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Inicio / Cuenteros Locales / netlobox / Vida de Alceril - Cap. 7

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Procesión

La que se inició a la mañana siguiente. Me despertó el Anciano, con un entusiasmo contagioso, que pregunté el motivo de tanta alegría.
—Vístete de gala. Hoy vamos al palacio, te voy a presentar al condestable. —Mientras enarbola una bandera, el antiguo escudo real sónico, emblema de la Gran Reina. Se trata de un pendón cuadrado, color carmín, con un vaso dorado en el centro y un lema en la parte inferior: “En el veneno hay vida”.
Caminamos toda la calle, desde el lugar de descanso hasta el palacio, una larga calle de unos 500 pasos, el Anciano había escogido bien el albergue, céntrico y sin pérdida hacia el palacio, para impactar con su proclama:
—¡El rey ha vuelto! —Montados todos en caballos blancos, el Anciano primero abriendo la comitiva, luego yo y a mi izquierda Letarama, y detrás de mi estaba Leiméreta, y a su izquierda Ringlowe.
La reacción del pueblo no fue tan efusiva, sino de estupor. Me dio la sensación de que la visión de un sacerdote, vestido con su túnica naranja de gala, no era la idea que tenían formada sobre el rey que esperaban, o, simplemente, no esperaban ya nada y todo esto es sorprendente.
Llegamos a la puerta del palacio, que se abre y da a un patio, se entrevé las escaleras para entrar. Atravesamos el patio a pie, acompañados por dos filas de soldados. Subimos los 40 peldaños, para entrar en la sala del trono. Una sobria sala, de unos 75 pies de largo y 60 de ancho, se ve al final, en un plano superior un trono vacío, y en plano inferior, a la izquierda del trono principal, un pequeño asiento, donde estaba esperando majestuoso el condestable.
—Sed bienvenidos a mi morada. Lítor, que sorpresa verte en la capital, no estás cuando más falta hace, abandonaste a los reboinenses, y fuiste causa de vergüenza en casa de mi abuelo, el Condestable Litanera II.
—Agradezco su afectuoso saludo —respondió el Anciano—, Ilustrísimo Condestable. El motivo de nuestra visita es presentar al candidato a rey. Sólo su Ilustrísima puede convocar al consejo, cosa que solicito a Vuestra Ilustrísima, con humildad y urgencia.
—No sé si la vejez te ha llegado a la cabeza, Anciano, pero pretendes que suba al trono a un sucio sacerdote soótico, es una abominación. Quiero que me acompañe aquel que llaman Lirecla ¬—pidió el condestable.
Se hizo un silencio, el condestable me asió del brazo y me llevó a una puerta, que daba a un pasillo y conducía a una sala, amplia y luminosa, con un atril y un altar.
—Mira —señalaba el condestable emocionado, y en una postura más humilde —tenemos un templo a gloria de Eguan, y, gracias a su voluntad, nos viene un sacerdote. Es un premio a nuestra fe.
No esperaba ver un templo.
—Claro que esto es secreto, el pueblo solo sabe rezar a dioses primitivos, como la gente del sur —dijo el condestable.
Estaba una chica leyendo un rollo, me acerqué, y di un paso para atrás. Estaba practicando un conjuro de invocación a Eguan, es un rezo reservado al Sumo Sacerdote. Luego me enteré de que la chica es la hija del Condestable
—Agradezco su ofrecimiento, pero mi intención es avisar, sobre esa gente del sur que su ilustrísima desdeña. El peligro acecha.
—¡Cómo! ¡Osas contrariarme! ¡Largo, vamos fuera! —Ordenó furioso el condestable.
Llegó caminando rápidamente a la sala del trono.
—¿Por qué me traes a este desperdicio?
—Aseguro —respondió el Anciano— que es el legítimo heredero de la Reina Ilgasaná, también te recuerdo que Ilgasaná no era traniana de origen.
—Ilgasaná murió traicionada por las sirenas, sin descendencia. ¿Por qué debo confiar en este? Yo no veo al rey, solo un sucio soótico.
