Inconsciente
No sé el tiempo que permanecí así. Me desmayaría sin darme cuenta y fui rescatado. Al abrir los ojos, vi que estaba en una carpa, oscura y había 4 camastros. Dos ocupados por Ringlowe y yo, los otros dos vacios. Me fijé en Ringlowe, que dormía. Vi varias personas, tres mujeres con las cabezas cubiertas y otros dos hombres, con sus barbas y turbantes.
¿Qué hago aquí? Intenté incorporarme, pero fue imposible por el dolor. Tenía vendado medio costado con un vendaje firme.
¡Qué hago aquí! Gritaba, con aspavientos en los brazos, rechazando a las dos mujeres que se acercaban a mí, no entendía nada de lo que decían.
Llamen al Anciano dijo un hombre y la otra mujer, casi a la vez.
Al poco apareció El Anciano, y todos se retiraron con seña de respeto.
Me quedé observando al Anciano. Era una persona de unos 6 pies, con los ojos oscuros, llenos de arrugas, pero vivos. Los tenía bien abiertos, como expectante o admirando algo. Debajo de su nariz aguileña una boca de labios finos, sonriendo. Viste con una especie de túnica de color marfil, o marrón claro, ceñida a la cintura, y con cinchas de cuero. No iba armado. Se baja la capucha, se acerca a mí, tiende la mano y dice:
Hola, mi nombre es Ecúnter.
Se queda parado, parece que debiere conocerlo.
Aquí todos me llaman Lítor o El Anciano.
¿Qué eres? ¿El líder? Pregunté y continué: ¿Qué me vais a hacer? ¿Estoy secuestrado? ¿Dónde estoy?
Lítor rió a carcajadas.
Tranquilo, sacerdote. Estás en el oasis Liminú, en el campamento del jefe Lialjarsag. No estás secuestrado, estás curándote. El pueblo traniano es hospitalario por tradición, y más en caso de peligro en el desierto. No soy el líder, ni del poblado ni del pueblo, simplemente soy yo, y estoy aquí, abusando de la hospitalidad de Lialjarsag. Me gusta estar con el pueblo, la capital ha dejado de ser humana.
Su voz pausada, ritmo tranquilo y tono armonioso logró que desaparecieran algunas inquietudes, sosegó mi alma, pero pregunté:
¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Nos dejareis marchar después de recuperarnos? ¿Cómo está Ringlowe?
Descanse, sacerdote.
Un sopor recorre mi cuerpo, y sin poder evitarlo, caí en el sueño.
Pasado un tiempo desperté:
¿Cuánto tiempo he estado dormido?
Lleva una semana y media. Ya se le ve mejor. Respondió una mujer.
¿Dónde está Ringlowe?
¿Te refieres a la chica? Asentí con la cabeza. Está recuperada.
¿Puedo verla?
Saldréis a la luz, a verla. Respondió Lítor, que estaba en el fondo sentado, y se incorporó.
Me ayudo el anciano a ponerme en pie, y a dar unos pasos. Abrió la puerta de la carpa, y un día luminoso me inundó.
Vi un poblado hecho de tiendas de campaña, las personan me miraban cuando pasaba a su lado. Me llevó el anciano andando toda la calle, y al final, en una plaza con una fuente, sentada, estaba Ringlowe. Con una túnica blanca, y un pañuelo en la cabeza, estaba sonriente.
¿Cómo estás, Ringlowe? Saludé.
Estoy bien, mi guía.
¿Te han tratado bien? Dentro de poco continuamos la ruta.
La hemos tratado bien, y no ha sufrido ningún daño. Se adelantó Lítor. Yo no soy quién para oponerme a vuestra voluntad, pero quedaros un poco más de tiempo y así termina de recuperarse.
Otro hombre, mayor también, pero no tanto como Lítor, se opuso:
Si él quiere irse, está bien. Hemos cumplido con nuestra costumbre de socorro y hospitalidad en el desierto. ¿No ves que es un sacerdote soótico? Va a traer problemas.
No creo que Alceril cause problemas. Me sorprendió que el anciano supiese mi nombre. Míralo, está cohibido. Gran Jefe, yo le traje, es mi invitado, yo me responsabilizo.
No me gusta, pero no puedo oponerme. Tu palabra es suficiente.
