Satisfacción
Es lo que se siente. Después de la dura preparación, de los años de aprendizaje y entrenamiento,
miraba la puerta que estaba enfrente de mí y pensé que todo merece la pena. No podía dejar de esbozar una sonrisa ante el desconcertante futuro. Me decido a llamar a la puerta.
—¿Quién es? —responde una voz anciana al otro lado.
—Alceril, Maestro —me presenté.
—Ah, el nuevo aprendiz, adelante.
Ya estoy dentro del Templo de Reboína, pueblo situado en la frontera norte, al borde del desierto. Me percaté de la novedad del Templo construido en sencillo adobe, y el contraste con el Maestro.
—Bueno, estaba esperando un aprendiz desde hace tiempo. El Templo es nuevo, grande, y da mucho trabajo para una persona de 82 años.
¡82 años! “Insólito”, pensé, y, a pesar de su edad, se mueve rápido, nervioso.
—Perdona —prosigue el Maestro —mi nombre es Tancroato, no me he presentado.
—¡Tancroato! —dije sorprendido. Hasta ahora mi destino era un secreto. Recordé todas las historias que se comentaban en la preparación del seminario, yo creía que eran leyendas, por eso mi sorpresa era mayor. —Es un honor, un privilegio, para mi tenerle como Maestro.
—Ya mi vida no es tan heroica. Venga sígueme, tengo que enseñarte el Templo.
Todo templo suele tener varias entradas, una puerta central, que se abre en los días de culto principal, y las laterales, que son para el resto de los días. Luego están las laterales auxiliares, o traseras, que son para las viviendas y resto de dependencias. Básicamente todos los templos son iguales, desde el Gran Templo, lugar que yo aún no he visto, dónde vive el Sumo Sacerdote, hasta el humilde Templo de Reboína, que tenía la puerta auxiliar a la derecha, con dos viviendas de dos habitaciones, compartiendo la cocina y servicios; unidas por un pasillo que girando a la izquierda da a la Sala de Cambios, que se utiliza para vestirse con las túnicas rituales, y hablar con los feligreses. La salida de la sala de cambios da a la Sala Noble, donde están el altar y el púlpito al fondo de la izquierda, en un plano superior al del altar. Separadas por columnas, está la Sala de Mezcla, más pequeña que la Noble, ya que la mitad de la sala está ocupada por las viviendas y la Sala de Cambio.
— Todo es muy nuevo. — acerté a decir, no quería herir la sensibilidad de mi Maestro.
— ¿No conoces la historia de Reboína?
— Algo escuché. — El Maestro me dirigía una mirada severa— ¿qué fue lo que pasó?
Tancroato dio una sonora carcajada y preguntó:
— ¿Quién fue tu guía en los años de aprendizaje?
— Luichamar
— ¿Luichamar de Cenril, o el de Lacarote?
— Lacarote, Maestro.
— Muy bueno, fue mi aspirante antes de entrar al centro de aprendizaje. Era un niño viviendo en una ciudad sitiada. Él era incapaz de matar una mosca, pero se defendió bien.
— Sigue siendo muy pacífico. — A pesar de la dureza de los entrenamientos, nunca vi una actitud violenta de mi maestro.
— No me extraña que no te haya contado la historia de este pueblo, pero lo que me sorprende más es que tu destino inicial fuese éste.
No me pilló desprevenido el dictamen de Tancroato, yo siempre había creído que mi destino iba a ser una tranquila ciudad del centro.
— Pero me vienes muy bien aquí. — Intentó disculparse el Maestro, como si el anterior comentario me hubiera hecho daño.
— Gracias Maestro, ¿y cuál es la historia de Reboína? — me atreví a preguntar.
— Hace cincuenta años, Reboína era territorio de los tranianos, que fue conquistado con mucho dolor y sangre. Seguro que no te has dado cuenta, pero en las calles aún hay mucho traniano, que te mira mal. No eres bienvenido aquí, muchacho.
Me quedé pensando un tiempo, intentando recordar las caras de las personas, del pueblo, y no me había percatado de las caras, ni de las miradas. Debería empezar a ser más observador, y más en un sitio como éste, donde no soy bien recibido.
