Impresionan esas murallas de 10 u 11 pasos de alto, bien gruesas, casi tres pasos. La puerta principal, con sus dos torreones, unidos por un puente en la parte superior estaba cerrada. No hay foso que dificulte el acceso a la puerta, llamó el Anciano a la puerta. El centinela abre una mirilla y pregunta.
—Somos Letarama y Leiméreta de Liminú, Ringlowe y Lirecla de Reboína —me llamó al modo traniano, con el sobrenombre —y Lítor.
No preguntó el centinela la procedencia del Anciano, abrió inmediatamente. Ante nuestros ojos, la vía principal, bulliciosa, ruido que aislaban las murallas. Otra característica es el hedor repugnante, que también es contenido por las murallas.
— ¿Van a pasar mucho tiempo en la ciudad? — Preguntó el soldado.
— No, sólo la noche. Mañana nos dirigimos a la capital. Necesitamos animales de recambio y un buen sitio donde descansar.
— La Venta El Camino ofrece todo, comida, descanso y animales.
— Parece perfecto.
La venta es un edificio, situado al lado contrario de la ciudad. Recorrimos toda la calle principal, salimos por otra de las puertas de la muralla, más sencilla que la principal, hay un levadizo y un puente que cruza el río. A la ribera contraria está la venta.
— ¿Siguiendo el río llegaríamos a la capital? — Pregunté.
— No directamente. Este río lleva hacia el este, llegaríamos al Muro Este, en el lugar donde se unen los ríos, el que tú llamas Erreje, que atraviesa el Muro Sur por el Desfiladero de Netuo, y el del norte, que se llama Zitiba. Habría que subir el curso del Zitiba para llegar a la capital. Nosotros vamos por caminos, hacia el noreste, otros tres días. Pero en este camino hay postas en las paradas, más cómodas que las tiendas que hemos montado en los oasis.
— ¿Y este río como se llama? — Pregunté
— Seguiría siendo el Erreje, aunque nosotros lo llamamos Regidea. — Respondió Letarama.
— Curioso un río, que no sabe nada de fronteras ni entiende de tribus, simplemente discurre, tenga distintos nombres según por donde pase. — Reflexionaba en voz alta el Anciano. — Pero lo que llama la atención es que parte de los nombres, aunque de tribus diferentes, suenan igual. Puede ser que las personas no seamos tan diferentes.
Pasamos el puente, el Anciano llamó a la puerta de la venta, que daba a un patio. Se veían dos edificios, uno para los animales y otro que es la posada. Por suerte había dos habitaciones, que dividimos una para las mujeres y la otra para nosotros tres. eespués de cenar me retiré a descansar. Lítor y Leiméreta se quedaron en el salón. Al poco tiempo, llamaron a la puerta. Me sorprendió Letarama.
— No hemos podido hablar solos. Quiero agradecerte que me salvaras.
— No era necesario. Verte tan recuperada ya es recompensa. — Contesté.
— Me han contado lo que sucedió. Dicen que apareció otra persona, igual que tú. ¿Es eso cierto?
— Sí, es así.
— ¿Cómo lo invocas? — Preguntó curiosa.
Siento una frustración al no poder responder a esa pregunta. Si supiera la razón de su aparición o la manera de llamarlo, en alguna otra ocasión lo hubiese hecho. Pero, no sé hacerlo y eso me frustra, pero no solo por su protección, sino por las dudas que genera y que no puedo resolver.
— No lo sé, simplemente aparece. La primera vez fue en Reboína, pasa salvar a un niño de ser atropellado en la calle. La siguiente me salvó de ser apuñalado por la espalda por el Sumo Sacerdote. Y la última vez que ha aparecido fue para luchar contra mi pueblo y salvarte. — Hice una pausa, pensaba la motivación. — Al principio creía que aparecía en caso de peligro, pero esa razón se cayó en el momento del último ataque y la matanza. Yo esperaba que apareciera, pero no lo hizo. Me sentí solo, desorientado.
— No te cargues de culpa, no es justo. Al final luchaste.
— El doble trata de enseñarme algo, yo le pregunté quién era.
— ¿Qué te dijo?
