Alarma
Sonaba sin parar la campana, muy temprano por la luz de la aurora que iluminaba tenue mi habitación. Me levanté de inmediato, Ringlowe, que se despertó por el ruido, me siguió. Salimos, en mitad de la plaza estaba una patrulla de 10 soldados tranianos, en lanza y armados con espadas y arcos, bajo las órdenes del capitán meelita Alastanaré.
¿Qué os trae al alba? Preguntó el jefe Lialjarsag.
No es asunto tuyo, y no hay razón para que sufran daño alguno. Tienen bajo su protección a un traidor, anteriormente era un sacerdote según la Orden de Asín, y responde al nombre de Alceril. Entréguenlo y no habrá sufrimiento. Respondió el capitán, con voz seria.
Ya sabe usted que la hospitalidad es sagrada para nuestro pueblo, no puedo admitir que un invitado sufra en nuestro poblado. Replicó Lialjarsag.
¿Se opone a que se haga justicia, y que el traidor no responda por sus crímenes?
Jefe apresuré solo puedo dar las gracias por su hospitalidad, pero el capitán tiene razón. No quiero que mis actos sean causa de calamidad para tu pueblo. Me entrego libremente.
Se escapó una muesca al capitán, creía su trabajo cumplido, cuando un pastor saltó y se interpuso entre la patrulla y yo gritando:
¡Jamás! ¡No pueden tocar a mi señor!
El capitán dio orden a un soldado para armar su arco, para evitar el disparo, dije en voz alta:
¡Alto! ¡Dejen tranquilo al pueblo! Solo es mi muerte la necesaria, dejen a los demás tranquilos. Capitán, le devuelvo a su hija, no ha sufrido daño alguno.
Ya no tengo hija, su destino está ligado al tuyo, esa es la ley. Ella tampoco ha cumplido su misión. Sentenció el capitán.
¡No lo puedo permitir! Saltó de nuevo el pastor, que, cumpliendo su promesa de fidelidad, recibió un flechazo. Antes de morir gritó: ¿Nadie va a proteger al rey?
Yo me quedé paralizado, asombrado y horrorizado vi como todo el pueblo se movilizó, atacando a la patrulla con lo que fuera. Era una autentica carnecería, con los soldados disparando flechas, avanzando con sus largas lanzas o degollando al insensato que se atrevía acercarse. En ocasiones de peligro siempre aparecía mi doble y, ahora que estaba realmente expuesto, no había ni el mínimo atisbo de su existencia. Tampoco sabía cómo convocarlo, estaba realmente angustiado, y todo lo que sucedía era por mi culpa. Justo es el castigo de Eguan, mi vida por mi incompetencia. Pero al lado de mi culpabilidad, apareció una sensación que me impelía a vivir. Merezco el castigo de Eguan, pero no hay proporción en la manera que se está ejecutando. Me agaché y la única arma que atiné a coger fue un cayado, pero estaba dispuesto a atacar, cuando apareció Lítor:
Toma, usa esto mejor. Me entregó una espada de doble filo, de 3 pies y medio, que solo verla imponía su terror, pero ligera al tacto. Yo los distraeré con mi arco.
Pronto se comprobó que el Anciano era un experto arquero. Vencimos a la patrulla con rudimentarias lanzas, cayados, piedras y la inestimable ayuda de Lítor. El capitán comprendió que era hora de retirarse, pero antes voceó rabioso su reto:
Si quieres guerra, guerra tendrás. Nos volveremos a ver, te mataré y serás olvidado para siempre, tu pueblo será pasto de la desolación mientras yo reposo acogido en la gloria de Eguan.
Una vez retirada la nube de polvo de su estampida, la visión de la escena es imponente, imborrable de mi memoria: había 60 hombres, 5 niños y 15 mujeres mutilados varias veces, aparte de los 10 soldados. La sangre derramada no tiene por qué significar algo para mí, pero fue por mi causa. Mi vida está ligada a este pueblo, en el cual puedo confiar.
¿Por qué no apareciste antes? Pregunté al Anciano.