— ¿Quién viene al Templo? Pregunto ésto, Maestro, porque los tranianos son infieles.
—Hay una colonia de meelitas.
—Una tribu fiel, y valiente. Yo estuve en un hospicio de ellos.
—¿No conociste a tus padres?
—No.
—Lo siento, triste la vida en soledad
—Lo cierto es que nunca me he sentido solo, he tenido buenas compañías.
—Vámonos a descansar, que mañana hay culto, y me vas a tener que demostrar de lo que eres capaz. —Ordenó Tancroato, zanjando un tema que parece que es incómodo.
La vida de un aprendiz es muy dura, después de preparar una frugal cena de judías verdes, me fui al catre, que apenas era un trozo de madera elevada del suelo. A pesar de todo, aún sentía la satisfacción.
Al día siguiente, después de mis ejercicios espirituales y de mi aseo me dirigí a la Sala de Cambios. Estaba realmente nervioso, es mi primera vez que hablo en público en serio.
—Para todos nos llega la primera vez. ¿Tienes algún tema preparado? Mi consejo es que te dejes guiar por las lecturas del día, así los fieles no se sentirán perdidos. Otro consejo es que tú eres el sacerdote: respira, piensa y habla despacio; todo lo que digas será escuchado como una verdad irrefutable, aunque te hayas equivocado.
—¿Y si alguien se da cuenta de que fallo? —pregunté asombrado ante el último consejo.
—Piensa más rápido y no te dejes pisar, como te he dicho, tú eres el sacerdote —dijo entre risas.
Cuando se calmó la risa me pregunto:
—¿Saben cuáles son las lecturas?
— Sí, creo —no sé por qué dudé.
A los pocos minutos estaba en el púlpito leyendo en voz alta, intentando contener mis nervios, que sentía por la flojera de mis rodillas y una extrema sequedad en la boca:
«Estaba Asín de oración cuando empezó a nevar dentro del templo. Sonó un trueno y apareció una luz muy brillante que cegó a Asín:
—Asín, soy el dios de tus padres Proto y Mel, me presentaré ante ti más veces. Ha llegado tu hora, y los hombres me darán las gracias por poner mi poder en tus manos y conducir a las personas a una nueva tierra, porque yo, Eguan, perdono a todos y prometo un nuevo orden por mediación de Asín. La misión es peligrosa, por ahora has cumplido un tercio de ella, te has formado. El general del ejército templario llega hoy por la noche, mañana dirígete a él y le convencerás para comenzar una expedición: llevar a todo el pueblo soótico a una nueva tierra al sur, la tierra de los sónicos.
—¿Qué sucederá con los de mi pueblo?
—Además, se verá una nueva luz, un nuevo orden, donde todas las razas y etnias gozarán de equilibrio y armonía con las demás, es decir, pongo fin a partir de ahora al genocidio del pueblo meelita y la depravación del soótico.»
—Palabras de Nuestro Amo Eguan y Actos de su Sumo Sacerdote y Profeta Asín —proclamé ceremonioso la doxología.
Miré al frente, a la Sala Noble, está vacía. A la izquierda, al fondo, detrás de unas columnas de separación, estaba la colonia meelita, en la oscuridad de la Sala de Mezcla, toda agolpada. Sentí compasión de esos fieles, estaba seguro de que estarían más cómodos si se repartían en todas las salas.
—Fut'em at alanarasí. Troak eler'gr'am.
Tancroato, sentado en la silla principal, en el altar giró la cabeza hacia atrás, y con gesto severo me dijo:
—¿Qué haces? Aquí sólo se habla el idioma soótico, te pueden acusar de herejía. ¿Qué has dicho?
Intentando mantener la calma, en un todo más bajo que mi Maestro, respondí:
—Que se pasaran a la derecha, que me gustaría verles la cara.
—¿A la Sala Noble? ¡Te has vuelto loco!
—Como me ha dicho su Excelencia antes, me tenía que atener a las lecturas.
Enfurecido, mirando para adelante, refunfuñando creo que entendí:
—¡Sólo son meelitas!