Te enseñaré el poblado. Me dijo el anciano.
Según caminamos observé que los habitantes cuchicheaban a mi paso, pero todos me dedicaban sus sonrisas. Era aceptado, no rechazado como por el Gran Jefe. Me paré viendo a un par de niños, haciendo ruido con la garganta y dando réplicas uno a otro.
Es un juego. Uno realiza un ruido, el otro debe imitarlo, y el primero puede hacer el mismo ruido, o cambiar leve o completamente el ruido, y da el turno al oponente. El primero que se pare pierde. Me explicó Lítor.
El que empieza primero tiene ventaja. Observé yo.
No crea, ¿quiere probar?
Todos me miraban fijamente. Rechazar sería una ofensa, y una cobardía. Me senté, enfrente tenía un niño diez años, con la cara sucia, con alegres ojos me miraba:
Empiece. Me dijo el niño, sonriéndome.
Hice un sonido gutural, grave.
¡Urg!
¡Urg! Replicó el niño.
No pare, dele ritmo a la sucesión. Me apremió el anciano.
Mis propuestas fueron:
¡Urg!
¡Urg!
¡Urg!
¡Urg!
¡Uorg!
¡Uorg!
¡Org!
¡Oirg!
¡Oirk!
Cada una de ellas tenía réplica del niño, no pude contenerme, y empecé a reír a carcajadas.
Ha visto, ha perdido. Sentenció el anciano. Yo respondía con carcajadas.
Estaba relajado, tranquilo. Era una sensación que llevaba tiempo sin sentir.
Una campana suena y el miedo se apodera del poblado.
¿Qué ocurre? Pregunté a Lítor.
Es una señal de peligro.
La gente corría de un lado a otro, con los gritos aumentaban la sensación de caos, pero algo entendí entre lo ululado:
¡Los soóticos nos atacan! ¡Tienen a Letarama!
Vamos a acercarnos, soy un sacerdote, me escucharán.
Fuimos corriendo al perímetro del poblado. Allí estaban una patrulla de los meelitas de Reboína, con una joven, que la sujetaban, rasgaban sus vestidos, manoseaban, abofeteaban e insultaban.
Giré la cabeza, observé el pueblo, y entendí lo que pasaba. Allí todos eran pastores, gente nómada, que sin esperanza aguantaban cada día.
No te reconocerán. No llevas tu bonita túnica naranja de ribetes negros y blancos, sino una túnica marrón, de pastor nómada traniano.
No soy sacerdote por llevar una túnica naranja.
Me ponía en pie, dispuesto a parar el atropello, cuando el anciano me dijo:
Para ellos, con su visión cegada, con su conciencia abstraída por la pasión incontrolada, no te van a ver como un sacerdote.
Al retirarme la capucha noté que el pelo había crecido un poco, mi cabeza ya no estaba rasurada, como es norma en los sacerdotes.
¡Alto! Grité a la patrulla, formada por ocho hombres. ¡Alto, retiraos! ¡Obedeced a un Sacerdote según la Orden de Asín!
Los ocho quedaron parados, mirando fijamente.
AZrukA (¡Alto!, en lengua meelita).
¿Qué hace un sacerdote tan lejos de su casa? Preguntó un soldado.
¿Qué hace un sacerdote con ropas tranianas? Preguntó otro.
¿Qué hace un sacerdote con pelo en la cabeza? Preguntó un tercer soldado.
¿Qué hace un sacerdote hablando en nuestro idioma? Preguntó otro.
El que sujetaba a la chica la arroja con desprecio, se yergue valentón:
¿Acaso eres tú sacerdote?
Se rieron todos con mofa.
Demasiadas preguntas. Mi corazón latía fuerte y rápido, pero me asaltan las dudas. La razón está de mi lado. Ellos llevan espadas, arcos, pero su ataque es con la palabra, y hace más daño. Pero yo también puedo usar la misma arma:
¿Por qué tantas dudas? ¿Acaso dudó nuestro padre Mel a la hora de seguir a Eguan? ¿Acaso dudó nuestro hermano Asín cuando se sacrificó por el bien de la humanidad? Siempre nos asaltan las dudas y el miedo esconde la verdad.
El valentón ladeó a cabeza, señaló a la chica y dijo:
Llévatela, si es tu voluntad.
