Manolete fue novillero de joven, y años después estuvo en un taller literario donde saturó a sus oyentes de miuras, banderillas, fiestas bravas y lances de toreros. Sin embargo su proeza más celebrada fue ganar un concurso con sus cuentos; por eso nos invitó a festejar en su casa, una vieja mansión con recámaras que alojaban a las hordas de fantasmas que espantaban »nomás cuando les daba su chingada gana», según nos confió la abuela de Manolete, una señora pequeñita que no se arredraba a la hora de la tomadera.
Manolete evocaba a un patriarca de gitanos. Su rostro siempre enhiesto parecía encarar al destino a cada instante. El tabique nasal dignificaba su perfil describiendo con certeza matemática la hipérbole de un proyectil, y sus pómulos tensaban la piel por la rigidez de los tendones del cuello.
El semblante avejentado de Manolete se arrugaba de forma oprobiosa las pocas veces que sonreía; por eso prefirió asumir un aire trágico acorde con sus tiempos de fogueo en las arenas taurinas.
La noche del convivio libré como pude un tráfico apocalíptico y me cercioré de tener a la mano mi dotación de condones lubricados con extractos de tamarindo, para lo que se ofreciera.
Sin embargo arrostraría un espectáculo inesperado: una »corrida de toros» llevada a cabo por Manolete y el Demóstenes, un bufón ávido de reconocimiento y hábil forjador de textos cual centones de frases manidas.
La faena tuvo lugar en el extenso jardín de Manolete, al lado de una fuente con un Príapo que apretaba con celo marcial un falo desmedido que asperjaba agua por diez conductos. La escena era alumbrada por algunos faroles del año de la canica atados a unos árboles provectos saturados de pájaros de ojillos pelones por el insomnio y gusanos medidores acalambrados de frío.
Pero antes de la corrida varios incautos ingerimos unas galletas crujientes perpetradas por la abuela de Manolete. Entre la harina, ajonjolí, pasas y amaranto, se había filtrado alguna sustancia psicotrópica, pues muchos nos hallamos luchando por mantener la cordura ante ataques de risa o visiones repentinas de seres hiper-dimensionales.
Recuerdo la faena de Manolete bajo los efectos de las galletas mágicas de su abuela. El »mataor» desapareció unos minutos y retornó con su traje de luces y un capote orondo, suscitando silbidos y vivas entusiastas. Se plantó en el centro del ruedo y levantó el rostro senatorial hacia el firmamento atascado de moscos entecos y luciérnagas desquiciadas.
El Demóstenes surgió bajo una silbatina y albures floridos, encorvado y con una cornamenta ornada de listones rojos. Con prestancia, Manolete esperó el primer embate que libró dando un par de verónicas con aire, pero sin ganarle terreno al Demóstenes, pálida advocación del Minotauro. Poco después y con la muleta a media altura, Manolete permitió que el Demóstenes »aprendiera lo que no debía» y le hiciera pasar un mal rato.
Se multiplicaron los oles primero chuscos y después fervientes de escritores bisoños cuyo contacto con los bovinos se restringía a la ingesta de leche Lala deslactosada, y entonces Manolete se aprestó a dar la estocada final a un Demóstenes »jadeante, cansino y dimisionario». El Demóstenes arremetió con la furia de una auténtica criatura de lidia y Manolete lo esperó abriendo el cuerpo y lanzándose al embate final, rubricado con un zape rotundo que mandó al Demóstenes con todo y sus lonjas al pasto, de donde se incorporó iracundo, blandiendo la cornamenta contra Manolete, por lo que muchos debieron apaciguarlo.
El asunto terminó con varios como asteriscos por los vómitos o en escarceos candentes a la sombra de los tepozanes. En tanto, Manolete se había sentado y tomaba Tecates con donaire, soltándole muletazos a su abuela, cuya panza atiborrada de sus propias galletas le impedía afianzar bien la cornamenta repleta de »globos» con extractos de tamarindo.
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