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Inicio / Cuenteros Locales / netlobox / Vida de Alceril - Cap. 13

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Claridad


Un alarido rompe la tranquilidad del alba, el sosiego que el canto de los pájaros produce, un alarido que desde lejos me estremeció el alma, no creo que haya otra criatura en el Universo que soporte tanto dolor, un alarido rompe mi sueño. En el exterior se escuchaba un ligero rumor, eran las sirenas que esperaban la lista de elegidas. La hija de Aljavaoiseire se mostraba especialmente impaciente. La Legada nombró a 12 sirenas y a ella misma. Eso explica su porte, con las grebas, armadas con largos arcos y picas de 20 a 25 palmos (1 palmo = ¾ de pie = 20,90 cm), y la cabeza cubierta por una celada mostrando el rostro.
—¿Sólo trece sirenas? — me atreví a dudar.
—Somos pocas, y la ciudad no se defiende sola. Confía en mi criterio, pronto empiezas a dudar —objetó la Legada.
Estaba disculpando mi indiscreción, cuando una voz gritó:
—¡Madre! ¿Por qué no voy?
—Hija, eres muy joven, la guerra es peligrosa. Cuida la ciudad —ordenó Aljavaoiseire.
La hija dio media vuelta, pero se notó contrariada.
—¡Adelante! —Alzó el vuelo una sirena, el resto comenzamos a andar, en la cabecera yo junto a la Legada, Leiméreta y el resto atrás, en dos filas.
Me quedé mirando al cielo, casi no la veía. Aljavaoisere me dijo:
—Nos vigila desde arriba, hacen guardias de dos horas.
Las sirenas nos guiaron por otro paso, otra cueva, sin agua, más ancha. La luz escaseaba, aunque ellas no precisan de tanta para guiarse, el suelo limpio ayuda a no tropezar.
—Este es el auténtico Paso del Norte, aunque la salida no está a ras del suelo, sino a unas 100 varas (1 vara = 3 pies. 100 varas = 83,58 m), entiendo que no lo vieseis. Os ayudamos a bajar.
La ayuda era que una sirena se situaba detrás de nosotros, nos rodeaba con sus brazos, por debajo de la axila, sin asfixiarnos, pegaba un salto, abría sus espléndidas alas, impidiendo la caída al vacío, y dejándonos en el suelo con calculada suavidad. Fue la primera vez que estremecí el estómago, la magia de volar. En el suelo debía mostrar una cara de satisfacción, o sonrisa tonta, que una de las sirenas me dijo:
—La sensación que produce volar no se puede comparar con nada, y menos lo puedo explicar a humanos terrestres. Veo en tu expresión, en el brillo de tus ojos, tu sonrisa, la luz del rostro, creo que experimentas el mismo placer que nosotras, no hay mayor goce que volar.
—Tiene razón —me fijé en la cara de Leiméreta, su boca sonreía, pero en el fondo de sus ojos percibía tristeza.
Me dirigí a Leiméreta, comentando que los caballos nos estaban esperando, sorprendiendo su fidelidad. Montamos los caballos, en el medio iba la Legada, andando, a su izquierda Leiméreta y yo a su derecha, sin embargo, no era más alto que ella, incluso sacaba la cabeza a mi escudero. La marcha era anodina, la Legada no hablaba, y yo que había adquirido la costumbre de conversar me notaba extraño, además, me sorprendió que Leiméreta no rompiese con alguna pregunta, de forma que me asombré a mí mismo preguntando:
—Antes, en el Parlamento, alguna sirena dijo que estuvo en la batalla de Croucóloc, recuero que dijiste que tu hija tiene 97 años, por vuestro aspecto, no aparentáis más 40 años, tu hija me parece que tiene menos de 35.
—La apariencia te engaña, para mí es muy joven, impulsiva como adolescente. El tiempo discurre en nosotras de otra manera, pero no somos inmortales. Como madre quiero protegerla, aunque sé que abandonará el nido, querrá ver el norte, salir de la ciudad, o ir al caluroso sur.