—Fut'em at alanarasí, li'em't'am. Treqüe.
La colonia meelita estaba estupefacta de oír su lengua en un recinto sagrado, no reaccionaban a mi petición, que tuve que repetir, ya en lengua común. Asombrados, ya un valiente pisó por primera vez la zona Noble. Los demás lo siguieron.
Quedó al fondo una persona, cubierta con un capuchón, pero ya no intenté convencer, “si quieres permanecer allí, allí te quedarás”, pensé.
Estaba nervioso, tenso, una sensación de haber cometido el mayor error de mi vida recorría toda mi mente y mi cuerpo, sin embargo, era feliz y seguía con la satisfacción. No creo que el discurso fuera a ser más difícil; que para nada lo fue.
Ya después de despedir a los fieles, y retirados en la Sala de Cambios:
—¡Tú estás loco! —me reprendía el Maestro. —¡No se puede cambiar así las normas!
—¿No son iguales, a ojos de Eguan, los dos pueblos fieles?
—Cierto es que la persecución a los meelitas fue un suceso reprobable en nuestra historia, pero jamás debes admitir una debilidad. Ellos son los primeros que no piden más, y siguen situándose en la parte que desde siempre les ha correspondido, que es la de Mezcla.
—Pero la lectura trataba sobre...
—¿Igualdad? —con desprecio me cortó el Maestro. —Es sobre la armonía, dónde cada pueblo guarda su posición, y es capaz de vivir en paz junto a las demás.
Me quedé pensando un momento.
—Todos hemos sido jóvenes, y hemos cometido fallos. —Trató de tranquilizar, ya con voz más serena.
Continuaba pensando, me resultaba extraño que un fallo de interpretación pudiera causar tanto daño. No soy ningún profeta, ni enviado, cómo para atreverme a cambiar el sentido de las Palabras.
—¿Qué haremos la próxima semana, tendré que decir a todos los meelitas que se vayan a su zona?
—No te preocupes por eso ahora, estaré contigo. Me ocuparé yo del asunto —Concluyó Tancroato.
—Lo siento Maestro, esta torpeza no se repetirá más. —Supliqué desde el hondo de mi corazón
— No te preocupes más —cambiando la voz a más áspera me disciplinó —, eso espero, que no vuelva a ocurrir.
Las últimas palabras se quedaron grabadas en mi cabeza, sonaron claras, pausadas y llenas de autoridad, que yo no me atrevería a refutar.
El resto de la semana me realicé todas las tareas de mantenimiento, es decir, limpieza del templo y de las viviendas; de la preparación de las comidas, de lavar la ropa ritual, de ordenar la Sala de Cambios, y colocar los libros con las lecturas indicadas. No todo era trabajo tan duro, aunque era pesado ir al mercado a las compras, al menos podía respirar aire limpio.
Cuando iba al mercado, me percataba de las miradas que me escudriñaban desconfiadas, pero aparte de las miradas, no temí ningún día por mi vida. El pueblo de Reboína es tranquilo, sus gentes son trabajadores, se levantan pronto, para ordenar sus casas e ir a trabajar, ya sea cuidando ganado, o cultivos de secano. Reboína está en alto, y a pesar de tener el desierto pegado, tiene abundantes manantiales, y hay fuentes en cada esquina; con agua de gran calidad.
Fue un alivio que se pasara la semana con rapidez, llegado un nuevo día de culto, el Maestro me comentó:
—Hoy sólo proclamarás la lectura, me dejas la exposición a mí.
—Me parece perfecto, Maestro.
—No tenemos velas, se acabaron, iremos al mercado juntos. Esa es una ventaja de vivir en un sitio infiel.
—¿Cuál Maestro? —pregunté.
—No cierran los días preceptivos.
Reímos los dos. El Maestro tiene, de vez en cuando, un magnífico sentido del humor.
—Nos vestiremos con las túnicas de gala, para salir al mercado —sugirió Tancroato.
—¿Por qué, Maestro?
—No nos tienen que ver como enemigos, ni como dominadores, sino como seres excelentes que les hemos liberado de la barbarie.