¿Por qué no atacaste antes? ¿Esperabas un rayo salvador o un desdoblamiento? Actuar de acuerdo con una decisión, aunque parezca una locura, es lo que te hace hombre; quedarse parado, impasible, es propio de estatuas. Decidiste en un principio entregarte, cosa que vi lógica y no voy a llamarte cobarde por ello. Luego, por la acción del pueblo, quedaste parado. Pudiste, entonces, haber huido o haberte entregado y la lucha hubiese concluido.
Me pareció increíble que un pastor, que no sé ni su nombre, diera su vida por mí. Tubo la determinación que yo no hallé. Me llamó rey y lo único que hice fue contemplar el pavoroso espectáculo. Dudo que la lucha hubiese concluido con mi entrega. Por una vez he antepuesto mi compasión hacia las gentes sencillas a la obediencia ineludible a Eguan. He antepuesto mis ganas de vivir a recibir justo castigo.
No eres un egoísta por preferir vivir. Tampoco un mal sirviente si el amo a quién obedeces, para infligir el castigo a una persona, mata a todo un pueblo.
Pero ahora, ¿qué soy? Ya estoy señalado, seré perseguido y vosotros sufriréis las consecuencias.
Eso es según tu pueblo. Según nuestro pueblo tú eres el rey. Toda una locura, ¿no? Dijo irónico Lítor.
Los lamentos empezaron a sonar, pocos días habrá en la historia que superen el dolor de éste. Este pueblo de ruidosos plañidos tiene serenidad ante la adversidad. No clamaban venganza ni exigían explicaciones, sólo la queja.
Esta noche encenderemos las hogueras. ¿Nos honrarían con su presencia? Me preguntó el Gran Jefe.
Por supuesto. Respondió el Anciano por los dos.
Estaban todas las mujeres gimiendo, preparando las piras. Estuvieron todo el día, a la noche estaban todas preparadas, con los cuerpos encima. El jefe Lialjarsag prendió todas las piras, y dijo en voz alta, para todos:
Que el fuego purifique, limpios nos veamos y liberados queden los espítirus.
El resto del pueblo respondió con la misma frase. Fue cuando alguien exigió que me dirigiera al pueblo. El jefe me cedió el puesto, el Anciano estaba atento.
Piden la palabra de un rey, yo sólo puedo ofrecer el consuelo de un hombre. Siento todo lo ocurrido, lo siento desde lo más profundo de mi corazón. Lo único que puedo hacer es pedir perdón a cada viuda y huérfano que he provocado. No soy el rey de vuestro pueblo, pero el destino de ambos está ligado con vínculos más fuertes que una obediencia a un dios o la lealtad a una patria. Nuestros lazos son la sangre derramada y mi eterna deuda con vosotros, deuda que saldaré con mi muerte. En esta hora tan triste temo ser el heraldo de malas noticias: esto no acaba aquí, Eguanerria enviará a sus ejércitos, no habrá tregua ni piedad. Para Eguan todos nosotros compartimos el mismo destino, que no es otro que la extinción. Para Eguan yo soy un criminal, apóstata, merecedor de su ira. Para Eguan vosotros sois infieles que no merecen vivir. Vosotros me acogisteis cuando era vuestro enemigo, me curasteis y admitisteis en vuestra comunidad; arriesgando todo por mí. Ahora me llamáis rey, pero no merezco tal honor. Me contaron que la muerte no significa nada, que es un final. Se equivocaron, todos morimos dejando un legado y que otros retoman. ¡Este pueblo no perecerá! No lo digo como rey, sino como amigo agradecido que hace el solemne juramento de que nunca os abandonaré. ¡No os dejaré solos! ¡Que el fuego purifique y limpios nos veamos!
Todos respondieron con un grito enfático y, sin parar, aclamaban: ¡Liré cla!.
Miré al anciano, y le pregunté el significado de la palabra lirecla. El me respondió con otra pregunta:
Dinos, ¿qué vas a hacer?