—Vuestra ciudad me encantó, me parece un lugar maravilloso, jamás visto.
—Para una joven nunca es suficiente, el mundo es pequeño, las fuerzas enormes y te crees que todo lo puedes y conoces. Pasados los años, el mundo no es que se haga grande, es que te enseña que no todo lo sabes y que no todo lo puedes abarcar. Los muchos años te enseñan que la vida es sufrimiento y no deseo que mis reflexiones te hagan pesimista. Vosotros consideráis la longevidad como bendición, para nosotras es maldición. No envejecemos exteriormente, pero nuestro ánimo decae, tantos siglos que pasan rápido, y percibes como tu raza se olvida o es recordada como monstruosa. Pasan las décadas e irremediablemente la corrupción del mundo nos corroe, lentamente, declinando nuestro pueblo. No fuimos creadas para eso, pero ya nadie recuerda nuestra finalidad en la existencia.
—Tristes palabras. Jamás las esperaría de un pueblo que ha alcanzado la virtud, perfección, de una raza que no conoce los sinsabores de la vejez, y el paso del tiempo es como ver pasar nubes, nubes altas y blancas, que no arrojan tormenta y adornan en el cielo —comenté.
—Tú sabes, majestad —me respondió la Legada—, que la vida siempre te va a poner a prueba. Los jardines idílicos, las verdes praderas prometidas por Eguan son falsas, no existieron. No hay lugar en la Tierra que por si mismo te ofrezca felicidad, solo amargura.
—Pero se puede luchar por la felicidad —objeté.
—Aún crees en las recompensas a la virtud —apuntó la Legada—. Tu luz aun no te ha iluminado, y debo hacerlo yo, con mis amargas reflexiones. ¿Qué premio va a ofrecer Eguan, cuando lo quiere destruir todo? No esperes recompensa por la virtud, y, si de verdad deseas ser feliz, finge que lo eres, y deja tranquila a la virtud que por si misma se genera actuando y no pensando.
Iba a comentar cuando me cortó Leiméreta:
—¡Qué aburrimiento! ¡Qué ritmo tan lento!
Súbito, se notó un aire, y una voz que dijo:
—¡Te reto a una carrera, Leiméreta de Liminú!
—¡Rijavalterone! —emocionado se bajó del caballo.
Es la hija de la Aljavaoisere, armada con una coraza morada, casco plateado, extendiendo sus blancas alas, con bordes pardos, se sitúa delante de nosotros.
—Hija, ¿qué haces aquí? —riñó Aljavaoisere.
—¡Acepto tu reto! —se entrometió Leiméreta.
—Madre, no puedo dejar solo a Leiméreta —respondió Rijavai, marcando una a una cada palabra.
Yo, que estaba en medio de todo, no sabía de qué iba este asunto, las miradas entre Leiméreta y la hija de la Legada, me sorprendió que se supiese de memoria el nombre, y la mirada severa que la hija dirigió a su madre. Y me quedé como simple espectador, aguardando el momento en que comenzase la carrera entre Leiméreta y Rijavalterone.
—Seguro que hago más rápido que tú 100 varas —desafió Leiméreta.
—Ya verás. Rijavai es muy rápida —me previno su madre por lo bajo.
—Te veo muy seguro —respondió Rijavalterone a Leiméreta—, marca tú la salida.
Leiméreta empezó a contar, desde tres, pero en el dos arrancó a correr. Yo empecé a reír, pero quería recriminar la trampa. Rijavalterone desplegó sus alas, y con solo abatir una vez se hizo las 100 varas, venciendo fácilmente. Leiméreta se paró, protestando, Rijavalterone, abatió de nuevo sus alas, generando un golpe de aire que Leiméreta cayó de culo. Ya empecé a reír a carcajadas y me acompañaron el resto de sirenas.
—Te ha salido cara tu treta —dije a Leiméreta, recuperando la compostura de las risas.