— ¿Quieres impresionar al pueblo? —pregunté extrañado.
—Todo entra por los ojos, y si sus ojos se vuelven a nosotros dejarán de mirar al norte, al desierto.
Me vestí con las túnicas de gala, que es un naranja, color que corresponde a un aprendiz. El maestro salía con su majestuosa túnica blanca ribeteada en rojo, brillante al sol de la mañana. Nos dirigimos al mercado por la calle principal.
La Vía Principal es una calle ancha, con amplias aceras para andar, y tiene mucho trasiego de caballos, bestias, carros de carga, y carros ligeros, que con dos caballos van a toda velocidad por la vía. Nosotros paseamos tranquilos por la acera, sin prestar atención a las miradas furtivas, y dirigiéndonos con decisión a la tienda de velas, cuando, de improviso, una mujer grita a unos 100 pasos(100 pasos = 139,3 m. 1 paso = 5 pies = 1,393 m) , al otro lado de la calle, formando un gran barullo:
—¡Socorro! ¡He perdido a mi nieto! ¡Mi niño!¡Socorro! —suplicaba una anciana, que por las vestimentas supuse que era una infiel.
Todos en la calle miraban de un lado a otro, gritando, el mal presagio flotaba en el aire, que era más denso de lo habitual. Me quedé parado, a lo cual el Maestro me ordenó que siguiera adelante, pero vi a un niño en mitad de la calzada, riendo, distraído y sin percatarse de que un carro ligero se acercaba a él a gran velocidad. Asustado dije:
— ¡El niño! —Con el brazo levantado, señalando al niño.
Nadie me escuchó, todos estaban demasiado ocupados, gritando y haciendo una búsqueda infructuosa, mirando a todos lados sin fijarse en el lugar exacto, que es la mitad de la calzada.
De pronto me invadió una sensación extraña, como si perdiera el equilibrio o las piernas no pudieran sentir el peso de mi cuerpo, pero a la vez me notaba que era liviano, que flotaba. Cerré los ojos, en un intento vano de que se me pasara el mareo, y al abrirlos, me vi a mí mismo en la mitad de la calzada, recogiendo a toda velocidad al niño, apartándolo de una muerte segura.
—Señora, tome a su nieto —dije a la anciana, que tendría muchos años.
Me di la vuelta, y me vi al otro lado, señalándome y el Maestro dándome voces para que despertara, o dejara de formar otro escándalo.
La mujer me miró con sorpresa, no sé si por ver a su nieto a salvo o por ser yo un sacerdote. Su sorpresa e incredulidad se tornó en alegría, proclamando:
— ¡Lirecla! ¡Lirecla!
Todos me miraban, respiré hondo, desvaneciendo de ahí, despertando de mi sueño. Ya estaba sólo y junto a mi Maestro, que me dijo:
—Eres toda una sorpresa, vayamos al templo —ordenó sin perder la compostura, ni mostrarse enfadado.
Nos dimos media vuelta, dirigiéndonos al Templo a toda prisa, nos seguían todos con alegría y esperanza inusitada, cuchicheando entre ellos, que gritaban a todas direcciones:
—¡El rey ha vuelto!
Huyendo hacia el Templo, no me atreví a preguntar a Tancroato a qué rey se referían los infieles.
Entramos al Templo, y viendo la muchedumbre fuera, agolpada, que deseaba entrar al Templo, decidimos abrir la puerta principal de par en par. Entraron todos, ocupando todas las salas. Nos dirijimos a la Sala de Cambios.
— Te esperan a ti —Me comentó Tancroato—. Si hablo yo, como teníamos pensado, pueden considerarlo una falta de respeto. Siento hacer ésto, pero debes improvisar, y hablar a los —dudó un momento— «fieles».
— De acuerdo Maestro. —Agaché la cabeza para que el Maestro me impusiera la estola.
