servicios de una persona que cuidara a papá en nuestra ausencia. Su arancel era muy costoso pero no nos quedó otra alternativa que pagarlo. Aunque papá aportaba algunos pesos de su jubilación, eso no fue suficiente, tuvimos que empezar a gastar de nuestros ahorros. Juliana no estaba contenta con eso. Las vacaciones a Brasil otra vez se le estaban escurriendo de las manos.

A papá nunca le gustó ser una molestia. Cuando yo era niño, en ocasiones lo escuchaba decir que en su vejez quería valerse por sí mismo. Pero el distinto le jugó una mala pasada y ahora necesitaba que cuidaran de él. Aunque Juliana no se quejaba abiertamente, yo me daba cuenta de su verdadero estado de ánimo. Yo tenía miedo de que papá se diera cuenta y entonces la convivencia se hiciera más difícil. Por mi parte, para que papá no tuviera tantas horas vacías, le traje el telescopio y algunos fascículos de su vieja enciclopedia.

Algunos familiares y amigos de papá venían a visitarlo. En esas ocasiones nuestra pequeña casa apenas daba abasto. Juliana tenía que hacer malabares para servir tazas de café a las visitas de papá. Por eso, enseguida se ponía de mal humor aunque solamente yo parecía darme cuenta. El refugio de Juliana era ver televisión en el dormitorio, cuya puerta estaba casi siempre cerrada. A mí, sin embargo, me gustaba que papá recibiera visitas, el humor le cambiaba y se ponía más charlatán. Con el correr de los días, el yeso de su brazo estuvo casi lleno de firmas y dibujos. Todas sus visitas le habían hecho con birome algún garabato, todos menos Juliana.

A pesar de su brazo enyesado, papá usaba su telescopio por las noches muy contento. Podía quedarse horas hasta que la medianoche lo sorprendía mirando las estrellas, mientras Juliana y yo estábamos acostados. Pero su brazo inyesado le dificultaba guardar el telescopio en su habitación. Papá casi siempre lo arrastraba por el pasillo, rayando de vez en cuando la pintura de las paredes que Juliana cuidaba tanto.

Toda esa odisea duró dos meses, después de los cuales nuestros ahorros estuvieron en rojo. A papá le sacaron el yeso y volvió a su casa con el telescopio (yo siempre lo acompañaba a la clínica a hacer recuperación). Para ese entonces Juliana se había brotado toda la cara y las manos. El médico le recetó una loción y también descanso, ya que el culpable de todo era el estrés. Fue el precio que Juliana tuvo que pagar por cuidarse de no armar ningún escándalo y guardarse todas las cosas. No me lo quiso demostrar abiertamente, pero yo sabía que ahora respiraba aliviada porque la situación se había descomprimido.

En la primera visita que le hice a papá después de su recuperación, le propuse que subiéramos con el telescopio a la terraza. Pero papá no estaba contento. Al contrario, dudaba mientras miraba la escalera y las manos le temblaban. Yo nunca lo había visto así. Ahí me di cuenta de la fragilidad de papá y de su trauma. De pronto papá le tuvo terror a las escaleras y por eso fue incapaz de volver a subir a la terraza. Terminamos instalando el telescopio en el patio trasero donde teníamos la desventaja de ver apenas un pedacito de cielo. Papá ya no estuvo tan contento como antes. Y yo tenía miedo de que en lugar de avanzar, retrocediera.

Fue muy triste verlo envejecer aún más. Yo le insistía para que vaya a jugar a los naipes con sus amigos o saliera a caminar un poco, pero papá solamente se quedaba en su casa. Después no le quedó más alternativa que confesarme que le costaba mucho cruzar la calle. La culpa la tenían sus piernas, que le temblaban. Ese nuevo impedimento lo llevó a un tratamiento psicológico y después psiquiátrico, ya que papá necesitaba medicación.

El médico nos dijo que ya no era recomendable que papá viviera solo. Una alternativa era llevarlo de vuelta a vivir con nosotros, o sino internarlo en un geriátrico. La lógica tristeza de papá hizo que me inclinara por la primera opción, aún sin el consentimiento de Juliana. Solo pensar en que papá podía marchitarse encerrado en un geriátrico, me hacía sentir un mal hijo. Quise compartir mis sentimientos con Juliana, pero ésta vez ella me ganó de mano. Con palabras y frases atropelladas sorpresivamente me dijo que había sacado un préstamo en el banco, y ahora sí podíamos irnos de vacaciones a Brasil.

Yo estaba confundido, pero el rumbo que tomaron los acontecimientos me llevaron a tomar la decisión que más me dolía. Con la promesa de que pronto lo sacaríamos de ahí, metimos a papá en un asilo de ancianos, donde no le permitieron ingresar con su telescopio. Cuando me enteré de eso, lloré todavía más, como también lloré cuando nos subimos con Juliana al ómnibus larga distancia, y nos alejábamos cada vez más de Buenos Aires.

Texto agregado el 05-10-2025, y leído por 60 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-10-2025 2. Cada vez que piensa en su papá solo en el geriátrico, sin su telescopio, algo dentro de él se rompe. Y aun cuando intenta disfrutar el viaje, la imagen de su padre lo persigue, como una sombra que no se va. No se trata solo de remordimiento, sino de un amor tan grande que duele; de esa sensación amarga de haber hecho lo necesario… pero no lo que el corazón quería. kone
06-10-2025 1. El hijo carga con una culpa enorme. Sabe que su padre necesita compañía, pero también siente que Juliana y él merecen un descanso, unas vacaciones que llevan años soñando. Esa contradicción lo desgarra por dentro. Aunque trata de convencerse de que está haciendo lo correcto, no puede evitar sentirse egoísta. kone
06-10-2025 El texto me produjo una cierta desazón por la decadencia física y emocional del anciano y el dilema del hijo, que según la resolución de la historia muy poco disfrutaría sus vacaciones sabiendo que abandonaba a su padre en el asilo. Gatocteles
06-10-2025 Una bonita historia de un período complicado de la vida que algunos deben atravezar. En este caso Juliana y tu han sido muy condescendientes con papá. Él tiene suerte de tenerlos a ustedes. eduar
 
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