Rijavalterone se dirigió a Leiméreta, extendió su brazo para ofrecer su ayuda, Leiméreta lo tomó, pero dio un tirón, que terminó con Rijavalterone en el suelo, riéndose los dos. Supongo que Rijavalterone se dejó caer.
—Ha sido divertida esta pausa, vamos a continuar la marcha —ordenó la Legada—. Rijavalterone, no esperes piedad por ser mi hija, te incorporas a la misión.
Se reanudó la marcha, Leimérea y Rijavalterone pasaron a la retaguardia, envueltos en sonrisas cómplices, juegos que ellos solos entienden.
—Nosotras fuimos creadas con esta finalidad —empezó a explicar Aljavaoisere—, con la intención de que los hombres se enamoraran de nosotras. Los hombres son una depravación de Eguan, hizo de simples animales, viciando su luz con la lente de rencor y soberbia, seres capaces de dominar y destruir la creación. Los dioses no descuidan su obra, siempre ayudan, aunque no se comprenda y sea rechazada. El mayor de los Primeros Espíritus, el primero de su orden, pudo haber acabado con aquella abominación, pero, en su bondad, prefirió crear a las sirenas, criaturas perfectas, para que enseñaran a la humanidad el amor y la sabiduría. Fuimos rechazadas. Pero la idea no fue olvidada, y la alianza de los Tres Sabios formaron a la mujer como compañera, algo más parecida al hombre por fuera, pero por dentro con la determinación de una sirena. Muchas de las compañeras humanas terrestres nos ven como un peligro, porque sus maridos prefieren acompañarnos, generaron las antiguas leyendas de que cazamos hombres para alimentarnos, que usamos la magia de la seducción, o los hombres, cobardes ante esta energía, nos temen e inventan mentiras ¡Nada más lejos de la realidad! También nosotras caemos en el hechizo de la seducción, de manera que se establece un vínculo indisoluble, un amor auténtico es lo que une una sirena y un hombre. Eso es lo que ha ocurrido con tu escudero y mi hija, y no puedo oponerme. Hace miles de años, a una antigua sirena le fue prohibido acompañar, fue tal su locura y alaridos escuchados a kilómetros, que es la única de nosotras con apariencia de anciana. Su pena y melancolía la consumen, pero no la mata.
»Si te has fijado, no hay «sirenos», el sexo masculino no se da en nuestra especie, necesitamos de los hombres para la reproducción, y lo que siempre nace es una sirena. Luego, el espíritu del hombre abandona en paz su cuerpo mortal, quedando el llanto en nuestro pueblo, que marchita lentamente a la espera de una muerte abrupta. No conozco sirena que muera en paz, con blancos cabellos, postrada en el lecho y despidiéndose de los suyos, no —lamenta—, nuestra muerte es guerra, persecución, accidentes, quedando un bello cuerpo. Una de las razones por las que te acompaño es para que sirenas jóvenes encuentren compañero, otra es la lucha contra la oscuridad, que se cierne, Eguan está intranquilo y la última esperanza es tu luz.
—Agradezco tu apoyo —repliqué—. Luego, si algún hombre se va con vosotras, yo no me opondré, he visto que vuestro encanto es irresistible. Pero tengo una duda, ¿por qué no he caído yo en vuestras redes, como ha sucedido con Leiméreta?
—Majestad, usted ya está enamorado —respondió concisa la Legada.
Mostraba curiosidad sobre el tema, cuando, de súbito, bajo la vigía del aire, y gritó:
—¡Ataque! ¡Basarresinea está en peligro!
—¿Cuántos son, Miltarroneajaste? —preguntó la Legada.
—Unos 10000.
—¿Armados, Miltarroi? —recordé como se forma el nombre sencillo.
—Señor, llevan 10 catapultas, pertrechados para el asedio. Están a las puertas de la ciudad, al otro lado del río.
—Y estamos a más de dos días, ¡qué desastre! —lamenté.
—Madre, podríamos montarlos.
—Es peligroso —respondió la Legada.
—¿Qué es montar? —preguntó Leiméreta.