— Que era yo, que era Alceril. Puede que no apareciera para obligarme a tomar una decisión. O ser el espectador y cómplice de una matanza, aunque culpable o un defensor de los débiles y mostrar compasión, aunque quede ya proscrito y amenazado otro pueblo.
Letarama me tomo de la mano, y me preguntó:
— ¿Te arrepientes de tu decisión?
— No, para nada. Creo que esto es lo justo. Yo no quiero ser el rey, no lo merezco, pero lo que no voy a permitir es que sufráis más daño.
Letarama me miraba atentamente, con los ojos bien abiertos, se acercó y me dio un beso en la boca. En esta ocasión no me avergoncé, sino que la miré sonriendo. Sentía un ardor en el pecho y el corazón acelerado.
— Yo tampoco me arrepiento de haberte besado, ni ahora ni después del baile, durante el Festival de la Luna. Me voy a mi habitación, tu compañera no tiene tan buena conversación como tú. Pasa buena noche.
— Se paciente con Ringlowe. Pasa buena noche. — Me despedí, Letarama cerró la puerta al salir.
Estaba sonriente, no era capaz de pensar en otra cosa, en mi interior solo veía su sonrisa y el brillo de sus ojos. Aparecieron Leiméreta y el Anciano. Leiméreta se durmió rápido, en Anciano estaba esperando a que cerrara los ojos, para preguntar:
— ¿Qué ha pasado, que has subido tan rápido?
— Estaba cansado. — Respondí escueto.
— ¿No ha pasado nada más? — Creo que el Anciano ya sabe algo.
— Letarama me preguntó por la aparición del doble. Me agradeció que la salvara, y me preguntó si me había arrepentido de haberla salvado, o de haber luchado contra el regimiento meelita.
— ¿Te arrepientes?
— No. Puede que ahora sea un proscrito, pero lo que hago es justo. No busco ser el rey, o que me nombren líder, sólo quiero que no os hagan daño.
— ¿Por qué rechazas la corona? — Me preguntó el Anciano. Estaba aliviado, ya no tenía que contar el beso, no tenía que explicar este sentimiento que ofusca mi razón.
— El problema es si merezco tal honor. Si puede ser legítimo mi nombramiento como rey o, por el contrario, alguien lo impugne. Cierto es que ahora, en mi pueblo, no me queda nada, ¿pero eso me autoriza para atribuirme vuestra corona? ¿No seré pretencioso?
— Entiendo tus dudas. — Intentaba tranquilizarme el Anciando. — Espero esclarecer un poco tu mente y que tus dudas se disipen. ¿Qué sabes del final de la Gran Reina?
— Fue traicionada por las sirenas, la mataron. El general, que la amaba en secreto, no pudo soportar tal pérdida, que se inmoló en una pira.
— Bueno, no fue exactamente así. — Me dijo el Anciano, acercándose y bajando el volumen de su voz. — Lo sé porque estaba ahí.
— ¡Espera! — Lo paré sorprendido. — ¡Cómo que estabas ahí! ¿Cuántos años tienes?
— No eres el único que tiene secretos. — Me replicó con una sonrisa. — Es cierto que el general Liíbaca de Grétosar amaba a Ilgasaná, también es verdad que la reina correspondió a ese amor, no era en una simple admiración por parte de ella u obediencia disciplinada por parte de él. El Mejor de los Generales y la Gran Reina eran amantes discretos. Yo lo sé porque era el secretario de la Reina. Fui su protector cuando era una niña, confidente cuando era mujer y consejero cuando reinó. Ella me pidió lo más horrible el último día. — Detuvo su referencia. A pesar del tiempo transcurrido la tristeza no se borró de su memoria.
