Duda
Me surge cuando observo la cascada, que ocupa toda la esquina, pero no veo ninguna cueva o manera alguna de cómo se puede acceder al país de las sirenas.
—¿Dónde está el paso, Leiméreta?
—Aún estamos lejos, pero, si las historias son ciertas, al lado de la caída de agua, a la derecha, hay una abertura, que se adentra en la tierra —me respondió Leiméreta.
—Nos vamos a mojar.
—Sí, en esta ocasión no queda otro remedio —concluyó Leiméreta.
Según nos acercamos, ya se nota el ambiente más húmedo, el sonido del agua batiendo, y el agua que nos cala. Es una sensación desagradable, no me gusta sentir el agua cayendo sin control por mi frente, ojos que cierro, o mantengo apretados para que no entre nada, impidiendo la visión.
——¡Los caballos no pueden continuar más, vamos a tener que bajar! —Grité a Leiméreta.
Abandonamos los corceles, vi en el suelo una corriente de agua. Me pareció extraña, que no era producto de alguna caída de la catarata. Seguí su curso, y vi que salía directamente de una gruta. De allí salía en agua, señalé a Leiméreta.
La gruta es un poco más alta que nosotros, pero lo suficiente ancha para entrar los dos a la vez. Al principio, la luz que entra, tenue, permite ver. El suelo es suave, no hay ninguna roca o saliente, y lo que era un pequeño reguerito, pasado unos pasos, ya sube de nivel, llegando a los tobillos. Llegamos a un punto que no hay luz.
—¡Dame la mano, Leiméreta, no te separes! ¡No quiero perderte!
Al principio, cuando subía el brazo daba en el techo de la gruta, ahora no. Con la mano izquierda toco la pared, y con la derecha tengo a Leiméreta bien agarrado. Desconozco el tiempo que llevamos, la distancia recorrida, y, cada paso que damos el retorno queda más lejos. El suelo ya no es tan firme, hay salientes, que nos hace tropezar, el agua, fría, la siento por la cintura.
En un momento, Leiméreta, que al dar un paso no hay suelo, da un grito, y me arrastra. Intento tirar arriba, pero Leiméreta, todo nervioso, me suelta.
—¡No!¡Para! —ordeno.
Lo único que noto es el movimiento en el agua, agitada, una pequeña corriente de aire y los gritos, ahogados, suplicando. Los segundos son losas que pasan muy rápidas, pero los gritos de Leiméreta los escucho por todos sitios, hay eco. Me tengo que impulsar, dando manotazos, ya no tengo la referencia de la pared izquierda, y el suelo profundo, el agua me llega al pecho. Doy voces, y repentino, noto un golpe en la pierna, que me hunde en el agua, pero puedo atrapar un brazo. Doy un brinco, buscando aire.
—¡Tranquilo!¡Te tengo!
Leiméreta, tosiendo, recuperaba el aire.
—¡Lo sé, estás mal! ¡Tranquilo!
Ahora que lo reflexiono, yo debía ser el primero en sosegarme, levantar de ese modo la voz no creo que beneficiase a Leiméreta, ni tampoco a mí.
—Vamos, ánimo. Vamos a la izquierda, a ver si podemos tocar la pared.
—Vale —me respondió más calmado Leiméreta.
Toqué con la mano izquierda la pared, y el suelo es un poco más alto, el agua se queda en la cintura.
—¿Notas que el aire es fresco? —pregunté a Leiméreta.— Eso significa que hay una corriente de aire. Sabemos por dónde sale, sólo queda saber por dónde entra. Lo que si debemos hacer es mantenernos unidos, firmes.
—Siento haberme puesto nervioso, no sólo me he puesto yo en peligro.
—Yo tampoco he tenido la mejor actitud para tranquilizar —reconoci y pedí perdón a Leiméreta.
—En esta oscuridad, no hay forma de calcular distancia o tiempo. No sé qué decir para animarte —dije.