Rijavalterone se agachó un poco, en cuclillas, he hizo un gesto a Leiméreta, para que se subiera a su espalda, que de un salto se puso. Ajustó la visera:
—Sujétate bien —ordeno Rijavai.
Desplegó sus alas, tomó un poco de carrerilla, pegó un salto y empezaron a volar.
No dio tiempo para la reacción de su madre, que solo pudo decir, señalando al cielo:
—¡Vigía, sube y vigila!
La Legada, que hizo el mismo gesto, me invitó a subir. El acto de Rijavai y Leiméreta me dejó impresionado, sin posibilidad de reflexionar, es puro impulso. Miraba al caballo, y me dijo Aljavaoiseire:
—No temas por los caballos, seguro que solos se manejarán mejor que nosotros. ¡Monta!
Obedecí, abracé fuerte desde atrás, y también entrelacé las piernas alrededor de sus caderas.
—¡Al aire! ¡Formación de tres escuadras, la primera de 4! Me posiciono en la segunda, por el fardo —Ordenó la Legada, no me sentí ofendido, era consciente del esfuerzo.
Saltaron las cuatro primeras, en formación de cuña, luego tomó impulso nuestro grupo, también en cuña, siendo tres sirenas, con la Legada al mando. Nos situamos a la parte izquierda de la primera escuadra, luego saltaron las otras tres, quedando en cuña a la derecha. El impulso inicial, la ascensión y ver que, poco a poco, todo se empequeñece provocó un vértigo, pero la sensación de libertad, de plenitud, superó todo al contemplar la inmensidad del horizonte, incluso a la derecha se oteaba el mar.
La velocidad del vuelo es imposible apreciarla, me daba el aire en la cara por más que agachara la cabeza y la pegara al cuerpo de la Legada. Pero pude observar que el Sol había superado el mediodía.
A voces, la Legada me comenta la situación:
—Han cruzado el río, están con catapultas, y una de las torres ha caído. Hay fuego, y una columna de enemigos se dispone a entrar, aprovechando la brecha de la torre.
—¿Y los nuestros?
—No veo «nuestros».
Apoyé la cabeza en la espalda de la Legada, que notaría mi momento de duda.
—Aún no está perdida la batalla —me dijo para animarme, y ordenó al resto—, ¡Interceptad piedras! Ya no se verán tan seguros.
Todas las sirenas hicieron caída en picado, tomando una gran velocidad. Su objetivo es atrapar las piedras lanzadas por las catapultas, maniobra que es complicada, rápida, y exige velocidad de maniobra, porque es literalmente hacer un rizo en el aire, pillar la piedra, que son voluminosas, y a la vuelta, cambiarla de rumbo, intentando dirigirla al enemigo. Nosotros no descendimos tan rápido, sino planeando un poco, suave, y me dejó en una plaza, dentro del recinto amurallado.
—Hija, deja al escudero del rey, y ayuda a tus compañeras. Si pesan mucho las piedras, id por parejas —comandó la Legada, volviendo al aire una vez que me apoyé en el suelo.
Letarama estaba esperando, mi corazón, acelerado, mis piernas temblando por el viaje tan extraordinario que había tenido, aún tenía una sensación en los oídos, en el interior, un tanto molesta, y mantenerme en pie me costaba, pero verla a ella, desapareció todos los sufrimientos, pero la vi muy seria.
—¿Qué pasa, Letarama? ¿Dónde está la gente, por qué no pelean? —Pregunté, aunque yo quería comentar otras cosas, ardía en mi interior, supongo que a eso se refería Aljavoi, al adivinar que yo estaba enamorado.
—No me hacen caso, y siguen al antiguo Senescal, que ha tomado el mando. Realmente está rindiendo, no solo la plaza, está capitulando a todo el pueblo —Me explicó Letarama, casi llorando.
—No te preocupes, no es tu culpa. ¿Dónde están los soldados?
—En la plaza, con el Senescal y su hija.
—¡Vamos allá! —Me monté en el caballo con Letarama—¡Leiterama, quédate aquí, ayudando a las sirenas!