— ¿Qué pasó? — Pregunté.,
— La Gran Reina fue traicionada, pero no por las sirenas. Lo fue por parte de un grupo de capitanes, que no soportaban que fueran mandados por una mujer extranjera. La Gran Reina sabía de esta conspiración. Ilgasaná estaba embarazada, su fortaleza hacía posible que estando en estado dirigiese un ejército victorioso, quiso proteger a la criatura que venía. Para asegurar la vida de la criatura, me pidió que cuando fuera asesinada, estuviera con el grupo, de manera que pudiera extraer a la criatura y ponerla a salvo. En la noche de celebración, en Croucóloc, los capitanes entraron, yo me uní a ellos. Yo apuñalé a la razón de mi existencia, para arrancar un trozo de carne que me llevé corriendo. Esa criatura tenía ganas de vivir, ahogué su llanto y me retiré. Del grupo de los traidores, el líder se quería proclamar rey, menos mal que el consejo, sabiamente, lo nombró condestable. Desde entonces mi misión ha sido cuidar la estirpe de Ilgasaná y esperar que alguno reclamara su trono legítimo.
— ¿Me estás diciendo que soy descendiente de la Gran Reina? ¿Me dices que estabas vigilando y no pudiste salvar a mis padres? — Pregunté enojado.
— Yo no maté a tus padres, ellos buscaron problemas y la muerte los encontró. Ninguno de tus ancestros buscó algo más. Todos fueron seres mediocres. Uno puede nacer pobre y ser pobre toda su vida, pero, si tiene un ánimo alto, su legado se conservará y alguien recordará su nombre. Los mediocres rechazan hasta el ánimo de vivir, no toman ninguna decisión.
— ¿Yo soy especial? ¿Lo soy porque me desdoblo, sin saber cómo ni las razones?
— Antes de desdoblarte ya adoptaste una decisión, que te marcó y te señaló a un destino superior. — Me respondió el Anciano.
— ¿Qué hice? — Pregunté sin saber a qué se refería.
— Sentastes a los meelitas y a los soóticos en la misma zona. Puedes seguir las normas, te gustan las normas, pero no aceptas la injusticia. Todos los sacerdotes se someten ciegamente a las imposiciones aprendidas, por eso coloca a cada persona según su origen en una sala u otra del templo. Tu querías ver a todos, iluminar a todos. Esa decisión fue el inicio.
Me sorprendió que Lítor conociese ese suceso, creo que también estaba ahí.
— Alceril, tu nombre será recordado. Pasa buena noche. — Se despidió el Anciano.
— Pasa buena noche.
Me quedé tendido boca arriba, pensando. Ha sido una noche de muchas revelaciones y muchas sensaciones. El sueño terminó venciendo.
Al día siguiente se continua la ruta. Ahora es seguir el curso del río Zitiba , que tiene una dirección no perpendicular hacia el Este, sino un poco ascendente, Este por Norte. La distancia, aunque sea mayor, es más llevadera por la presencia de agua, que forma a ambos lados del río un largo oasis repleto de pequeños poblados. Antes del desayuno, el Anciano, que me estaba buscando, me dijo:
—No digas nada sobre tu linaje. No están preparados. Tú tampoco estás preparado.
Se dio la media vuelta, siempre dejándome con la palabra, o con la duda en la mente. La noche anterior me reveló que descendía de la Gran Reina, lo cuenta con gran secreto, y yo termino dudando que sea verdad tal relato. Una historia así se convierte en leyenda, cosa que no ha pasado, puesto que Leiméreta desconoce por completo ese detalle. Ya en camino, el Anciano inició la conversación:
—Hasta ahora no quieres ser rey porque no te ves legitimado. Pero ahora, lejos de tu casa, de camino a la capital, ¿quién dices tú qué eres?
—Soy Alceril. — Contesté sin ninguna duda.
—Ayer te presenté como Lirecla de Reboína. —Me repuso el Anciano.
—Pero esa mentira pudo facilitar la apertura de la puerta. —Comentó Letarama.
—Puede ser, pero, en estas tierras, tú eres un viajero llamado Lirecla, no un sacerdote del Templo de Reboina. —Lítor hizo una pausa para continuar hablando. — Muchas veces no sabemos quienes somos, simplemente seguimos el dictado de las normas y nos comportamos de acuerdo con ellas.
—Las normas se deben cumplir. —Comentó Ringlowe. —Y más si son dictadas por la superior voluntad de Eguan. Desobedecer solo trae desgracias y ruina. Una mentira, aunque nos mantenga vivos, no es mejor que la verdad.
