Duelo
Estaba arriba, acabo de subir el muro y, de nuevo, nos esperaba el ejército meelita. Empieza a avanzar posiciones hacia nosotros. Retrocedo, en esta ocasión me precipito, a continuación, en el suelo moribundo, veo como todos los cuerpos caen encima de mí, intento apartarlos en vano, grito, nadie me escucha.
Sobresaltado, descubro que es una pesadilla.
—Vamos a empezar el día —me saluda el Jefe.
El jefe, con su pueblo, ha pasado la noche recogiendo cuerpos, que coloca en carros. El cuerpo de Litanera está en un carro aparte, incluso muerto se le tiene la consideración de no formar parte de una pompa común.
—Es horrible —atino a decir—, no sé qué decir al condestable.
—Tú no diste la orden. Es fácil mandar cuando el éxito te rodea. Los jefes debemos procurar eso, mandar bien, para que los resultados sean los esperados. Pero hay ocasiones que eso no sucede, los resultados pueden contrariarnos, aunque hayamos dado las órdenes muy meditadas y sopesadas. Un jefe debe también saber que no siempre se gana.
—Yo avisé, el ejército meelita está preparado. ¿Para qué ha servido este baño de sangre?
—La muerte es una mierda —dijo aun impresionado Leiméreta.
—La muerte llega a todos —respondió el jefe—, algunos, incluso, se exponen con tanta alegría y despreocupación, que no sé qué pensar, si son valientes héroes o estúpidos inconscientes.
—Estoy seguro de que las madres llorarán desconsoladas, mujeres desgarradas, creyendo que han caído en una lucha justa, noble, pero nada más lejos de la realidad, la vergüenza oprime mi pensamiento —terminé diciendo.
— ¿Te duele más la opinión de las madres, del condestable, que la muerte de tu ejército? —Me preguntó el Jefe—. Todos morimos, pero hasta ese momento, en muchos de nuestros actos somos empujados y no podemos responder, pero para otros, muy pocos, si tenemos conciencia plena, no desaproveches esas oportunidades ni desgastes fuerzas pensando en tu fortuna, fama o aprobación. Ahora toca llevar estos cuerpos a sus familiares, que lloren, que se despidan, liberar sus espíritus para que continúen el viaje. Después vendrá otra etapa.
—Sabias palabras, propias de persona mayor. — Reconocí al Jefe su discurso y pregunté a continuación: —¿Qué es eso de liberar los espíritus?
—Nosotros vemos la vida como un viaje eterno. Para nosotros el espíritu, que llamamos principio vital, no abandona el cuerpo después de muerto, antes de la Expulsión incinerábamos a todos para liberar el alma, pero, ahora en el desierto, hacer una pira es costoso, solo reservado para los grandes de la patria. Muy a nuestro pesar, enterramos bajo el peso de la arena, el espíritu se queda en la tierra y nacerá en otro ser, volviendo a sufrir, si el espíritu ha alcanzado un estado de reposo, paz, y tiene suerte de ser liberado, se diluye en el aire, en la naturaleza, donde más tarde llegará a nosotros. ¿Qué pasan con las almas de vuestros fieles? —Terminó preguntando el Jefe.
—Devoradas y regurgitadas por Eguan, condenadas al olvido —Respondí.
—Una auténtica asquerosidad. No hay segunda oportunidad —me respondió el jefe.
—La vida, para los creyentes en Eguan, es una sumisión a la voluntad divina del único dios. El sumo sacerdote es el intérprete de los signos, los demás obedecemos. El cumplimiento del deber nos brinda la oportunidad de ser acogidos en el seno de nuestro auténtico amo.
—Hablas como un sacerdote de Eguan. ¿Por qué sigues con nosotros, que somos infieles? —Me preguntó el jefe.
—Tenía una misión que cumplir —respondí—. Tancroato me dijo que era un castigo, por hacer algo que no sé la razón, pero acepto mi destino. Pero el destino me enseña las injusticias, persecuciones y he querido evitar muertes; aunque, a pesar de las buenas intenciones, al final las he provocado. Mis hombros cargan lo que mi conciencia no es capaz de soportar.