—¡A sus órdenes, Majestad! —Me respondió Leiméreta, que intentaba llevar varias picas, con poca fortuna.
Fue raudo Deresnele, el caballo de Letarama, haciendo honor a su fama, que nos presentamos en la plaza, donde el antiguo senescal daba órdenes de abandonar, de quemar todo e irse.
—¡Alto! —ordené—¡Parad esta locura!
Nadie me obedeció, el caos era el que reinaba. Llegó Leiméreta, montado sobre Rijavai, que se posó en mitad de la plaza. Todos, aterrorizados, hicieron hueco a la sirena, que captó la atención y temor. Leiméreta gritó:
—¡Escuchad todos al rey! ¿Qué pueblo somos, si abandonamos? ¡El rey ha vuelto, otra vez, con ayuda! ¡Lirecla! —miraba desafiante.
Una voz, anónima, respondió:
—¡Lirecla! —El resto estaba espectante.
—¡Lirecla! —Gritó de nuevo mi leal escudero.
—¡Lirecla! —Estruendo unísono del pueblo.
—Majestad, las sirenas están repeliendo el ataque de las tropas meelitas, pero no saben cuánto tiempo más van a aguantar, temen que logren traspasar la brecha en la muralla —me dijo Leiméreta, percibiendo la preocupación en su voz, atropellada por la urgencia.
En la plaza estaba toda la familia del antiguo condestable. Ahora, su cargo era el de senescal, se lo había atribuido él mismo, o algunos de sus generales que alimentaban la traición. Holnasa, la hija del senescal, con su habitual belleza, se acercaba seductora, yo repudié:
—¡Víboras del pueblo! Vestís de gala y seducís por poder y diversión, mientras el pueblo sufre, es humillado, pero vosotros queréis entregarlo. Para acallar a vuestra conciencia y tapar la deshonra, disfrazáis la traición de paz y vuestros actos de amor a la patria. Proclamáis la libertad, pero, en realidad, es sólo para vosotros, los demás, que sigan siendo esclavos. Aléjate de mi pueblo, toda tu familia y tú —recordé a Ringlowe, abandonada, con todo lo que había sufrido, no sé dónde estaba, no la veía, y eso me punzó el corazón en ese momento.
Los capitanes se aproximaron, pidiendo perdón y jurando su lealtad.
—¿Cuántos somos? —pregunté.
—Tres mil, como mucho, en infantería, mil en caballería —en voz baja, dirigiéndose a mi—. Somos pocos, Majestad.
Observé a mi alrededor, la huida es la respuesta lógica, no solo la sugerida por el miedo.
—¡Somos pocos! —Me dirigí a todos—. Percibo el miedo en vuestras miradas, el temor que exhaláis en cada respiración. La muerte pasea entre nosotros caprichosa. No os prometo otra cosa, sino la muerte, pero ¡ay de aquellos que la muerte alcanza de espaldas!
» No os entrego a una muerte cualquiera, sino aquella que podéis mirar a sus ojos, retarla, vencerla, y si caéis, será con honor. Entiendo vuestro miedo, no pido que seáis héroes, pero, estoy seguro de ello, si miráis a vuestra derecha o izquierda, veréis a auténticos hijos de la guerra, auténticos héroes, que es lo que yo veo, tengo esa confianza en vosotros.
» Os lo aseguro, esta guerra pasará a la historia, entraréis en la gloria y seréis recordados. Todos nos observarán, no solo en tierra y aire, hasta los dioses se conmoverán, contemplarán y premiarán nuestro esfuerzo. No lucháis para mí, para mi capricho, sino peleáis por vuestra vida, vuestra libertad, no hay mayor motivo. ¿Qué motivo tienen ellos? ¿Cuál su ganancia? ¿Un trozo de desierto? Ellos no saben que van a perder porque nosotros sabemos que vamos a vencer, esa es mi confianza.
» ¡Ya habéis escuchado! —terminé de arengar al pueblo—¡A defender la muralla!