—Es cierto, las normas no están para saltarse, sino para cumplirse. — Asintió el Anciano. —Y el deber de cada uno de nosotros es cumplir íntegramente toda ley y norma.
— ¿Qué hacemos en mitad del desierto, ayudando a un pueblo que no es el tuyo, en vez de cumplir con tu obligación? — Reprochó Ringlowe a Alceril.
—Si Alceril cumple con su obligación significa tu muerte. — Empezó a observar Letarama. — Sin embargo, prefirió ser Lirecla, mostró compasión, luchó contra la injusticia y el abuso, y, de añadido, sigues viva. Creo que Lirecla no ha fallado.
—Pero la desobediencia al único, al todopoderoso Eguan, va a suponer la desgracia para nuestro pueblo. Yo no puedo soportar semejante carga en mi conciencia. — Se entristeció Ringlowe.
— Yo soy muy viejo, — intervino el Anciano — he visto que las desgracias nunca faltan. Esa es la realidad, los vientos soplarán, los ríos de desbordarán y el fuego seguirá quemando. Todos los accidentes ocurren por mucho que prevengas.
— ¿Es mejor no hacer nada? — Pregunté. —Lo que propones resulta peligroso.
— Ten un cántaro con agua al lado, no sea que se declare un incendio. — Intentó explicarse el Anciano. — Pero con tu acto lo que evitas es la propagación del fuego. — Terminó declarando el Anciano.
—Mejor eso que no tener nada, o nada hacer. —Concluía Letarama.
—Como vemos, las desgracias y accidentes suceden. Hay causas, pero el que no seamos capaces de ver o entender, no indican que sean un castigo. Nunca, nunca— remarcó el Anciano con severidad—, son motivadas por acción de un dios. Ni tampoco un dios premia a los obedientes.
— ¿Cómo puedes baldonar a Eguan de manera tan impune?
La pregunta de Ringlowe me impulsó a preguntar:
— ¿Acaso Eguan no guio a su pueblo y lo rescató del hambre? Según tu opinión, hay varios dioses, ¿si no son capaces de influir en el mundo, para que existen?
— Dios es una palabra que vosotros asignáis a unos seres anteriores, antiguos. El problema es que uno de esos seres se atribuya tal dignidad. Las razones de sus existencias no incumben a ningún otro ser, ni deben embaucar al resto del universo en conspiraciones. El mundo solo funciona muy bien. — Contestó el Anciano.
— ¡Sólo hay un dios, y es Eguan! —Proclamó Ringlowe.
— El orden correcto de tu exclamación es “Eguan es un dios sólo”. —Contrapuso el Anciano. —Esa es la verdad, y siento en la profundidad de mi corazón sembrar dudas en vuestra fe.
—A mi me formaron para dirigir las plegarias, estudié los libros y la historia. No hay ninguna evidencia de la existencia de más dioses, no aparecen obras ni palabras de otros, sólo Eguan y sus profetas. —Argumenté.
— El gusto de Eguan por el elogio, la vistosidad de sus actos, no ocultan a un fanfarrón. Otros dioses, anónimos, hacen más por el mundo sin exigir compensación ni gloria. Vuestros ojos, sin ser ciegos, no ven.
— ¿Qué debemos ver? —pregunté.
— ¡Todo!
No quise replicar a la respuesta del Anciano, temía enfadarlo. Pero llamar fanfarrón a Eguan es un límite que yo no podía permitir, y mucho menos Ringlowe:
— ¿Y qué es todo? —preguntó.
—Aun no estáis preparados. Estoy seguro de que en tu pueblo se maravillarán por una fe inquebrantable, firme. Pero a mí me entristece: yo veo a una mujer joven, que puede ver el mundo y es ciega, e incomprensiblemente prefiere la oscuridad a la luz. Eguan dicta las normas de tu vida y pensamiento, tal vez esas normas no sean malas, e, incluso después de una reflexión, nos percatamos de que esas normas son justas. Pero tú cumples esas normas porque vienen de lo alto, y temes más al castigo que el supuesto beneficio que reporte la estricta observación. En esencia, tu vida es vacía, no haces nada fuera de la ley. No cuestionas nada lo que haces. Aceptas, sin rechistar, la carga que te imponen. Si, después de una serena recapacitación, adoptas una norma, esa norma es tuya, no de lo alto, aunque coincida en contenido el espíritu de la norma es diferente. Si sigues tus dictados, lo cual es muy difícil, obtendrás la recompensa de la felicidad o, como mínimo, del conocimiento de ti misma. Si sigues las normas de lo alto, solo cargas, lo que al final es tristeza.