Sonriente me dirigí a ella, situada en el centro del círculo que formaban los ochos soldados.
Apartaos ante un sacerdote. Dije con semblante serio, solemne, pero en mi interior estaba exultante.
Al ver a la chica me estremecí. Su costado desnudo, lleno de heridas, su cara rasgada. Me quité la túnica para tapar su desnudez. Al agacharme para taparla, escucho una espada desvainándose, y el jefe de la patrulla me golpea la espalda con el ancho de hoja de la espada.
Nadie me deja por estúpido, aunque sea un sacerdote. Además, seguimos siendo los criados de los soóticos. Me arreó otro golpe con la hoja de la falcata de dos pies (1 pie = 27,86 cm).
Retorcido por el dolor, cierro los ojos, mareado siento una voz que me ordena:
¡Levanta!
La voz es autoritaria, no la reconozco, hasta que giro y abro un poco los ojos. Soy yo, esa presencia extraña, pero me alivia el dolor y soy capaz de incorporarme.
Dando un paso atrás, el jefe de la patrulla pregunta:
¿Quién eres tú?
Soy Alceril. Responde con naturalidad, aunque siento dentro de mí la respuesta. Soy consciente de mi otro yo, mi percepción aumenta, tengo más campo de visión. Mis pensamientos se aceleran y son como palabras suaves, que penetran en mi ser y me relajan.
¿Recuerdas las clases del viejo Maestro Quiléntiri? Me pregunta el otro yo.
Sí, ¿por qué lo preguntas?
Creo que es hora de poner en prácticas sus preceptos.
¡Matadlos! ordenó el jefe de la patrulla.
Apoyamos espalda contra espalda, era instinto, era capaz de ver todo, esta sensación de control absoluto ensalza mi ánimo, pero noto que mi otro yo contiene la emoción.
Vinieron dos soldados, con sus espadas en alto, y nuestros movimientos, fluidos, sin brusquedad, sincronizados, obedeciendo a una sola mente, respondieron con una patada en los tobillos en uno de los soldados, y mi otro yo, aprovecha que tengo las piernas flexionada, se apoya en mí, y cogiendo impulso, y ayudado por mí, da un salto que se coloca detrás del otro contrincante, golpeando en la nuca con un golpe seco y mortal.
Vi cómo se abalanzaban otro dos a la espalda de mi otro yo, agarré la espalda del enemigo en el suelo y la arrojé, apartándose mi otro yo porque sabía mi intención y la trayectoria del arma arrojadiza, que impacta en un enemigo. Mi otro yo se incorpora y de un salto da una patada en todo el rostro, a enorme velocidad, y, antes de que caiga, le da otra patada en el costado.
Detrás de mi está el jefe de la patrulla, lo percibo en la mirada de mi otro yo. Doy un salto, para retroceder, giro y pregunto:
Han muerto dos de tus compañeros, otro está malherido. ¿Quieres continuar?
Inflamado por la ira, da un grito. Yo permanezco parado, firme. Cuando a la distancia correcta, doy un salto y lanzo un puntapié, que golpea certero en la barbilla. En el suelo, el jefe dice:
Nos rendimos, ¿quiénes sois?
Soy Alceril, respondió mi otro yo y estoy más allá de vuestros estúpidos sacerdotes.
Aunque, en mis pensamientos estaban esas palabras antes de pronunciarse, no comprendía su sentido. Iba a preguntar, cuando vi que los soldados bravucones se dieron en retirada, fue cuando me percaté que la espalda de mi otro yo se estaba poniendo morada.
¿Te ha alcanzado algún golpe? pregunté.
No, estos son los golpes que nos dieron antes de luchar, los golpes que te infligió la hoja de la espada. Yo soy tú, no soy inmune a lo que te suceda. Me respondió. Noté el dolor, abrasador, pestañeé los ojos y al abrirlos ya no estaba.
Me dirigí a la chica, tendida, que seguía con mi túnica puesta.
Venga, todo ha terminado. intenté animarla.
Treqüe. Me dijo casi inaudible, y sus ojos, hinchados, doloridos, vi agradecimiento.