—Quiero hablar a todo el pueblo —me atreví a cortar la discusión entre el Anciano y el condestable—, Ilustrísimo Condestable, dar aviso y solicitar ayuda. Todos corremos peligro, Eguanerria está preparando un ataque en el sur. Solo quiero pedir que no abandonéis a las tribus de las fronteras, todas están en peligro mortal.
—¿Quién te ha dado permiso para hablar, mal educado? ¿Qué los soóticos atacan? ¡Vaya sorpresa! — Rieron todos en la sala—. Llevan haciéndolo cientos de años.
—En esta ocasión han perdido —respondí—, querían ultrajar a Letarama, la hija del jefe Lialjarsag. Yo me opuse, luché a vuestro favor, y se tuvieron que retirar. Pero, seguro estoy, no se van a quedar parados, el orgullo meelita está alimentando la venganza.
—¿Tienes pruebas?
—Cumplirán su promesa, no abandone a los pueblos del sur.
—No voy a abandonar el sur —dijo el Condestable a todos—. Voy a preparar un ataque, ya que tan invicto eres, debes recuperar Reboína y, tal vez, convoque al consejo. Escoge a 100 hombres y parte mañana, es una orden.
—¡Es un ultraje, tratar así al legítimo heredero! —Protestó el Anciano.
—Es una locura —comenté—. Con solo 100 hombres poco podemos hacer contra la guarnición de los meelitas, los mejores guerreros.
—Te llevarás al mejor, mi hijo Litanera, campeón en los espectáculos. De momento no eres el rey, puedes comandar un ejército de mi casa, pero me debes lealtad. Venga, fuera, tienes trabajo que hacer. Doy por finalizada la audiencia —dijo el Condestable sentándose en su asiento.
Ya fuera pregunté a Lítor:
—¿Qué es un campeón en los espectáculos?
—¿Quién te manda hablar? —Me preguntó el Anciano, muy enfadado—. Yo era el único que tenía licencia para hablar, soy del Consejo, pero tú no respetas nada.
—Pero, con la discusión, yo quería dar el aviso —intenté disculparme.
—No es suficiente con la intención. Entiendo que tu prioridad sea salvar las vidas de la gente del Sur, pero ante el condestable las prioridades cambian —me dijo el Anciano.
—¿Hay algo más importante que defender la vida? —pregunté—. Puede que la doctrina de Asín sea falsa porque oculta las intenciones de dominación y destrucción, pero, obviando eso, me gusta su espíritu, la fraternidad que promueve. Ahora veo que Eguan pretende la dominación, pero Asín cambió las normas para eliminar las segregaciones y discriminaciones que sufrían los meelitas, pero los sacerdotes no han permitido cambios más profundos. De hecho, todos los sacerdotes son soóticos, por eso sigue la costumbre de separar la Sala Noble de la de Mezcla en los templos.
—Tus creencias no importan, estamos bajo la autoridad del condestable. —Hizo una pausa el Anciano, continúo con su argumentación—: Tú eres la esperanza de este pueblo, para librarnos del yugo del absolutismo, iluminar y guiar al pueblo.
—No veo que tengan tanta necesidad de luz. No hemos sido aclamados.
—Ellos aún no lo saben, pero te necesitan. Respondiendo a tu pregunta —continuó el Anciano—, la vida es importante, pero será más fácil defenderla siendo tú el rey que no un subordinado. Los tranianos nos consideramos iguales, pero luego hay clases, clases que no comparten nada y no se interesan por los problemas de los demás. Para conseguir los objetivos, hay que seguir el protocolo. Es curioso, usar la ley para reformar la ley, pero es que los usos y normas están para nosotros, no para esclavizarnos, sino para liberarnos.
—Aceptaremos que para ser rey deba ser probado —dije.
—Pero tú no necesitas pruebas, eres el legítimo heredero.