En ese momento Leiméreta era más optimista que yo diciéndome:
—No te preocupes, ya veo la luz.
—Gracias por los ánimos —respondí un poco lacónico, tomando su comentario como un recurso retórico.
—¡No, veo un reflejo! —me dijo excitado, había notado mi tono parsimonioso.
—¡Qué! ¿Dónde? —moviendo la cabeza, buscando la luz.
Ya vi, un reflejo, titilaba lejano, pero no pude ocultar mi sonrisa.
—Poco a poco nos acercamos, la impaciencia no es conveniente, aunque estemos empapados, fríos, ciegos e ignorantes —dije a Leiméreta.
Después de no sé cuánto tiempo, de algunos pequeños sustos, como hoyos en el suelo que nos hundían, para luego surgir como si no hubiese ocurrido nada. Según nos íbamos acercando a la luz, se dejaba adivinar algún detalle de la gruta, de la majestuosa cueva, del terreno que picaba ligeramente hacia arriba. El agua nos llegaba por las rodillas, se veía la abertura en el techo, como un ojo entreabierto, que lloraba un riachuelo que alimentaba al lago. La claridad me cegaba, no sé a que altura estaría el agujero.
—¡A los de abajo, coged la soga! —Nos ordenó una voz, autoritaria, de mujer—. ¡Uno a uno y sin hacer nada!
Al momento, notamos el golpe de la maroma.
—Tú primero, Leiméreta.
Leiméreta se sujetó en la cuerda, que tiraban desde arriba, subiendo ligero. Por curiosidad conté, y me detuve en 142. Vi como salía Leiméreta, pero no dijo nada desde arriba. Escuché la misma voz terrible:
—¡Tu turno! —Y calló la soga rauda.
Me agarré fuerte, noté un tirón, y me elevaba rápido. Según subía, ralentizaron, porque entraba en una chimenea, que desembocaba en el ojo. Según salí de la cueva, vi a Leiméreta retenido, con las manos en la espalda, sujetadas por una sirena, dos me estaban esperando, que me apresaron, no puse objeción, otra, que sujetaba la cuerda, estaba volando, y otra, en un risco, mirándome fijamente. En un primer momento, creía que era una ensoñación o la luz del sol que me daba directamente en los ojos. Una vez acostumbrado a la claridad, pude ver que las sirenas eran mujeres, más grandes que los hombres normales. La que retenía a Leiméreta se tenía que agachar para sujetar las manos por la espalda, y sacaba a Leiméreta algo más de 3 pies. Eran criaturas, que aparte del tamaño o las alas que podía sorprender la primera vez, de una belleza jamás vista, y que deja cualquier experiencia anterior en un mero recuerdo. Belleza en todos los sentidos, con su voz cautivadora, aspecto juvenil, porte aguerrido, emanando embriagadores perfumes, cualquier ser sucumbía ante tanta perfección.
—Bienvenidos al país de las sirenas —me dijo la que se sujetaba en el risco, mirándome fijamente, con su mirada felina, me percaté de que su hipnotizadora mirada tenía pupilas rasgadas, de color miel.
—Parece que no somos tan bienvenidos —dije, moviéndome un poco, dejando al descubierto los emblemas.
—Tenemos entre nosotros al rey de los tranianos, pero, me llama la atención que tengas el emblema de nuestro pueblo —se refería al colmillo—. Triste recuerdo fue su pérdida.
De un salto, planeando, se puso delante de mí. Tenía que mirar arriba, aunque pude observar la coraza, dorada, ricamente decorada, que cubría el torso, dejando libres las alas y los brazos.
Notaba la desconfianza.
—¿Qué ha venido a buscar el rey de los tranianos? —me preguntó, aunque su voz era clara, sin defecto, mostraba dureza.
—Ayuda. Pretendo resucitar una antigua alianza para luchar contra los soóticos.