—Eguan otorga la felicidad si se cumplen sus normas —indicó Ringlowe.
—Ofrecer la felicidad como premio, después de soportar una vida de vejaciones o una muerte en un sacrificio abusivo, no es para personas libres. La felicidad es un objetivo complicado, pero me parece plausible que alguien quiera alcanzarlo antes de la muerte —continuó hablando el Anciano —. Tú ya lo está diciendo, Ringlowe de Reboína, son «sus normas», no las tuyas. Alcanzar a gobernarte acuerdo a tu conciencia es un camino estrecho, penoso, expuesta a críticas, que finaliza en tu conocimiento pleno. Sabrás en ese momento todo, verás como las ventanas del cielo se abren y cierran, mas no te maravillarás, porque ya estás ahí.
Todos quedamos en silencio, meditando estas palabras, pero ya no dio tiempo a preguntar por las ventanas del cielo. Acabamos de llegar a Dámadel, la parada prevista para el descanso. Es un pequeño poblado, con rebaños de cabras pastando a la orilla. Teníamos tiempo justo para preparar la acampada, procurar alimento y agua para los animales, cenar y descansar.
Al alba, como es ya costumbre, se reanudó la marcha. Leiméreta preguntó:
¬¬¬¬—Señor Lítor, ¿cómo son las ventanas del cielo?
—Ayer apenas hablaste, y hoy preguntas por una insignificancia —respondió el Anciano—. Lo que dije es una metáfora, pero de todo lo que se dijo, me sorprende que solo recuerdes eso.
—Entonces —dubitativo continuó Leiméreta—, ¿las ventanas del cielo no existen, solo es una figura?
—Sí que existen las ventanas y puertas del cielo y del inframundo, son muy reales. —Leiméreta seguía con su cara de asombro, pero el Anciano continuó hablando—. Simplemente me sorprende que de todo lo que se habló ayer, en vez de preguntar cómo llegar a un conocimiento pleno, o sobre los dioses, lo hagas de una minucia. Tu insana curiosidad muestra el mucho camino a recorrer, espero que no te distraigas para no torcerte, para que superes tus miedos y así andar bajo la lluvia de flechas.
—¿La lluvia de flechas, eso es de la profecía?
El Anciano agachó la cabeza, giró a su derecha, donde estaba yo situado, musitó:
—Todo se está cumpliendo. —Creí entender, porque nadie más escuchó lo que dijo.
—El conocimiento me muestra de lo que no soy capaz de hacer y de los miedos. Ante un reto difícil —habló Leiméreta—, ¿para qué sirve saber los límites?
—Algo de razón hay en tu pregunta, mi joven amigo. El autoconocimiento no es sólo saber defectos, delimitarlos, sino también tener presente las virtudes y fortalezas. Las fortalezas superan siempre a las debilidades, la humildad determina el momento de retirarse, pero que no sea el miedo el que tome esa decisión. La creatividad te enseña como una fortaleza supera a una debilidad, y así crecer en tu dominio. Pero la creatividad no es suficiente, es la voluntad la que te impulsa a continuar y no rendirse. La voluntad se debe alimentar con virtudes y no permite que el camino, o las piedras de tropiezo, desgaste la ilusión por continuar caminando. A veces hay que parar, contemplar, pero no te recrees con lo conseguido, eso es vanidad, y el tiempo transcurre sin pausa.
—He recordado una historia que me contó mi abuela —dijo Leiméreta—, sobre el Invocador, una especie de chamán de un antiguo pueblo y la superación.
—Cuenta la historia con todos los detalles —pidió el Anciano.
—Hace mucho tiempo, antes de las Guerras de los Pueblos, hubo un pueblo que se llamaba cualewar. Un día, el sacerdote se acercó a su rey y le comunicó una mala noticia:
»—Majestad, el Invocador es mudo.