—Ahí, en el muro, lo pone claro. Lo curioso es que no leo una fila sucediendo a otra, y luego saltar a la primera fila de la siguiente columna, sino que mantengo la fila y voy cambiando las columnas. Leyendo la cuarta fila, cuarta, quinta y sexta columna pone:
«Él quiere que sea rey según linaje,
pero no es fácil, debe ser probado,
nadie al destino de todos detraje».
El Anciano se rio y me dijo:
—Te has dado cuenta de que la profecía puede ser leída por columnas, recorriendo de arriba a abajo todas sus filas y, posteriormente, continuar con la siguiente columna, o leer por filas, de la primera a la octava columna y continuar con la siguiente fila. He llegado a escuchar otros métodos de lectura, pero creo que es producto de la imaginación ilimitada de visionarios. La profecía es un conjunto de 64 versos, muestra el origen y esperanza de este mundo, y, como te comenté, al condestable le da igual y es capaz de profanar el texto sagrado tachando las dos últimas filas de la octava columna.
—¿Y se cumple?
—El profeta, que era el Ojo Divino, las escribió para dar esperanza a su pueblo —Respondió el Anciano—. Ahora el pueblo es otro, pero la esperanza nunca deja de ser necesaria. Sé que quieres que el condestable mande tropas para defender a los liminuenses, es una causa justa, perdona por enfadarme contigo, pero la próxima vez déjame hablar, aunque ya eres un interlocutor válido.
—¿Qué es un campeón? —pregunté.
—Mañana lo verás. Ahora tienes que escoger a los 100, aunque ya veo que alguien lo está haciendo por ti —me dijo el Anciano.
Lo que vi fue a un campeón, un chico más o menos de mi edad, vestido con una coraza de cuero y piezas metálicas, grebas del mismo material y un morrión con un gran penacho de plumas. Dando voces, animaba al pueblo para reclutarse:
—¡Uniros, no tengáis miedo, que el invencible Litanera estará al frente! Nadie me ha vencido, ni el temido Rontrag, el meelita, que murió en la arena. Mi paso firme, mi mano que no tiembla, traerá gloria a nuestro pueblo.
—Entiendo que es un campeón de lucha —comenté al Anciano, mientras bajaba las escaleras y me acercaba al pedestal desde donde vociferaba—, pero eso no es suficiente.
—Mira quién se acerca —dijo con burla Litanera.
—Si supieras lo que te espera en Reboína, no serías tan arrogante —le dije a modo de advertencia.
—No tengo miedo, ni ninguno de los de aquí —me respondió Litanera.
—La ignorancia te hace hablar así, en Reboína no hay un meelita, sino una guarnición de 1500. Son impasibles, mortíferos y eficaces. Es cierto que vencí a una escuadra y una patrulla, con ayuda y mucha sangre. Enfrentarnos a más secciones, incluyendo a escuadrones de caballería y arqueros, es llevar a la muerte.
—Cualquiera de nosotros vale por 10 meelitas, yo mismo valgo por 20 —jaleó Litanera.
—Mañana nos vemos —emplacé al campeón al alba.
—Por cierto, mi padre ha prohibido a Lítor que se incorporé, se quedará en la ciudad.
El Anciando iba a hablar, cuando lo paré sujetándolo de un brazo. Nos retiramos.
—Ahora entiendo porque no te gusta la capital —comenté al Anciano.
Nos retiramos al hospedaje, veía al Anciano triste.
—Bueno, me has presentado como rey, durante un minuto has cumplido tu misión —intentaba animar al Anciano durante la cena.
—Temo por tu vida, pero no porque caiga en manos de los meelitas, sino porque haya algún mercenario con esa tarea.
—Tendré cuidado.
A la mañana siguiente, Leiméreta se ofreció para acompañarme, invitación que quise rechazar, pero su insistencia me doblegó. Estaba los 100 hombres, con el campeón al mando. Pregunté a Litanera:
—Nosotros tardamos 6 días en llegar a la capital desde el sur, y faltaría un día más para llegar a Reboína, ¿cómo vamos a acelerar?
