Las Alas de Nora
(Segunda parte)
El mar se extendía ante ella como una promesa de algo inmenso y desconocido. Las olas rompían con un ritmo que parecía marcarle el pulso, recordándole que estaba viva, que aún podía reconstruirse. Nora bajó la maleta pequeña a la arena húmeda y respiró el olor salobre que se mezclaba con el calor de la mañana. El pueblo costero donde había decidido quedarse era sencillo: casas bajas, música alta y bugambilias trepando por los muros. Un lugar donde nadie la conocía, donde podía empezar sin explicaciones.
Alquiló un cuarto sobre una pequeña panadería-cafetería y se sintió muy afortunada cuando Úrsula, la dueña del lugar, le ofreció un trabajo. Úrsula no hacía preguntas, solo le ofreció un delantal y una sonrisa.
Con las propinas de los cafés y algunos ahorros que Mario le había entregado, pudo sostenerse mientras aprendía a moverse en ese nuevo mundo.
A veces, mientras amasaba pan o servía tazas humeantes, los recuerdos regresaban en mareas inesperadas.
“Estaba en la cocina de su antigua casa. Mario sentado en la cabecera de la mesa, leyendo el periódico.
—Creo que deberíamos visitar a tu madre este fin de semana —sugirió Nora, con cautela.
Mario bajó el periódico apenas un instante.
—No es necesario. Además, ya sabes cómo se pone cuando hablamos de política.
—Pues no hablen de política, además, no tienes que estar de acuerdo con ella —respondió Nora suavemente— sólo quiere verte.
Mario suspiró, con esa mezcla de paciencia y desdén que la hería sin palabras.
—Siempre quieres complicarlo todo, Nora. Yo solo intento mantener la paz.
Ella calló. En ese momento no comprendió que, al callar, no estaba protegiendo la paz… sino enterrando poco a poco su voz”.
En su pequeño cuarto, Nora reflexionó sobre esos episodios, como si mirara viejas fotografías. Ahora podía verlo con claridad: Mario no era un hombre cruel, solo estaba acostumbrado a que su opinión fuera la correcta.
Pero ella había contribuido a ese ciclo, evitando las confrontaciones, convencida de que ceder era amor.
Y, con ese silencio, había perdido la mujer que alguna vez fue: apasionada, llena de ideas, capaz de discutir con risa y con fuego.
Una tarde, mientras barría la entrada de la panadería, Úrsula se acercó.
—Te noto pensativa, ¿todo bien? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.
—Sí… —Nora dudó—. Solo estoy aprendiendo a escucharme otra vez.
Úrsula sonrió, como si entendiera más de lo que Nora decía.
—Bueno, mientras lo haces, el mar siempre ayuda. Aquí uno se vacía y se llena con las mareas.
El primer paso de su florecimiento llegó una mañana, cuando una clienta le pidió que organizara un pequeño taller de repostería para niños. Nora aceptó sin pensarlo demasiado, y en esa decisión sintió una chispa. Mientras los niños amasaban harina y reían, ella redescubrió algo que creía perdido: la alegría de crear, de guiar, de compartir.
—Señora Nora, ¡mire, parece una estrella! —gritó una niña, mostrándole una masa torpemente recortada.
Nora rió, con una risa profunda que sintió oxidada, pero que le encendió la mirada.
—Es la estrella más hermosa que he visto —respondió y no hablaba solo de la masa.
Una noche, caminando por la playa, la brisa le trajo otro recuerdo. Doloroso pero sanador.
“La maleta junto a la puerta, Mario de pie, con los brazos colgando a los lados.
—Nora, no entiendo —dijo él, con la voz quebrada—. No estamos… mal.
Ella lo miró, y por primera vez no bajó la vista.
—Ese es el problema, Mario. No estamos mal… pero tampoco estamos bien.
—Te amo.
—Yo también te amo, pero me perdí tratando de que nuestra vida fuera perfecta.
Él intentó acercarse, pero ella retrocedió un paso.
—No es tu culpa. Yo fui quien dejó de exigirse a sí misma, quien confundió paz con silencio.
Mario la miro en silencio. Solo se oía el tic-tac del reloj de la sala.
—Necesito más, Mario —susurró—. Y para eso… necesito irme.”
Ahora, en la oscuridad plateada de la playa, Nora dejó que las lágrimas se mezclaran con la brisa salada. No eran lágrimas de pena, sino de gratitud por haber sobrevivido a sí misma.
El mar, en su vaivén infinito, le susurraba que la vida seguía, que el sol volvería al día siguiente.
Caminó hacia la orilla, hundiendo los pies en la arena fría.
—Estoy aquí —dijo en voz baja, como si se hablara a sí misma—. Estoy aquí, y eso es suficiente… por ahora.
Las olas respondieron con un murmullo suave y en su pecho algo despertó, como las primeras nota de “Near Light”.
Era apenas un comienzo, pero por primera vez, Nora no tuvo miedo de florecer.
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