—¿Luego nos llamareis traidoras? —preguntó la que sujetaba a Leiméreta. Fue reprendida con la mirada de la que hablaba conmigo.
—Perdona a mi hija, a sus 97 años, aún es joven e impulsiva. Yo soy Aljavaoiseire, líder del pueblo en estos 25 años. Si muestro más cordialidad es porque portas el emblema de nuestro pueblo —me dijo, mirándome por todos los ángulos—. ¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Alceril de Reboína, y mi compañero es Leiméreta de Liminú. Soy el rey de los tranianos —me presenté.
—Ya he observado que no pareces soótico ni meelita. Llevas el emblema de los hijos de Soon, hueles a la gran Reina, portas nuestro emblema sin temor. Llevarás poco tiempo como rey, y ya estás en una guerra contra los soóticos. Me sorprende. No veo a Lítor, tal como lo llamáis vosotros, ¿qué ha sido de él?
—El Anciano murió, se sacrificó para que pudiera escapar —respondí.
—Lamento escuchar tan tristes noticias. Ahora entiendo el gemido de la Naturaleza, y también los nervios. Realmente, Lítor confiaba en ti.
Contendí:
—Somos extraños en tu tierra, pero no hemos venido con ánimo de guerra ni para hacer daño. Libéranos, comentamos nuestra pretensión y si no te convence, nos vamos.
Aljavaoiseire miró al resto de sirenas, que nos soltaron.
—Gracias, Alja… —no recordaba el nombre.
—Puede llamarme Aljavai, o Legada icosipentecronia de las sirenas —se rieron todas.
Por lo menos esta falta de memoria sirvió para destensar el encuentro. Las sirenas nos ayudaron a subir el risco, y se pudo observar, dejando el desierto a la espalda, si miraba al noreste, un enorme lago, que producía la cascada, en el noroeste un campo ondulado verde, y mirando a la izquierda, al final, el Síneg, humeante.
—El rey de los tranianos conturba al volcán —comentó la Legada—. Van a venir nuevos tiempos.
Me miró sonriendo, mientras yo observaba como un riachuelo del lago, una fuga, alimentaba al lago inferior, vertiéndose por el ojo sin pausa.
Ya la tarde estaba cayendo, aunque oteando, descubro una magnífica ciudad, con sus formas rectas, limpias, que llegaban al cielo. En la plaza, amplia rodeada por soportales, con magníficos estanques, en su lado norte hay una escalera con una puerta. Hicieron varias hogueras, situadas por toda la plaza. Sonó una campana, aunque no sé de dónde procedía, y la plaza empezó a llenarse de sirenas. La Legada me tomó del brazo, señalando a la puerta, y seguí sus pasos. Se atravesó el pórtico, ricamente decorado, con un riachuelo que partía en dos la escalinata. La subida da a otra plaza, más sobria, aunque con un estanque en el centro. rodeada de árboles frutales, conduce a otro edificio, de planta rectangular, con la fachada ribeteada, colorida, con ventanas para que entre la luz, enlazando arcos ojivales y escarzanos. Se trata del Parlamento, o sala de reunión del Colegio, entré junto con 10 sirenas, las principales, eso opiné al ver sus ornamentaciones, colores de la coraza y capas que portaban. La sala era un hemiciclo, con los asientos bastante altos, tamaño apropiado para ellas, y dispuestas en varias hileras en rampa. En medio, un atril, donde se dirigió ceremoniosa la Legada, en contraste con el ambiente desangelado.
—Ilustre Colegio, os presento a Alceril de Reboína, el rey de los tranianos —me presentó Aljavaoiseire, murmuraban todas—. Es cierta la profecía, él es Lirecla.
Observé a todas, no se notaba en ellas el paso del tiempo, todas eran bellas, pero, en su mirada, había algo triste. Muchos años aguantaban esos ojos. La Legada me miró, indicando que hablase. Me fijé que ella era la única que llevaba una diadema, como muestra de rango.