»—¿Cómo es eso posible? ¿Realizaste bien el rito?
»—Todo como está indicado. Tres veces, siendo el resultado el mismo. El elegido es Elros Yavëtil.
»Elros era apenas un niño, recibió del rey la Vaina Sagrada, que contenía un conjuro, de mala manera, puesto que únicamente podía ser abierta por el Invocador para que fuese eficaz. El niño fue recluido en el Gran Templo donde le enseñarían todos los secretos, y donde permanecería en monacato, no siendo que su presencia fuese necesaria.
»Pasados unos años, el pueblo kundaliniri, que residía en las montañas del norte, quería atacar a los cualewar. La razón por el ataque es que debajo de la montaña Kundalini vivía la serpiente Kundali, que había despertado con hambre voraz. El pueblo, para salvarse, estaba dispuesto a atacar a los cualewar, raptar a todos para dar como alimento a la serpiente y esperar que se durmiese por otros mil años. La alarma llegó al rey de los cualewar.
»—Vayamos al valle del norte —ordenó el rey de los cualewar—, a interceptar y parar a los kundaliniri.
»—Padre, ¿por qué no solicitamos la ayuda al Invocador? —preguntó Ireth Vardemir, la hija del rey— Tal vez nuestro ejército sea capaz de contener a los kundaliniri, pero no podemos hacer nada contra Kundali, la Voraz.
»—Hija, el Invocador es mudo. ¡Los dioses nos han abandonado!
»—Lo único que podemos hacer es confiar en los regalos de los dioses. Deberíamos informar y solicitar la ayuda al Invocador. Padre, voy yo al Templo.
»—Haz lo que quieras, hija.
»Ireth Vardemir fue al Gran Templo, pidió audiencia para solicitar la ayuda del Invocador. Este recibió rápidamente a la princesa. Ésta, con las rodillas en el suelo, imploraba la ayuda, pero Elros se señalaba la garganta, mientras la princesa preguntaba:
»—¿En qué hemos fallado a los dioses? —llorando.
»El Invocador entregó una nota en papel, que ponía “No se ha fallado a los dioses, confía en mí y quédate conmigo”.
»A los cuatro días ambos ejércitos se encontraron, y el Invocador salió al medio de los frentes. Abrió la Vaina Sagrada, desenrolló, pero el rey de los cualewar ordenó:
»—Dispara una flecha al corazón del Invocador, como los kundaliniri descubran que es mudo, es nuestro final.
»—Señor —objetó el arquero—, es un gran agravio a los dioses tocar al Invocador.
»—¡Dispara! —ordenó taxativo el rey.
»Antes de que el arquero disparase, un gran terremoto sacudió la tierra, tanto que el ejército kundaliniri huyó despavorido. El Invocador se descubrió, viéndose su cara, y resultó que era la princesa. Ireth Vardemir gritó a su padre:
»—Lo ha conseguido, el Invocador ha vuelto a socorrer a su pueblo. Los dioses nos han liberado.
»Elros Yavëtil aprovechó que el pueblo kundaliniri salió, para el entrar en la montaña, en la morada de Kundali. Mató a la serpiente, para ello se dejó devorar y, una vez en su interior, atravesó el corazón con su espada. El Invocador quedó sepultado bajo la montaña Kundalini.
—El pueblo sónico desciende de los Culewar, surgiendo después de las Guerras que has comentado —dijo el Anciano—, cierto es que el Invocador tenía una gran deficiencia, pero con su valor, pericia y entrega superó con creces sus límites. Pero el autoconocimiento no siempre exige heroicidad, pero la precisa. Superarse día a día, no conformarse con lo que la norma nos ha dictado, es propio de héroes.
Se llegó al final de etapa. Estamos en otro poblado, un poco más grande que el anterior, llamado Aolsí. En este poblado hay una venta, que se dirigió el Anciano, para solicitar albergue. «Esta noche se dormirá mejor», fue mi pensamiento.
El alba llega siempre rápido, dispuesto a despertarnos, empeñándose en saludarnos con su aurora. El sol no sufre amaneciendo día tras día, no se cansa; es un regalo cotidiano que el Anciano disfruta, con una leve sonrisa, un gesto calmado y rictus suave.
