—No le va a doler.
Es la frase favorita de los dentistas. Con un pañuelo me secó el sudor que emanaba de la frente.
—Es usted muy nervioso. Tiene que relajarse.
Me acarició la mejilla, dejándome un olor entre esencia de clavo y almendra.
—Cierre los ojos, respire profundo, relájese…
Percibí su cercanía. Exploró mi boca que tenía entre las arcadas una A mayúscula. Era de baja estatura, pelo recogido y manos pequeñas y sedosas. La bata ocultaba su pecho, pero imaginé que tenía que esforzarse por observar bien y, por eso, recargaba su cuerpo sobre mí.
—No piense en nada —dijo mientras accionaba la fresa y el sistema de agua.
Al principio no pensé en nada, después opté por sentir y dejarme llevar por la imaginación. Es cierto, había interrupciones: algunos quejidos y, en otras, me indicaba:
—Enjuáguese la boca… descanse… se está portando bien y si así sigue terminaremos rápido.
Alcé la mano. Con palabras mochas le dije:
—Haga tranquila su trabajo, doctora. Tárdese lo que quiera.
—Mire… y tan nervioso que estaba al principio.
El ruido de la fresa es para poner nervioso a cualquiera. Así que cuando aceleraba, trataba de alejarme y eso ella lo suplía recargándose más.
Cuando salí, una paciente nueva me preguntó, y con señas le dije que era muy buena.
—¿Tiene manos de ángel?
Con la cabeza le afirmé. Ya en la puerta de salida me dije: no nada más las manos… y me acaricié el brazo donde ella se recargaba.