—Iremos por el río, tenemos 33 piraguas preparadas, que yendo a favor de corriente y turnándonos, en la noche nos plantamos en Basarresinea —explicó Litanera—. Descansamos, y pronto, con animales frescos y cambiándolos, podemos alcanzar en dos días Liminú y al tercero estar en las puertas de Reboína.
—Para llegar a las puertas de Reboína, hay que subir una escala, el muro, igual de alto que el de la Profecía.
—Llegaremos frescos, valientes y regresaremos triunfantes.
—Admiro tu optimismo —«o detesto tu ignorancia», terminé pensando para mí.
—¡Al río, no hay tiempo que perder! —dio la orden de salida Litanera.
Las piraguas, estrechas y largas, eran de tres pasos y un pie, como luego me dijeron, y de anchas de dos pies y tres cuartos, estaban fabricadas de abedul que obtenían del norte. En la piragua íbamos Litanera, Leiméreta y yo. El viaje fue ameno, cada hora hacíamos un turno, los turnos de Leiméreta eran más cortos y en lugares que las corrientes eran más tranquilas. El río era un conocido para Litanera, que en todos los tramos complicados comandaba la embarcación. Llegamos a plazo a Basarresinea, ya anochecido.
—Preparen animales, 100, mañana listos —exigió nada más pisar suelo.
El ritmo impuesto era alto, y también más horas bajo el calor. Reventando a los animales, que se dejaban atrás para que murieran, se llegó al siguiente día a Liminú. Cierto que estábamos allí, pero exhaustos y sin ningún camello que nos resultara útil. Litanera estaba dispuesto a conseguir más animales; Basarresinea es un poblado grande, acostumbrado al comercio por lo que disponía de mercancía, pero exigir 100 animales a una tribu del desierto hizo que la requisición fuese un saqueo, de lo que Litanera se desentendió complatemente:
—El comandante es Alceril, al que llamáis Lirecla, es necesario para la recuperación de Reboína.
Aquella gente me conocía de hace una semana, no me tenían por un ladrón, incluso muchos de ellos tenías depositadas sus esperanzas. Vino el jefe Lialjarsag a quejarse:
—Lirecla, lo que has hecho no está bien. No estás haciendo bien las cosas, no aparentas ser el comandante y menos rey.
Estaba dispuesto a explicarme, pero no me dejó hablar Lialjarsag:
—No busque excusas, ya sabes los problemas, tu misión es encontrar soluciones y ser guía.
—No me hace caso —respondí al jefe refiriéndome al campeón—. Yo no quiero ésto, no quiero atacar y recuperar Reboína, es una locura. Locura es hacer esta requisición, abusando de una autoridad que no tiene, para luego llegar a un muro que apenas los caballos pueden subir.
—Si sabes que es una locura, pero no puedes evitar participar en ella, espero, al menos, que tengas la cordura de no exponer tu vida. Guárdate del campeón. Lítor está muy preocupado.
—¿Cómo sabe de su preocupación? —pregunté por curiosidad.
—Es algo, el aire del norte me huele… «mal».
—¡A las monturas! —ordenó Litenara.
—Es hora de marchar —me despedía—. Recuerdos de Letarama.
Llamé a Leiméreta, compartiríamos caballo. Reconocí a su madre la valentía del muchacho, su conocimiento de las leyendas y su diligencia a aprender y obedecer. Se podía sentir orgullosa. Prometí que cuidaría de él.
En poco tiempo estábamos al borde del muro, a los pies de la Escala, la Bajada de los Cobardes. Fue la primera vez que vi impresionado a Litanera. La altura del muro sur dobla, o casi triplica, al muro de Alderraburua, él nunca había visto el sur.
—Tú primero —me ofreció.
—¡La escalera está en bastante buen estado, pero hay que ir con precaución, subimos despacio para no bajar rápido! —dije a todos.
Desmonté del caballo, hizo lo mismo Leiméreta, cogí de la rienda y empecé a subir. Después de varias paradas para tomar aire, llegamos a la cima del acantilado.
—¡24.331 escalones! —dijo exhausto Leiméreta.