—La muerte nos llega a todos, todos morimos, y, si acatamos malas decisiones, aceleramos su llegada. Tú no eres el culpable.
—Me dejé embaucar por Lítor, haciéndome creer que soy el rey. Debo cumplir con mis obligaciones y dejar los sueños a los niños o ilusos —dije amargamente.
El Jefe me miro serio, y solemne me dijo:
—Yo sí creo que eres el rey prometido.
—¡Basta de engaños! —Me quejé.
—Escucha: —seguía mirando fijo— Dos días antes de tu llegada soñé con el Anciano, me avisó de que no llegaría solo. Me dijo que no tratase de comprender, solo de cuidar. Me desperté sobresaltado, pero luego pude conciliar el sueño. Ahora, mi hija vive gracias a ti, has devuelto la esperanza al pueblo, al castigado sur.
—¿Confía en mí, Jefe?
—Sí, no tengo dudas.
La respuesta decidida del Jefe me reconfortó, a pesar de las muertes, él me ayudaba y no me dejaba llevar solo la carga. Era digno de admiración, puesto que yo mismo había visto como soldados de su mismo pueblo, bajo las órdenes del campeón, ultrajaban sus posesiones y su poblado. Yo, sin embargo, dudaba. Dudas que ya empezaron cuando me llamaron a la reunión con el Sumo Sacerdote, que intentó asesinarme. Dudas cuando unas tropas atacaban a un poblado indefenso. Dudas que venían de lo que se supone que debe ser lo más fuerte en un sacerdote: la fe.
—Vamos a hacer una parada. Descansaremos y mañana continuaremos. —Dijo el Jefe.
Se hicieron varias tiendas, pude ver unas cien, me di cuenta entonces de que parte del poblado nos acompañaba. Hacían tiendas para si mismos y para los cuerpos caídos. Musitaban una melodía melancólica, sencilla pero que internamente me conmovía.
—Es un cántico fúnebre, popular en el sur —me aclaró el Jefe— y dice lo siguiente:
Al cerrar tus ojos
descansas al dolor,
nosotros en el camino
te damos el adiós.
Tus ojos cerrados
ya no ven el horror,
y me enseñan el sendero
que he de cruzar, tú ÿ yo.
De la pena eres libre,
pero a mis pasos tristes,
nuestros mayores nos dicen:
¡Levanta, camina, vive!
El descanso siempre se agradece. Los problemas pueden ser complejos, la conciencia turbada, pero el exigente desierto cambia las prioridades, y, cuando se está parado, el cansancio es tanto que apenas se puede reflexionar, el descanso es vital, el resto simple trivialidad.
La segunda jornada. Otra vez en camino. Aunque recuerdo las palabras del Jefe, no puedo vencer a la pesadumbre. Pesadez en el ambiente, pesadez en el calor, pesadez en mis pensamientos.
—¡Buenos días! —me saluda efusivo Leiméreta. Yo apenas puedo responder, tengo la vista bajada, sin ningún punto fijo.
—Tu madre te dejó a mi cuidado, para que aprendieras y fueras un hombre de provecho. Leiméreta, eres un muchacho increíble, digno de formar parte de las leyendas que cuentas, pero, después de devolver el cuerpo de Litanera a su padre, te entregaré a tu madre.
—¡No! —se quejó el muchacho—¿Qué será de mi vida?
—En más de una ocasión has demostrado valor, no solo en batalla. Sé que tu ánimo es vivir aventuras, mi ánimo es volver.
—¿Cuál será la consecuencia de tu acto? —Me preguntó Lialjarsag.
—La muerte, no he cumplido la orden directa del Sumo Sacerdote, no he ofrecido el sacrificio y pongo a todo el pueblo en peligro —respondí.
—¿Tu espíritu será regurgitado por Eguan? —preguntó Leiméreta.
No me dejó responder el jefe:
—Tu muerte no servirá para nada. Entiendo que estés abatido, con dudas.
—¿Qué esperáis de mí? —pregunté.
—Eres el rey prometido por la profecía —me respondió Leiméreta.
—No creo que sea ningún enviado —me opuse.