Me dirigí a mis generales, compartí la táctica, incluídos Letarama y Leiméreta:
—Dos o tres sirenas, con sus picas y arcos, me pueden venir muy bien, coméntalo a tu madre. Yo voy a salir por la puerta del sur, para atacar su flanco derecho, intentar deshacer su compacto grupo —comenté a Rijavalterone—. Leiméreta, mi utilísimo escudero, acompaña a Letarama a la muralla, a defender la brecha. Que vayan mil con Letarama, a defender la muralla, junto con cuatro sirenas, quinientos la puerta del este, con tres sirentas y otros quinientos conmigo, a la sur. Vamos a atacar sus flancos.
—Así se hará —respondieron los capitanes y Rijavalterone.
—La caballería, saldrá por otra puerta, sin ser vistos, y, aprovechando los árboles que rodean el río y la muralla por el norte, darán la vuelta, y que ataquen a su retaguardia. No tienen apenas caballería, y mover esas máquinas por el desierto ha sido costoso.
La única oportunidad es que las tropas meelitas estuviesen cansadas e intentar dividir su columna de infantería, o detenerla, para que no traspasase la muralla. Pero, con todos los elementos en contra, como la inferioridad, nuestro propio cansancio y un ánimo negativo, estaba optimista, luego se mostrarán las razones de mi pensamiento positivo.
Me dirigí a la puerta del Sur, la más bella de la ciudad, bien defendida por dos torreones. Desde el caballo, mi fiel Deresnele blanquísimo, di la orden de abrir la puerta, y salimos los quinientos infantes, junto con las bravas sireras Rijavai, su madre Aljavaoisere y la arquera Marlarizaoire, impresionante con su peto verde de ribetes dorados.
Se observa el bloque, que avanza impasible hacia la grieta de la muralla. Se paró al ver nuestra salida. Desde atrás se despliega un grupo, para hacer frente, si dirige hacia nosotros.
—¡Adelante, muerte!
—¡Muerte! —Me respondieron con un grito uniforme.
Avanzamos hacia la muerte, valientes, observando con miedo como la nueva columna viene hacia nosotros. El grupo de la puerta este aún no ha llegado. Los gritos y golpes en escudos, que los bravos meelitas hacen con intención de atemorizarnos, yo intentaba disimular, avanzando firme, manteniendo la línea. Hize un gesto, y Marlari disparó una flecha, atinando a un enemigo. Aljavai, velocísima, se precipitó contra el frente, y con su pica se llevó a dos, y tiró al suelo unos cuantos por el golpe. La columna que venía contra nosotros paró. El otro grupo, de la puerta este, apareció, lanzando sus sirenas otro ataque. Unas hileras salieron de su retaguardia, dirigiéndose contra los de la puerta este. El bloque se ha dividido, aunque su columna central acelera el paso, para llegar antes a la muralla. Las tropas y sirenas que están en la muralla lanzan flechas para paralizar el avance, aunque no lo consiguen del todo. No veo nada de mi caballería.
Empezamos a correr, y llegamos a contactar con los meelitas. Desde mi caballo me defiendo bien, aunque notaba que venían muchos, mi estandarte era un buen reclamo.
Las flechas y picas de las sirenas realizan una buena labor, pero hay muchos. No sé si están llegando más meelitas desde el bloque central, o mi estimación de su cansancio era ingenuo. El otro grupo, el de la puerta este, no sé como va, de la caballería tampoco.
En el fragor, con los gritos de ánimo, dolor, muerte, se escuchó el desgarro de Rijavalterone:
—¡Leiméreta, no!
—¡Hija, no! ¡Quédate en tu puesto! —Ordenó su madre.
Rijavai cogió una piedra, pesada, del suelo, hizo el vuelo y se acercó al frente del bloque central, el que avanza hacia la muralla, y arrojó su proyectil. Se volvió a por otra piedra, para lanzar otra más.
—¡Cubridla! —Chilló Aljavai.
Salieron otras sirenas desde la muralla, arrojando proyectiles o con picas. El avance indómito se retuvo. Por fin las cosas empiezan a salir bien, aunque no veo a mi caballería.
