Juana te dijo que no podía seguir trabajando; sabía de una prima que podría hacerlo. Preguntaste si estaba presentable y contestó que sí. Juana te conocía y supo interpretar lo que querías: al responderte, movió las manos dibujando un ocho.
Llegó con su prima. Joven, bien formada, con acné en la frente. Respondía al nombre de María. Habló poco, mirando hacia abajo. Tenía conocimiento de administración. Trabajaría mañana y tarde. Tendría que mantener el local aseado, ordenar el correo, recibir la consulta, tomar signos vitales y ayudarte con la clientela femenina.
Te veías delgado, elástico, resistente. Corrías de veinte a treinta minutos diarios. El local era amplio y cómodo. Tu horario: atender por la mañana y por la tarde.
Salió lista: inyectaba, ponía sueros. Le enseñaste a tomar muestras. En dos meses hacían un buen equipo. Tomar café antes de iniciar la jornada se volvió costumbre.
Por la mañana salías a correr. A las dos de la tarde concluían; ella regresaba a las cuatro. Aparecías a las seis. A las ocho de la noche se iba y tú leías.
Un día no fue la misma. No era difícil darse cuenta de que la niña traía un taco atorado. Tú sabías que tenía novio y lo sospechaste. Le preguntaste a boca de jarro:
—¿No te ha bajado la menstruación?
Ella no levantó la mirada.
—¿Cómo lo sabe?
—Soy brujo —contestaste riendo—. Platícame todo.
Recuerdo que movías la cabeza. Te pusiste la bata blanca y ella se recostó en la mesa de exploración. No te fue difícil saberlo.
Tantos días de café, de trabajo… algo cambió. El diálogo fue distinto: frente al paciente, el usted; en la plática del café, el tú. Discretamente la rozabas; otras veces eran choques “accidentales”.
Un día le preguntaste:
—¿Quieres seguir estudiando?
Ella asintió. Entraba a clases a las dos y regresaba alrededor de las siete de la noche. Si te hubieses observado, habrías visto la satisfacción que te daba verla de uniforme escolar, con la mochila a la espalda. Ya no miraba hacia abajo cuando la inquirías. Le quitaste el complejo de caminar encorvada, porque se sentía abochornada por un exceso de busto. Empezó a vestirse siguiendo tus observaciones. Las relaciones con su novio no eran de lo mejor; se volvieron frías.
Aquel día llegó una mujer joven y atractiva, de cabello ensortijado. Preguntó por ti. Ella pensó que era paciente. No lo era. La señora, con dejo de autoridad, empezó a interrogarla sobre la relación que llevaba contigo. Me reía, porque no era difícil suponer que la tipa tenía algo contigo. Era celosa por oficio. Yo sabía que entre tú y Mari solo mediaba una amistad y, en ti, algunas chispas de deseo; nada más.
Los acosos de la tipa se hicieron frecuentes. Ella no se aguantó: la mujer iba cuando tú no estabas.
—Oiga, amarre a su amiga o dígale que venga cuando esté usted.
Vi tu sonrisa cuando contestaste:
—No le hagas caso.
La vida ofrece circunstancias especiales y Mari debió preguntarse qué cosas le hacías a la tipa para cuidarte tanto.
Un día te pidió permiso para faltar todo el viernes y llegar por la noche. Tú no eres torpe: seguro la niña tenía un plan de largas horas. Ese día, para tu sorpresa, estaba en el consultorio haciendo tarea. Por el ceño, imaginaste que la habían plantado. Oí cuando dijiste:
—Entonces no hubo fiesta.
Y te saliste silbando una melodía de moda.
Aquel sábado planeaste correr a campo traviesa. Llegaste temprano. Hiciste café, mientras calzabas el short gris de tela delgada, ajustable. Llegó ella. Tomaron juntos el café recién hecho. La vi radiante.
Estaba sentada en el sofá. Te inclinaste, cuchicheabas algo en su oído y ella observaba tu short. Pude sentir tu exclamación al respirar el champú de su pelo y el perfume dulce de su piel. La besaste en el arete. Ella tenía los ojos cerrados, quizá deliberando en su interior. Intentaste darle un beso en la boca. Ella ladeó la cabeza y exhibió el cuello. Tu perfil quedó a nivel de su vientre.
Fueron tus manos las que tomaron la iniciativa. Poco a poco levantaste su vestido y tu boca rodó por la piel de sus rodillas. Ella nunca imaginó tantas sensaciones en tan poco tiempo.
Quedó al descubierto su piel acanelada. Tus dedos se trabaron en el elástico de su ropa interior. Cuando descendías, ella levantó la cadera. Dueño del quehacer, hiciste lo que te dictó la experiencia.
Yo escuchaba el silbido grueso de sus respiraciones, el rechinido del mueble. Dentro, el olor del café; afuera, el silencio roto por el sonido de los carros al pasar. El día era joven. |