Salimos los dos ceremoniosamente desde la Sala de Cambios, bordeando la Sala Noble, llegamos al Altar, dónde se sentó Tancroato, y yo me dirigí al púlpito, situado atrás del altar, a la izquierda y en un plano superior. Tancroato se dirigió a todos:
—Fieles todos, lo primero quiero dar la bienvenida a todos. Esta es vuestra casa, sitio tranquilo donde orar y encontrar consuelo a este mundo. Espero que Eguan nos acoja a todos propicios, haga caso a nuestras súplicas, encontremos el perdón en su seno y nos aparte del maligno. Ahora el aprendiz Alceril nos leerá un Hecho Santo, y realizará su exposición. —Terminó explicando el rito a los «fieles».
Era mi turno, sentía todas las miradas de expectación, todos estaban callados, concentrados, esperando a que yo hablara. Empecé la proclamación:
«Gena gritó, en el borde del cráter:
—Que todas las generaciones venideras arrojen a su primogénito en sacrificio por Eguan, como acción de gracias.
—Así sea —Dijo Proto, arrojando a Primo.
Descendieron el volcán, que a partir de aquel día se llamó Síneg.
Pasó el tiempo, y la pareja tuvo más hijos, en total cuatro parejas: Sot y Muliera, que se quedaron con sus padres, igual que Méel y Jetra, las otras dos se desplazaron al sur cuando alcanzaron la madurez, siendo estas Tran y Fijá y Soón y Trétira.
Las cuatro parejas tuvieron hijos, arrojando todos, excepto Tran y Fijá, sus primogénitos al Síneg.
La desobediencia de la Ley de Eguan hizo que Éste se enfureciera y su altar en la Tierra emanó lava.
—¡Oh, Señor, no te enojes! Convenceré a mi hijo Tran para que arroje a su primogénito. ¡Te pido perdón! —suplicó nuestro padre Proto.
— No te preocupes, Proto —Habló Eguan—. Ya Tran y su mujer tienen su castigo. He convertido todo el terreno del sur en un desierto. Vuelve tu vista hacia el sur y verás.
Proto obedeció. La selva tupida se abrió y permitía el paso de la luz. Proto observó que la cadena montañosa, antes de color verde, ahora es amarilla.
—No haré tu tierra un desierto —habló Eguan—, sino que la multiplicaré, crearé especies para la alimentación tuya y de tus hijos. Para acceder a este don debes sacrificar a la hija que está esperando tu mujer. Y que el edicto divino pase a la posteridad.»
—Palabras de Nuestro Amo Eguan y Actos de su Sumo Sacerdote y Profeta Asín.— Terminé proclamando la doxología.
Todos estaban indignados por la lectura, murmurando. Empecé mi exposición:
—Todo lo que recibimos no es nuestro, es un don, un regalo, de nuestro Seños y Amo Eguan. ¿Acaso no ven cómo su mano poderosa levanta el Sol cada mañana? ¿o cómo su sabiduría y bondad nos traé la lluvia tan necesaria? —Paré, mirando a mi público, que estaba poniéndose nervioso, moviéndose, molesto por las palabras que dirigía. —Todo se lo debemos a Eguan, y aquellos que traicionan la bondad de nuestro Amo reciben un justo castigo.
La última palabra fue demasiado, me miraron con ira, pero lejos de enarbolarse, poco a poco dieron media vuelta y resignados abandonaron el Templo.
—Pidamos a Eguan la fuerza suficiente para mantenernos en la senda y que jamás se nos olvidé agradecer los dones recibidos de su mano. —Concluí mi exposición.
Miré al frente, y me percaté de que los meelitas estaban en su sitio, en la Sala de Mezcla, y el hombre encapuchado estaba en el fondo de la Sala Noble. No podía ver su rostro.
Después de finalizar los ritos, el Maestro visiblemente contento dijo:
—Lo has conseguido, los meelitas están en su sitio y has despejado el Templo de la invasión traniana. Estoy muy orgulloso de ti.
—Maestro, ¿se ha fijado en el hombre encapuchado?
—Sí.
—¿Quién es? —pregunté al notar que el Maestro parecía conocer la identidad del hombre misterioso.
—No temas por él, no creo que nos cause problemas. —Me sonó a mentira, a ocultarme algo. — Insisto: no te preocupes.
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