Rijavalterone cogió otra piedra, para atacar al bloque central, diezmarlo, y así defender a su amor, que ella vio comprometido. Se acercaba sigilosa, descendió, una flecha enemiga impactó en su ala derecha, ella se deshizo de la carga antes de tiempo, y una lanza llegó a alcanzar de nuevo el ala derecha. Era demasiado para mantenerse en el aire, aunque hacía giros se precipitó, no pudo evitar el golpe. Estaba en el suelo, retorciéndose de dolor.
—¡No! —El grito era de Leiméreta y de su madre.
Las tropas enemigas estaban con lanzas, espadas, dispuestas a rematar a su presa, cuando saltó Leiméreta, desde el interior de la muralla. En mi interior, la voz sensata, el pensamiento disciplinado, la lógica, hubiese impedido el salto, hubiese ordenado «alto», pero fue mi corazón el que dictaminó:
—¡Abridme paso!¡Ayudad a Leiméreta!
Unos cuantos hombres se dispusieron a mi alrededor, abriendo a lanzadas el paso, se sacrificaron, y las sirenas, lanzando piedras, flechas o asestando con las picas, protegieron a Rijavalterone y Leiméreta. A duras penas llegué a la posición de Leiméreta, con mucho sufrimiento, notaba el dolor en mi cabeza, brazos, presos del cansancio, y de algún rasguño. Ayudé a incorporar a Leiméreta, y llevamos como pudimos a Rijavai, con cuidado, silvaban flechas, que afortunadamente no nos dieron. Un ruido, las tropas enemigas se giraron. Era mi caballería, había llegado y estaba asestando su golpe desde atrás. Era un martillo domando el metal.
La columna de ellos se dividió, huían. La batalla está ganada.
Un temblor en la tierra. El desierto se abre, una grieta que desprende un hedor sulfuroso. Surge un caballo, negro, parece hecho de piedra, que relincha fuego, y todo él está ardiendo. Montado, en toda su majestad, Eguan. Igual que el caballo, desnudo, ígneo y pétreo, con dos ascuas como ojos. Quedamos todos congelados.
La puerta del sur volvió a abrirse. Salieron Holnasa, con Ringlowe atada, Letarama y una guardia de doce hombres. Se dirigieron a Eguan, Holnasa se echó al suelo, y dijo:
—¡Gracias, Señor de todo lo alto y bajo, ¡dueño de toda vida! ¡Gracias por tu ayuda! Como muestra de agradecimiento, espero que sea de tu agrado el sacrificio de Ringlowe, destinada para ti desde el inicio de los tiempos. Toma también a la traidora del sur.
Holnasa se había atrevido a convocar a Eguan, seguro que con la promesa de sangre fresca. Eguan no perdería la ocasión, descabalgó, alargó el brazo, tomó a Ringlowe, que la olió, y se dirigió a su yugular, que lamió, besó, para luego descoyuntar con su mordisco, bebía la sangre que manaba, nervioso. Al finalizar, arrojó despreocupado el cuerpo inerte de Ringlowe, y dijo:
—La sangre de una virgen revitaliza —observando a su alrededor.
Recordé la respuesta que me dio Litor, al preguntar por qué tenía él un emblema:
—Existe la creencia, no compartida por mí, de que la unión de todos los emblemas no solo obtienes el control de todos los pueblos y razas, sino que revivirás a Aetinens, la Serpiente Primigenia, que devorará la creación. Lo cierto es que el emblema ofrece protección, porque conecta con algún Espíritu, y es portado por el líder del pueblo.
» Otra cosa que has comentado es que el emblema del crisol no ha desaparecido. Que el condestable te vea de nuevo portándolo no puede negarse ante esa prueba de legitimidad. Otra de las propiedades del emblema es que escoge, y tomarlo a la fuerza puede tener consecuencias terribles.