—Hoy te has levantado pronto. Queda poco para llegar a la capital. La vida en la capital es muy diferente a la de los poblados, no es sólo la cantidad de habitantes, es el trasiego y los intereses. Quiero prevenirte, Alceril, la gente de poder no te va a aceptar a la primera —Me dijo el Anciano.
—¿Qué debo hacer? Yo no me quiero presentar como rey, quiero avisar de un peligro. Sólo quiero ayudar —dije.
—¡Qué inocente eres, Alceril! Ya saben de tu existencia, de lo que has hecho. Saben que vienes acompañado por un viejo conocido. Yo vengo muy pocas veces a la capital, prefiero recorrer el mundo a intentar dominarlo. Recuerda, fue el condestable el que mató a la reina.
—¿De qué vamos a hablar hoy? —pregunté.
—Yo no propongo el tema, sois vosotros —dijo riendo el Anciano.
Ya estábamos todos montados, comenzó el último tramo de viaje. Al momento, Letarama preguntó:
—¿Cómo debe comportarse Lirecla, para que sea un buen rey?
—Debería parecerse a la Gran Reina —respondió Leiméreta—, con su valentía supo enfrentarse a los soóticos.
—Yo no quiero ser vuestro rey, lo he dicho muchas veces —apunté.
—Ya lo sabemos —dijo el Anciano—, pero en el hipotético caso de que aceptases tu destino, no está de más tener pautas de comportamiento. Tus decisiones afectarían a miles.
—No estaría mal recuperar Reboína, así estaríamos más tranquilos en Liminú —dijo Letarama.
—Habláis de conquistar y triunfar. ¿Y si fracasase? ¿Seguiría el pueblo traniano siendo fiel? —terminé preguntando.
—Cuando la suerte es favorable, surgen amigos de todos los sitios —respondió el Anciano—, la verdadera amistas se muestra en los momentos de adversidad. Algo que también se aplica al liderazgo. Si el líder tiene suerte y sus acciones reporta grandes botines, nadie se quejará y todo el mundo te sigue sin oponerse, pero en los momentos de duda, como puede ser una inundación, te echarán la culpa de la tormenta, y se alzará la oposición.
—Vaya, deberé cuidarme de los tranianos —comenté con sorna.
—Somos un pueblo que hemos sufrido mucho, perseguidos, esclavizados, expulsados y abandonados —dijo Letarama, claramente molesta con mi último comentario.
—También el pueblo meelita tiene su historia de subyugación y —respondí a Letarama—, a pesar del edicto de Asín, las oportunidades no son patrimonio de los meelitas.
Noté la mirada de Ringlowe, y la dije:
—Ringlowe, es una verdad que no hay igualdad. Creía que el espíritu del edicto era la libertad, pero en Maestro Tancroato me dijo que se trataba de armonía y convivencia.
—Así es, Mi Seguro Guía —me dijo Ringlowe.
—¿No ves que el pueblo traniano nos ha acogido bien? ¿Sin causa alguna atacaron a Letarama, y luego el poblado? ¿Tú padre ya no te reconoce?
A Ringlowe se le saltó una lágrima, que amenazaba en convertirse en llanto. Con voz quebrada, es la primera vez que Ringlowe muestra sentimiento:
—Si no obedecemos, Eguan surgirá de la tierra, montado en su caballo de fuego, y bramará clamando venganza.
Me conmovieron las lágrimas en el rostro de Ringlowe. Realmente vi su sufrimiento, su conciencia que la castigaba de manera inmisericorde porque se veía condenada y, junto a ella, todo el pueblo sería ejecutado. Su dolor me llegó a lo más profundo. Lo que hice, incomprensible para un sacerdote que rechaza todo contacto, fue abrazarla, y la dije:
—Ringlowe Alastanaré, jamás te abandonaré. No sufras, ni temas por Eguan. Bajo mi protección él no te va a tocar.
—¿Cómo puedes cumplir tu promesa, acaso eres más fuerte que un dios? —preguntó Ringlowe.