Estaban dos escuadrones meelitas esperándonos, firmes. A continuación, llegó Litanera, y otros hombres que le siguieron. Todos fatigados, dándose golpes en las piernas. Durante todo el tiempo las tropas meelitas permanecieron inmutables, firmes, impertérritas, no haciendo ademán de ataque, solo nos observaban como alcanzábamos la cima del muro. Desde que tomé el primer escalón hasta que el último hombre subió, se pasaron 6 horas. La luz del sol, bajo, nos daba en todo el costado derecho, con el reflejo naranja cegador. Comenzó a arengar Litanera:
—¡Arriba esos ánimos! ¡No esperábamos una bienvenida, mis valientes tranianos! ¡La gloria se conquista con el sudor y se disfruta en los brazos de una mujer que te da de beber rico hidromiel! ¡Nadie dirá de nosotros que no hemos sido capaces de conquistar y, lo juro por mi nombre, que desfilaremos entre arcos de triunfo y la historia nos acogerá en su seno!
—¡Hablas mucho! —se escuchó gritar a un meelita.
Dieron los escuadrones dos pasos, y la primera fila tres más, e hincaron la rodilla. Desde atrás salieron dos flechas, que dieron en el cuello y la frente de Litanera, que cayó fulminado, con estertores en las piernas. Los tranianos se quedaron pasmados, no reaccionaban, mientras que las dos primeras filas de meelitas armaron sus arcos que disparaban sin cesar, otras filas, armadas con ondas, lanzaban pequeñas piedras afiladas.. Todos huyeron bajo la lluvia de flechas y proyectiles, dejando el cuerpo de Litanera abandonado.
—¡Protegeos con los escudos! ¡Mantened las filas! —ordenaba.
Nadie hizo caso, se dirigieron precipitados a la Bajada de los Cobardes, con tal desorden que muchos se despeñaron. No sé cuanta sangre traga el desierto, pero ese día quedó satisfecho.
—¡AZrukA! —grité. No quedaba nadie de los tranianos, excepto mi fiel escudero. Los meelitas me hicieron caso.
—Eres tú, traidor —me reconoció el capitán Alastanaré—, ¿por qué debo parar?
—Aquí yace el general de los tranianos, Litanera, que merece ser enterrado —respondí, conociendo la costumbre meelita de no negar el cuerpo al enemigo.
—Aunque fuese estúpido intentar la reconquista, tienes razón. Sus padres deben llorar su cuerpo. La próxima vez no vas a escapar, traidor.
Recogimos el cuerpo inerte de Litanera, con su penacho, túnica, antes blanca, manchada de sangre que cubría su coraza, lo subimos a un caballo, y encaramos la Bajada de los Cobardes.
Leiméreta sujetaba una antorcha, que nos daba una pobre luz, que nos permitía dar el paso, aunque el caballo se notaba muy nervioso. Al terminar de bajar, ya de noche cerrada, el jefe Lialjarsag estaba esperando, con una tienda montada. La tenue luz del fuego apenas mostraba la cantidad de caballos, hombres desmembrados, carne mezclada. Agradecí ver al jefe.
—Ha sido un desastre —fue lo primero que dije—, pero sabía que iba a pasar esto. Ahora debo volver, con la derrota, un hijo muerto, un montón de bajas que no se puede reconocer y la vergüenza. Por donde hemos pasado hemos dejado a poblaciones sin caballos, pillaje, dolor, y, al final, el horror nos ha alcanzado. No sé cómo llevar el cuerpo al condestable, yo no puedo regresar tan rápido como hemos venido.
—Eres un gran hombre. No caminarás solo. Los reyes también duermen, descansa y mañana salimos al alba.
No quise replicar al jefe, pero, en mi ánimo no estaba la majestuosidad, sino el dolor de la derrota. No sé si podré conciliar el sueño. Una noche larga, y, de nuevo, otro viaje al norte, atravesar la arena del desierto.

Texto agregado el 28-09-2025, y leído por 22 visitantes. (0 votos)


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