» Respondiendo a tu pregunta de por qué tengo uno, es que soy un avatar, un Espíritu. Soy Erader, la piel de Aetinens, tercero de mi Orden, ayudante de los creadores, Uno de los Tres Sabios, protector de la humanidad, mi nombre es Lítor.
Cuando hablaba el Anciano, su aura se manifestó, magnífica y bella, como una luz blanca, cegadora. La naturaleza quedó quieta, con un espléndido aroma a jazmín.
—Guardad el secreto —rogó al final Lítor.
Erader recogió su aura, y volvió la naturaleza a su ser. Leitérema y yo juramos mantener el secreto. Pregunté a la profetisa sobre la luz, ella nos dijo que luz, aparte de tenerse, se debe aceptar y aprender a convivir con ella. Hasta ahora no había comprendido el concepto de la luz. Esa es la luz, la he ignorado, no he seguido su referencia. Pero no se debe aceptar la voluntad ni seguir el sendero de la luz por la fuerza, sino con la suavidad de la humildad someterse, y aceptar la realidad. Algo salió de mí, algo que llamó la atención de Eguan, que detuvo su afilada mirada sobre mí.
—¿Qué ven mis ojos? —Mostró sorpresa— Se trata de Uniavi, se digna a aparecer. No tienes poder aquí, mato a mi antojo, se matan sin dudarlo, y el dolor inunda toda tu obra. Nada de lo que tu imaginaste queda. Todo está bajo mi dominio.
—¿Qué has hecho, insensata? —Me dirigí enojado a Holnasa.
—Es seguidora de la verdad, no de la luz. ¿Qué es la luz? —Me tentó Eguan.
—¿Por qué has venido, Cuanis? —pregunté con su nombre deiforme, me vino a la mente sin esfuerzo.
—Tú me invocaste, querido hermano —recordé la oración de acción de gracias, de invocación del cumplimiento de la voluntad de Eguan que realicé—. Al Sumo Sacerdote lo ignoro, pero a ti jamás, querido hermano.
En su tono de voz, entre terrible, pausada, no sé si hay ironía en las respuestas. Yo ofrecí a Eguan el siguiente trato:
—Deja a los demás, deja a todos libres —comencé a desnudarme, arrojando las armas a sus pies—. Hermano, llevamos mucho tiempo sin vernos, no te guardo rencor, te sigo amando. Te acepto como eres. Haz conmigo lo que quieras, pero libera a los demás.
—Acepto —respondió seco Eguan.
Cuanis recogió la espada, y me estoqueó por el costado derecho, atravesándome. Doblé las rodillas, no sentía dolor, miraba al suelo, mi vida termina y no he culminado ningún encargo, o apenas había tomado conciencia de mi destino. Me pesaba más la carcajada, sonora, insultante e hiriente, que prolija salía de la garganta de Eguan.
Letarama vino a mi lado, llorando, dando voces y lamentos. Vino un mareo, se me iba los ojos, y me vi andando entre la tropa, débil, pero sin heridas. En mi pensamiento estaba el dominio de la luz, que no se mostrara, aunque es muy potente, lo suficiente para cegar a todos. Portaba la Inquebrantable. Llegué a mi querido Leiméreta. Eguan no me vio. Entregué la magnífica espada a Leiméreta:
—Toma, mi amado Netuo, hermano y madre, asume tu luz. La sangre que ha tomado Cuanis no es de una virgen, aprovecha. Ya sabes qué hacer.
Nunca sabré si Leiméreta arrancó a correr, pegó un salto y decapitó a Eguan, es lo habría hecho yo de tener fuerzas.
Respiré hondo, estaba tendido entre las piernas de Letarama, que lloraba desconsolada. No sé si ella me escuchó, porque me costó bastante hablar fuerte, entre el balbuceo logré decir:
—Cuida del pueblo, mi reina.
No se siente dolor, aunque sorprenda, viéndome atravesado por una espada, miraba al cielo, cerré los ojos y exhalé tranquilo el aire.
Silencio.
Oscuridad.

Texto agregado el 04-10-2025, y leído por 20 visitantes. (0 votos)


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