—Te lo sigo diciendo —insistió el Jefe: —Las dudas te embargan, es más, te nublan la percepción.
—No entiendo.
—No voy a referir sueños o relatos, que pueden ser considerados fantasías, o una profecía salvífica producto de mentes oprimidas —Hizo una pausa, Lialjarsag estaba meditando su respuesta, sabía la importancia de la argumentación—. Sé que los sacerdotes son formados como guerreros, incluso pueden ser geniales generales, como Tancroato.
—¿Conoces a mi Maestro, al sacerdote de Reboína? —Pregunté asombrado.
—¡Oh, sí! Es prodigioso que aún viva, yo era muy niño cuando me contaron la caída, recuerdo a la gente que huía y se establecía en el poblado. Pero no quiero perderme en recuerdos —me miró fijamente—, nadie se multiplica para luchar. Eso te hace diferente.
—Pero es algo que no controlo, y, por lo que sé, soy yo mismo, me lo dijo él.
—No sabes aún lo que eres, no tienes dominio sobre ti mismo. ¿Cuántas veces te has bilocado? —Me preguntó curioso el jefe.
—La primera vez fue en Reboína, para salvar a un niño de ser atropellado por carros —no quise contar la siguiente ocasión—, después en el rescate a su hija. Pero en la matanza no apareció, cuando más lo necesitaba.
—No necesitaste la ayuda del doble, tu pueblo peleó para ti. Antes has dicho que el doble eres tú mismo, creo que ya te está indicando cuál es tu lugar. Puedes parecerlo, pero no eres un sacerdote. Reflexiona sobre eso, averigua lo que eres. El dilema que tienes ante ti puede llevar tiempo, toda una vida, resolverlo; tengo la sensación de que cosas maravillosas aun no están reveladas, no trunques tu vida por la aprensión al devenir —terminó aconsejando el jefe.
—Entiendo lo que dices. Pero mis deberes, mis responsabilidades, faltar a ellas tienen consecuencias. También la devolución de un hijo muerto y Reboína sigue en manos soóticas —dije—, no sé cuál es mi lugar.
—No cargues con la muerte de un estúpido —me respondió el jefe aumentando un poco su volumen de voz, amonestando mis dudas—. Seguro que su cuerpo se quemará, será honrado, pero se homenajeará a un inconsciente. Yo estoy orgulloso de haber montado las piras para los que lucharon a tu lado, rechazando a los meelitas; no lo dudo, ellos entregaron su vida por algo más alto que ellos mismos, no la búsqueda banal de la gloria.
Hizo una pausa y continuó hablando, con su voz sugerente:
—No puedes controlar todo. Nadie puede hacerlo. Los problemas, obstáculos, los golpes de la vida llegan y solo podemos recibirlos, pero debes aprender, no cegarte. Y volverán más golpes y resucitarán las dudas o te inundarán nuevas, pero no te quedes caído, «levanta, camina, vive».
Reflexionaba cuando Leiméreta dijo:
—Además, ¿para que sirve tu muerte? No creo que deje de haber desgracias, o se aplaque la ira de un dios.
—Para ser un niño, hablas con razón —replicó Lialjarsag.
—Si te quedas con nosotros, seguro que aparece de nuevo el doble, y así puedes preguntar. Aparte, siempre nos has ayudado y hemos vencido —terminó diciendo Leiméreta.
Una voz dijo:
—¡Jefe, viene arena!
—¡Montamos el campamento! —Ordenó el jefe—. Queda poco tiempo para la noche, no nos va a retrasar —clava su mirada y me dice—. Procura descansar.
La segunda jornada de viaje ha terminado. Reflexiono sobre el sentido de la vida. Había aprendido que era un sometimiento a la voluntad de Eguan, o a los signos interpretados por el Sumo Sacerdote. Pero mis “habilidades”, que no conozco ni controlo, son signos que aún no puedo explicar. El conocimiento de uno mismo, el ser dueño de tus decisiones y pensamientos, es un camino desconocido que no sabes emprender. Pero se puede emprender con amigos y apoyos. Liberarme de la carga de Eguan hará que el pueblo traniano, tan sumido en las sombras, resplandezcan. Con este pensamiento, que me empuja a ser rey, me encuentra el sueño. También viene a mi mente la imagen de Letarama, “La Estrella de la Mañana”, ¿será porque la he nombrado hoy hablando con su padre?