—Soy un simple hombre, pero un hombre que ha visto las injusticias en su nombre, y pienso evitar más tropelías.
—Pero —intervino el Anciano—, a veces, hay fuerzas que no comprendemos o que son superiores.
—Ahora soy libre y, como un fogonazo, veo claramente las mentiras que defienden los de mi clase —y continué hablando—. Sé que soy un simple hombre, pero si difundo mi luz, sólo espero que los demás vean la verdad. Debo asumir que ya no soy un hombre, sino una antorcha que guía a los demás en su oscuridad.
»Ringlowe, no tengas miedo. No te voy a pedir que me sigas, sólo que abras los ojos, que ilumine tu alma, te pido lo más alto que puedo pedir a una persona: Confía en mí.
Ringlowe obtuvo consuelo, y el Anciano me preguntó:
—¿Sabes lo que has hecho? —No me dio tiempo a responder, cuando el Anciano dijo— Has asumido tu liderazgo. Si nos fijamos en la antigüedad, hay reyes para todos los gustos, trabajadores, diligentes, que miran por el bien común o procuran por sus intereses, en fin, buenos y malos. Que la memoria de los antiguos nos sirva de ejemplo y aviso, pero no de imitación, resucitar el pasado en el tiempo presente no es la manera correcta de que un rey ejerza su poder. Tampoco lo es la búsqueda de gloria, ni la obediencia a un edicto divino. La voluntad es lo único válido en esta vida; sólo si tienes claro lo que eres, lo que deseas hacer con tu vida, eres capaz de andar ese camino y, lo más importante, que los demás caminemos contigo. Tropezarás, pero los demás te levantaremos.
—Bonitas palabras, Lítor —dije.
—No es la belleza lo que busco, sino que tu ánimo vea de lo que eres capaz. —Hizo una pausa.— Apenas queda tiempo y las sombras ya cubren mi vista y entendimiento y, lo que es peor, acechan a todos; pero ten clara una cosa: siempre te seremos fieles.
»Aquello que ves —dijo señalando al frente, a las murallas que se entrevén a la falda escarpada— no es tu gloria, es, si sabes honrar lo que eres, el lugar que acabe con las injusticias, un lugar que haga felices a los demás, el faro que irradie al mundo. No sé si te he preparado suficientemente, pero confío en tu capacidad, confío en lo que ya eres, Majestad.
—¡Lirecla! ¡Lirecla! ¡Lirecla! —gritaron Letarama y Leiméreta.
Según nos acercamos a la capital, observé que en el muro escarpado había un poema esculpido, con las letras enlazadas y hechas de oro. Eran ocho filas repartidas en ocho columnas, pero las dos últimas filas estaban borradas. Pregunté:
—¿Eso que está grabado en el muro, qué es? ¿Qué pasó con el final?
—Eso es la profecía —respondió Leiméreta—, y los dos últimos versos decían:
«No tengáis miedo, él no os matará,
oíd mi palabra, en Tran rey habrá.»
—Fueron borrados hace tres condestables —puntualizó el Anciano.
—No es la primera vez que oigo que en Tran no hay rey —dije—, sorprende que sea un condestable el que borre la línea. ¿A qué asesino se refiere?
—Puede ser que al dios de los soóticos o a los soóticos, no está muy claro —respondió Letarama.
—Ahora entiendes —dijo el Anciano— cuando dije que la vida de la capital no me gustaba. Aparte del ruido, empiezan a perder la esperanza o están acomodados en otro tipo de vida. Vamos a buscar alojamiento, peticiono una audiencia y a descansar, que mañana el día será duro.
—¿El condestable nos va a recibir de un día para otro? —pregunté.
—Soy miembro del Consejo, el condestable está obligado a recibirnos.
Letarama, antes de irse a dormir, llamó a mi puerta.
—Mañana serás rey —dijo ella—, quiero desearte un buen descanso.
—Estoy nervioso, dudo, no sé si es mi voluntad o sigo los designios de un viejo embaucador.
Ella me abrazó y me besó. En ese momento ya se disiparon las dudas, aumentó el deseo, pero ella me dijo:
—Mañana serás rey y, aparte de contar con mi lealtad, te amo —declaró Letarama.
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