Desconcertado, no era la respuesta esperada, pero lo único que se puede hacer es avisar a los líderes del pueblo traniano, para que preparen sus defensas, que vayan al sur para defender los poblados cercanos a la frontera y buscar aliados. Así lo declaré al Anciano y al jefe.
Pudo quedar todo en un enfado, y la amenaza solo queden en palabras. Comentó el Anciano.
No lo creo, un soldado no jura en vano, y un capitán cumple su palabra comprometida. Aparte, puntualicé en mi pueblo ya me quedan menos amigos, el mismísimo Sumo Sacerdote intentó asesinarme de antes. Hay que preparar el viaje a la capital, pronto; el asunto es vital.
Pero nosotros no dejaremos que hagas este viaje solo. Te acompañará Lítor y mi hija, como muestra de la confianza que tiene el jefe de la tribu del sur, los Limin, en tu palabra y actos.
Agradecí el ofrecimiento. Me dirigí a mi tienda, intenté dormir, pero no pude. Otra vez estaba dispuesto a un viaje. Ordené a Ringlowe que se preparase.
¿Qué te importa a ti estos tranianos? Me preguntó Ringlowe. ¿Qué ha sido de la misión?
La misión ha cambiado. Ya no tiene sentido ir a Sineg a arrojarte, sería un sacrificio superfluo.
Nunca es tarde para agradecer a Eguan los dones recibidos, ser intermediaría entre mi pueblo y nuestro Señor y aplacar su ira.
Para Eguan y nuestro pueblo ya estamos condenados. Si fuera culpable admitiría el castigo, pero hacer daño gratuito, no debe permitirse. ¿Te han tratado mal los Limini?
Llevas tres semanas, como yo, pero yo sigo siendo meelita, tú, que debes ser mi guía, has dejado de ser seguro. Conoces el nombre de la tribu, simpatizas con ellos, hablas mucho con la muchacha, y casi matas a mi padre.
Yo seguiré cuidando de ti, nuestro destino es el mismo. Tu padre te rechazó. Eguan ya no nos quiere.
¿Por qué no va a querernos? Asín, su primer sacerdote, se arrojó el mismo al volcán cumpliendo la ley.
Ringlowe, tienes razón. Pero Asín no fue rechazado, sino seguido por un pueblo y amado por Eguan. Más que arrojarse, Asín se unió a Eguan.
Es duro oír esto de un sacerdote, que debe permanecer firme en la fe.
Entiendo que tengas dudas, porque todo lo que crees, todo lo que dabas por seguro, por terrible que fuera, se ha venido abajo. El mundo no es tan rígido, como templos de mármol, sino volátil como el viento, que tumba árboles centenarios. Yo sigo creyendo en la existencia de Eguan, pero no es un padre amoroso, sino que nos somete a un continuo chantaje y humilla a cada uno de nosotros sin tener en cuenta sus valías. ¿No es humillación que Asín, su fiel sacerdote, que forjó su pueblo entregara su vida? La falta no fue de Asín, sino de sus padres que no cumplieron la ley. ¿No es humillación que un padre rechace el amor a su hija por obediencia? Si Eguan realmente te necesita para su existencia, que venga él a por ti.
¡Eso es una blasfemia! Mostraba Ringlowe en su rostro el horror por el escándalo.
Pasó el Anciano, que se disculpó, llevaba tiempo esperando y escuchó nuestra conversación, se dirigió a Ringlowe, con dulces palabras dijo:
Ringlowe, querida niña, el destino nadie lo conoce, por muchos planes que hagas, por muchas pistas que indiquen tus creencias, el viento cambia sin saber muy bien la razón. Lo único que puedes hacer es adaptarte: si es una brisa en la mañana, disfruta su frescor en la cara, si es una tormenta, corre a protegerte. Puede que ahora el aire no te lleve al Síneg, pero no desees morir por eso. Nadie aquí, ya sea jefe o pastor, te va a decir que dejes de creer en Eguan. Y yo, menos.
La voz suave, pausada, calmó a Ringlowe. El Anciano mi miró y me emplazó para salir.
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