—Ilustre Colegio, Legada— me dirijo a todas— primero, quiero agradecer que me den la oportunidad de hablar. Por extraño que parezca, sin esperarlo, me he convertido en el rey de los tranianos. No pretendía el control ni el imperio, pero, una vez asumido, el honor del cargo me obliga a defender a mi pueblo.
» Me llegó información de que el Sur ha sido arrasado por tropas meelitas. Y esaPor lo que he observado, el pueblo que llamo mío, no está preparado ante un ejército preparado. Me informé de cómo en el pasado se pudo vencer a tan temible enemigo, y me comentaron la ayuda que prestó vuestro pueblo.
» Mi pueblo me contaba barbaridades, detalles que no son ciertos. Sé quién mató a la Gran Reina, sé quién traicionó y quién defendió. En honor a la verdad, quiero limpiar vuestra fama, y, humildemente, ruego vuestra ayuda.
Una protestó:
—¡Ya sé que nosotras no matamos a la Gran Reina! ¡Yo estaba allí!
—¿Qué se nos ha perdido allá abajo? —preguntó otra.
—¿Quién te crees que eres, llevando nuestro emblema? —objetó otra.
Aunque las diferentes voces fueran maravillosas por separado, todas juntas, en discusión entre ellas o mostrando su repulsa a mi presencia, era terrible a mis oídos. Me atreví a espetar:
—¡Sólo pido con humildad vuestra ayuda!
Me prestaron atención, lo cual aproveché para decir:
—Un enemigo marcha contra un pueblo. Este pueblo ha sido humillado hasta por sus líderes, se sienten perdidos y abandonados. Pero yo, que he descubierto cómo son, estoy decidido a prestar mi atención. Esta lucha no es contra una tropa, está en juego la libertad, la recuperación de su confianza, ya es hora de que sepan que no están solos en el mundo, sus lamentos y plegarias no son en vano. Respondiendo a la pregunta de «qué se ha perdido», muchas pensáis que nada, opinión muy alejada de la verdad, puesto que hallareis la confianza y fe. Me refiero a vosotras, no solo a los tranianos, mostrad al mundo que no sois los monstruos que me contaron. La otra pregunta de «por qué llevo vuestro emblema», yo no lo robé, debo llevarlo.
Hubo un silencio, se miraban entre ellas, pero no percibí desconfianza, sino serenidad en sus miradas, parecen que estaban meditando, e incluso, hablando entre ellas en su interior.
—Iremos a la guerra. Ayudaremos a los tranianos —comunicó la Legada—. Se levanta la sesión.
La Legada dijo el resultado al resto de sirenas, que apartadas nos estaban esperando, y añadió:
—Mañana decidiré quién acudirá, ahora, vamos a descansar, que la noche es corta.
Yo, que vi a Leiméreta hablando con la hija de Aljavaoiseire, le apremié para irnos a dormir.
Amanecer es una experiencia única cada día, que, aunque se repita, no es igual. La repetición nos sirve para crear un ritmo, una monotonía, una atmósfera por la que movernos, y más cómodos nos sentimos cuando somos capaces de comprenderlo y hablarnos a nosotros mismos como si fuéramos nuestros mejores amigos. La voz de la conciencia es un misterio, lo siento así desde hace mucho, incluso tiempos anteriores a la formación como sacerdote. Mis recuerdos, que me sorprenden u otros me avergüenzan, sin embargos no son reprendidos por mi voz amiga, simplemente, crece y aprende. De ser seguidor de Eguan a luchar en su contra me desgarró por dentro, aunque intentaba que no se notara, aún recuerdo los reproches de Ringlowe, aún me persigue esa sensación de perdido, las dudas me inundan, lágrimas que retengo, pero mi voz me dice que hago lo correcto y justo. Sin nubarrones en el ánimo, nada tenebroso espero.
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