Las Alas de Nora
(Capítulo final)
El taller de repostería comenzó como algo pequeño, casi improvisado. Un par de mesas plegables en la parte trasera de la panadería, cuencos de colores desparejados y delantales que Úrsula cosió con retazos de tela. Nora pensó que sería solo una actividad ocasional para entretener a los niños del pueblo. Pero con el paso de las semanas, se convirtió en mucho más.
Cada sábado por la mañana, la panadería se llenaba de risas, harina y voces infantiles que competían con el sonido del mar al fondo. Los pequeños llegaban corriendo, con las mejillas encendidas por la emoción. Nora los recibía con una paciencia y una energía sorprendente.
—¡Bienvenidos, pequeños chefs! —exclamaba siempre, levantando las manos llenas de harina.
Los niños respondían con gritos de alegría, como si estuvieran entrando a un mundo secreto.
Mientras amasaban panecillos y galletas, Nora les contaba pequeñas historias: de sirenas que cantaban por pastelillos, de dragones que custodiaban recetas mágicas y de estrellas que se escondían en el azúcar glas. Con cada palabra, los ojos de los niños se iluminaban; ellos le daban la espontaneidad y el asombro que había perdido y ella les ofrecía la oportunidad de crear y sentirse útiles.
Una tarde, mientras ayudaba a un pequeño llamado Emiliano a cortar galletas en forma de peces, Úrsula la observó desde la puerta.
—Tienes un don, Nora —dijo con voz suave—. No solo haces que cocinen. Haces que se sientan importantes.
Nora se sintió conmovida.
—No sabía cuánto necesitaba esto —confesó, limpiándose las manos con el delantal—. Pasé tantos años pensando que debía esperar la aprobación de otros para hacer algo. Y Ahora, aquí, puedo simplemente ser.
Úrsula le sonrió con calidez.
—Y mírate. Estás brillando.
Las noches en su pequeño cuarto se llenaron de planes. Sobre una mesa improvisada, Nora escribía ideas para nuevas recetas, hacía listas de ingredientes y diseñaba actividades para los talleres. Sin darse cuenta, su creatividad estaba floreciendo como las bugambilias que trepaban por los muros del pueblo.
A veces, al terminar, salía a caminar por la playa. El sonido del mar se mezclaba con una emoción tranquila que crecía dentro de ella.
—Esto… esto soy yo —susurraba, dejando que la brisa le revolviera el cabello.
Pero no todos eran días fáciles. En ocasiones, los recuerdos la asaltaban, sobre todo cuando una canción, un olor o una frase le traían recuerdos de Mario. Una tarde lluviosa, mientras preparaba una tanda de pan dulce, la memoria la golpeó con fuerza.
“—Mario, estaba pensando que quizá podríamos organizar algo para el barrio —le decía Nora, con ilusión—. Una especie de feria de comida, invitar a los vecinos…
Mario levantó la vista de su computadora, con gesto cansado.
—Nora, ¿para qué complicarnos? Ya tenemos suficiente con el trabajo y la casa.
—Pero sería divertido y podríamos conocer mejor a la gente.
Él suspiró, como si sus palabras fueran un peso sobre él.
—Siempre tienes ideas, Nora. Pero luego soy yo quien termina resolviendo todo.
Ella sintió cómo algo se apagaba dentro de su pecho.
—No tienes que resolverlo, solo apoyarme.
Mario calló y ese silencio fue más devastador que cualquier discusión.”
De regreso en la panadería, Nora respiró hondo y continuó amasando. Ahora comprendía: no era que Mario fuera una mala persona, simplemente nunca la había visto como alguien que pudiera brillar por sí misma. Y ella, durante años, había aceptado esa visión.
Pero ya no.
El taller creció. Pronto, fueron los adultos los que comenzaron a asistir, curiosos por aprender. Nora empezó a enseñar recetas tradicionales más complicadas, Úrsula se las compartía y otras las inventaba con ingredientes traídos por agricultores locales.
Un día, un turista que había pasado por el pueblo se quedó fascinado con sus galletas de sal marina y limón.
—Deberías venderlas en otros lugares —le dijo, sonriendo
—. Esto tiene algo especial.
Nora rió con incredulidad, pero esa noche, la idea quedó dando vueltas en su cabeza.
Poco a poco, sin darse cuenta, el taller se transformó en un pequeño emprendimiento. Úrsula la ayudó a registrarlo y a ponerle un nombre.
—¿Qué tal Las Alas Dulces? —sugirió Úrsula—. Por tu historia, por todo lo que has hecho para volar.
Nora se quedó en silencio, orgullosa hasta las lágrimas.
—Es perfecto —susurró.
Una tarde, mientras los niños decoraban galletas en forma de mariposas, Emiliano la miró muy serio.
—Señora Nora, ¿usted siempre ha sido feliz?
La pregunta la sorprendió.
—No, cielo —respondió con sinceridad—. Pero justo ahora sí.
El niño sonrió satisfecho y volvió a su tarea. Nora se quedó mirando sus manitas llenas de azúcar de colores y comprendió algo profundo: la felicidad no era un lugar al que se llegaba, sino algo que se construía día a día, con gestos pequeños pero firmes.
En las noches tranquilas, cuando el pueblo dormía y solo el mar hablaba, Nora se sentaba frente a la ventana.
Pensaba en Mario, en la mujer que fue y en la que estaba llegando a ser.
No tenía resentimientos, solo una gratitud por el aprendizaje.
Una vez, mientras miraba la luna reflejada en el agua, habló en voz baja, como si él pudiera escucharla desde la distancia:
—Gracias, Mario. Por todo lo bueno y por lo que dolió. Sin eso, nunca habría encontrado mis alas.
El viento le trajo el aroma salado del mar y con él, la certeza de que estaba exactamente donde debía estar.
Nora sonrió, mientras a lo lejos, en la panadería, las galletas recién horneadas se enfriaban, dulces y doradas, como promesas de un futuro que ella misma estaba amasando con sus propias manos.
Fin. |