El ruido me despierta, ya empezamos la tercera jornada, Basarresinea es nuestro destino, antes de ir a la capital. Recuerdo la primera vez que estuve en Basarresinea, el beso de Letarama.
—Parece que has amanecido con mejor humor —me saludó el jefe.
—Los problemas, con los amigos, se llevan mejor —respondí.
—La amistad es un valor que no prestamos mucho cuidado algunas veces.
—¿Qué tiene que contar sobre la amistad, jefe? —pregunté intrigado.
—Los amigos son un elemento más en nuestra vida. Surgen, se acercan y alejan, influyen en nuestras decisiones. Pero es un elemento que podemos elegir, si eliges no cuidar se terminarán yendo, si cuidas tus amistades, tampoco tienes garantizada su durabilidad.
—Por la manera de hablar, has tenido malas experiencias —comenté—. Yo recuerdo mi infancia en el orfanato, triste, sin padres, pero no estuve solo, sin amigos no sé qué hubiera pasado.
—Los amigos de la infancia, que son como hermanos, también se van.
—Son tristes tus palabras —dije.
—Duelen más aquellos amigos que se van porque su vida termina. Son espinas en el corazón que muestran la verdadera naturaleza de la vida. Otros se van por estupideces que cometes, y en vano tratas de pedir perdón, éstos son jalones en el camino que muestran la altanería, arrogancia e ignorancia en nuestra conducta. Otros te traicionan, y dudas en borrar su fallo o vengarlo —terminó diciendo el jefe, con un tono cansino.
—Muchos años has vivido ¬—acerté a decir.
¬—Sí, es cierto —admitió el jefe moviendo la cabeza¬—. Como ves, la amistad es algo que no solo influye, sino que forma parte de tu vida. Elige bien tus amistades, no por egoísmo, por lo que te ofrezcan, sino por el porvenir.
—¿No es egoísta elegir a los amigos pensando en nuestro porvenir? ¬—pregunté.
El jefe me sonrió, aunque me quedé con ganas de saber su respuesta. Llegamos a la ciudad, a sus imponentes muros, y, por protocolo, Leiméreta llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz al otro lado, grave e imponente.
Leiméreta, que se volvió a mirarnos, se decidió a contestar cuando el jefe le animó con un gesto con las manos:
—Somos Lirecla de Reboína, Lialjersag de Liminú y Leiméreta de Liminú.
Las altas torres, los vigías habían visto la clase de cargamento que traíamos, murmuraron.
Las puertas se abrieron, la gente se quedo mirándonos en silencio, formando un pasillo de miradas de desprecio. Al final del pasillo vi a Letarama, me alegró el corazón, pero a su lado estaba el condestable.
—¡Mi hijo muerto! ¬—gritaba repetidamente, fruto de su dolor desesperado.
Lítor se acercó a recibirnos, me preguntó qué había pasado.
—Avisé de este desastre —no pude decir más.
El condestable se acercó a nosotros, con sus ojos furiosos nos gritó:
¬—¡El campeón de los tranianos muerto! ¡Reboína en manos sucias! ¡Tú no eres el rey! ¡Jamás! ¡Fuera!
El Anciano hacía un ademán de encararse, pero el condestable se dio media vuelta, ignorando cualquier gesto. Aun de espaldas, el condestable nos dijo:
—He venido a Basarresinea para recibir a mi hijo victorioso, pero ahora me toca celebrar un funeral. ¿Qué hacéis aquí? He dado una orden.
—¿No te atreverás a expulsarnos? ¬¬—indignado Lítor—. No puedes expulsar a un miembro del Consejo y menos al Rey, condestable.
—No hay ni rey ni consejo. ¡Fuera! ¡Que las puertas se cierren a estos impostores!
El condestable se marchó, y surgieron soldados, que con sus lanzas nos apuntaban. Solo quedaba irse.
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