El dolor en la espalda, que la lucha me hizo olvidar, volvió, y aumentado. En el poblado, un hombre saltó y vino a ayudarnos. Apoyándonos en sus hombros llegamos al poblado. Una vez dentro del recinto, el hombre clavó su rodilla derecha en el suelo y dijo solemne:
Prometo por mi vida y de todos mis hijos que siempre te seremos fieles. Admite a este pobre pastor a tu servicio, mi señor. No comprendí entonces.
¡Letarama!¡Hija mía! ¿Estás bien? Era el Gran Jefe, todo excitado, y dirigiéndose a mi dijo:
Gracias, señor.
Desconcertado por la inesperada promesa de fidelidad, y, más aún, por el agradecimiento del Gran Jefe, pregunté al anciano, tímido:
¿Qué pasa?
Ha sido interesante la pelea.
Ya, pero qué ocurre. Volví a preguntar aún más extrañado.
La lucha ha tenido detalles interesantes, diferentes. Me respondió sonriendo. Ya estaba empezando a acostumbrarme a sus respuestas enigmáticas.
Señor, deje que le lleve a su tienda, para que descanse y pueda recuperarse. Me dijo el hombre que me había prometido sus servicios.
Me apoyé en sus hombros y me llevó a la tienda. Me siguió Ringlowe, que su rostro reflejaba la sorpresa. Por primera vez mostraba un sentimiento.
Dos días después ya había recobrado las fuerzas, y el dolor se había mitigado. Podía andar, pero la curiosidad hacia esta gente que me acogían como uno más de la tribu, la expectación que levantaba por donde anduviese, me retenía y me impedía continuar con la misión.
Salí fuera de la tienda, el calor abrasador del desierto erosionaba mi cuerpo, hoy se notaba el golpe duro del aire. Vi en la fuente, sentada, refrescándose un poco, a Letarama. Estaba acompañada por una criada.
Buenos días. saludé.
Buenos días. Sus ojos, verdosos, profundos, grandes, eran preciosos. Su cara, a pesar de los moratones, era un óvalo perfecto, con tez morena, nariz recta, no tan grande como la de su padre, que destaca por la porreta. La frente amplia, con su sonrisa, de labios carnosos y blancos dientes.
Se puso en pie, con su túnica entallada, blanca se veía una mujer, vigorosa, caderas anchas y pecho firme, proporcionado, no tan desmesurado como el de Ringlowe, que tiene más midiendo un codo menos. De altura, me impresionó, tiene más de seis pies, aunque no llega a los 7 mios. Es la primera vez que me percato de este tipo de detalles.
¿Sorprende mi altura?
Un poco. No sé por qué razón estaba turbado, nervioso.
La vida en el oasis me sonreía, aunque me suponía enemigo de ellos por ser sacerdote, pero todos me aceptaron, o todos mostraban el respeto a Lítor disimulando su odio. Las heridas estaban ya curadas, y la misión debe continuar. Comenté con Ringlowe, y ella asentía. Espero que Eguan recibiese con agrado el sacrificio, su entrega y fe es digna de admiración. La acogida dispensada por el pueblo me hizo dura la despedida:
Letarama, voy a retomar la misión.
¿No esperas a mañana, y así asistes al festival del verano? Me preguntó con una sonrisa.
¿Qué es el festival del verano? supe, al hacer la pregunta, que ya no saldría del poblado.
Se celebra en la primera luna llena después del solsticio de verano. Luna que ilumina todo y abre la puerta del inframundo permitiendo que los antepasados nos visiten.
Para un sacerdote según la orden de Asín, sabía que eso es mentira. La muerte es siempre el final, y recibimos los premios o castigos según nuestros actos. El memorial a los héroes engrandece a Eguan, el resto son cenizas. Pero para no herir la sensibilidad de Letarama respondí:
¿En serio? Me has convencido, saldremos mañana.
Los preparativos de la fiesta llenan de ruido y gozo el ambiente, y rompe la vida tranquila y sencilla. Se vuelcan colocando cuerdas con banderines de colores vivos, con mensajes escritos. Me explicaron que eran saludos y peticiones que hacían a los espíritus, en los banderines naranjas son conjuros de protección, no todo lo que sale de la tierra es bueno. Este peligro no turbaba el ánimo, al contrario, para ellos es motivo de felicidad encontrarse con esa familia que ya no ven tan a menudo.
Llegada la noche, la música de tambores inundaba la plaza donde toda la gente formaron, con borriquetas y tableros, mesas repletas de comida y bebida. Llevaba puesta mi túnica naranja, de gala, para no faltar al respeto a tan gran evento, y afeité mi cabeza. Todos miraban y me respondían con una breve sonrisa. Me senté junto al Anciano, que no ocupaba puesto en la mesa presidencial.
Creía que tenía un puesto prominente en la comunidad.
Por mi edad, labor y condición puedo estar sentado en el centro de la mesa principal, pero dejaría de proteger al pueblo. Tampoco es evitar el lisonjeo, pero siempre hay que ser consciente de la misión que uno lleva a cabo.
¿Qué misión? Pregunté.
De momento que disfrutes.
Se acercó Letarama, dándome un golpecito en el hombro, por detrás. Me sorprendí.
¡Qué bien, llega la hora del baile! Comentó Lítor, haciendo un gesto para animarme a bailar.
A un sacerdote no se le enseña a bailar, recordé las obritas de teatro, que algunas tenían un número de danza, en el orfanato. Era niño.
El baile consiste en un coro, dando giros, con unos timbales en el centro percutiendo obstinados, inexorables se interiorizan, no es controlas tu pensamiento sino fluye al ritmo inflexible que marcan los timbaleros. No sé la razón, si fue la fatiga, el sonido embriagador, pero de manera impensada me vi abrazado a Letarama, besándola. Repentinamente fui consciente de lo que hice y hui.
A un sacerdote no se le enseña a besar, no recuerdo haberlo hecho. Ahora soy un hombre.
Sigo sin saber cómo pudo suceder, y allí estaba, en un montículo sentado, enfrente de mí el desierto inhóspito, encima de mí una noche estrellada, despejada, que mostraba una tenue banda blanquecina que atravesaba el cielo. La contemplación del cielo me tranquilizó. Noté movimiento a mi espalda, me giré y vi que era Letarama:
Perdona, no quise ofenderte.
Tranquila, nunca me ofendes. No sé por qué ocurrió, nunca debió suceder, un sacerdote tiene un voto de castidad, pero no hubo provocación por tu parte ni intencionalidad por la mía. Simplemente, ocurrió. Yo también debo pedirte perdón, no creo que la reacción que tuve fuese la esperada por ti. Pero ya estoy tranquilo. Este sitio me encanta, me relaja.
¿Ves el camino blanco? Me preguntó señalando al reguero en el cielo. Asentí. Su origen es una triste historia. Cuando la Gran Reina, nuestra Última Reina, fue traicionada, a pesar de la gran victoria en Croucóloc.
¿Croucóloc? Interrumpí a Letarama, sorprendido. Croucóloc es el valle entre los ríos Erreje y Urasca, donde está la capital.
Sí, los hijos de Tran ganaron aquella batalla, pero la Gran Reina fue traicionada y, gracias a esa vil acción, malditas sean las sirenas, los soóticos ocuparon nuestro territorio. Explicó Letarama.
Perdona, te dejo continuar.
La Gran Reina fue asesinada, burdamente y con alevosía. El más cercano de los generales, en el que tenía máxima confianza porque era el más bravo y resolutivo, amaba en secreto a la Reina. No pudo soportar la pena, que al día siguiente ordenó construir una pira, a la que el mismo subió y prendió. El humo subió a los cielos donde, como muestra de gratitud o lástima, los dioses lo transformaron en un camino, que señala el lugar de enterramiento de su amada. Desde entonces, el general admira la tierra donde está su amada para reencontrarse al final con ella.
Sí que es triste. Habla de hace mucho tiempo. Los tranianos llevamos ya setecientos años en, ahora lo llamamos así, nuestro país. Paré de hablar. No quise continuar comentando la historia, comprendí que la pérdida de Eguanerria es, aun, un motivo de dolor para los hijos del desierto.
Letarama agacha la cabeza con desabrimiento.
Mañana parto, de nuevo, a la misión. Sólo me queda agradecer, sinceramente, toda la hospitalidad y todas las atenciones prestadas por tu pueblo. Me retuve la lengua para no expresar los momentos únicos de alegría que ella me proporcionó. Pero creo que una despedida sencilla es mejor. Me retiro a descansar.
|