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Mi abuelo Heráclito Armenta me apodaba el Garbanzo Negro, por andar siempre como pingo. Yo era su único nieto reconocido, pues mi mamá me parió en la hacienda nueve meses después del arribo y partida de San Jerónimo Tepetlácatl de una compañía de teatro que impactó a todo mundo con »Los enredos de los Gemelos», una comedia de equívocos enrevesados como las trenzas de Tacha, la cocinera. Es muy probable que entre los actores que vestían ropajes entorchados estuviera mi padre, a quien no conocí.

Mi tío Virgilio de joven se fue a probar fortuna a la ciudad y ahí se dedicó a experimentar en forma exhaustiva las depravaciones de todos los tugurios ensalzados en la nota roja. Situación de la que nos enteramos después del coraje que hizo mi abuelo, quien recibía cartas más infestadas de mentiras que un San Bernardo de pulgas, y que respondía en tono didáctico aconsejando a mi tío sobre qué tipo de jabón utilizar para rasurarse o respecto a la conveniencia de fumar Alas o Faros.

Mi madre me contaba que mi abuelo sembraba garbanzos desde que el mundo es mundo. Que ella literalmente fue concebida en mitad de un sembradío rebosante de flores como péndulos blancos y vainas pelosas cual vejigas de borrego. Que cuando creció debía ayudar a sus padres a cargar atados de plantas de garbanzos para forraje de las pocas vacas que mi abuelo había heredado de su familia. Que incluso el café confrontaba su Némesis en el garbanzo tostado con que mi abuelo preparaba una bebida que a ella le sabía a meados de murciélago.

Lo que a mí me tocó fueron las historias extraídas de las catacumbas de las Escrituras, contadas por mi abuelo en la sobremesa, ante su esposa abnegada y mi madre de gesto contrito. En ellas aludía al beriberi que atrofiaba los músculos, y a la pelagra, que generaba erupciones como quemaduras de sol. Ambas, enfermedades del Último Día provocadas por la ausencia de las vitaminas recluidas en los garbanzos.

Sin embargo lo único que a mí me atraía eran los garbanzos de pega, esas bolitas recubiertas de explosivo que yo arrojaba en los corros de muchachas o ante el andar titubeante de ancianos consubstanciados con los jorongos.

Cuando mi abuelo se hartó de las quejas de la gente de San Jerónimo y de mis ataques con resorterazos de garbanzos contra unos chivos que estaba criando, me mandó a la ciudad con su hermano Ovidio, un comerciante piadoso siempre ensombrerado, especialista en redimir a condenados a los siete fuegos como yo.

Mi abuelo aborrecía los artilugios que subsumían en la herejía a los incautos. En mi casa nunca hubo teléfonos, televisores, ni aparatos de sonido. La única música que se escuchó en la hacienda fue la de una banda rascuacha contratada para amenizar los cumpleaños y fechas memorables, como el aniversario de la Gesta de los Tecolotes, cuando la gente había expulsado al monte al cacique local, junto con las lechuzas y demás aves de ojos irreverentes.

Por esa aversión a la modernidad, mi abuelo sólo se mantenía en contacto con los parientes lejanos a la vieja usanza. De tal suerte, cuando salí hacia la ciudad con dinero y ropa suficiente como para sobrevivir a una sequía, sólo portaba unas revistas de Playboy para combatir el frío decembrino, y una carta que debía entregar en persona al hermano de mi abuelo, quien me habría de recibir en la Terminal de camiones del Sur, alertado desde semanas antes sobre la fecha de mi arribo.

Cabe aclarar que desde hacía años yo me aplicaba a la absorbente práctica de copiar caligrafías. Tomaba cartas olvidadas de mi madre y mi abuelo y las leía de haz a envés, enterándome de los recovecos de sus almas en frases como: »me saludas a mi compadre Ruperto y le avisas que ai le mando un semental para la cría…»/»sí, Rosita, mis papás no consentirían un comportamiento tan obstinado de mi parte…» Después sujetaba con aplomo el lápiz y me ponía a imitar con determinación la caída de las palabras, las transmutaciones de las vocales en arañitas insulsas en el caso de mi madre y en globos macizos en el de mi abuelo, o los inicios preciosistas de las oraciones y hasta las firmas, temerosas de abandonar los derroteros de las letras.

De modo que no tuve impedimentos teóricos para abrir la misiva de mi abuelo y enterarme de sus réprobas intenciones para mi persona. Pedía a Ovidio que me recluyera en una »academia rigorosa» donde aprendiera el arte de enlatar semillas, y que en tanto lo hacía, no tuviera miramientos en disciplinarme como Dios le diera a entender. Por eso lo primero que hice al llegar a la Capital fue pedirle a Ovidio que me permitiera comprar sobres y papel para escribirle de inmediato a mi abuelo y quitarle el pendiente que no lo dejaría ni dormir.

Al día siguiente Ovidio leía extrañado párrafos que exaltaban mis virtudes y que le suplicaban, de la manera más atenta, que me proveyera de lo necesario para facilitar mi ingreso en un »Colegio de Estudios Teológicos y Eucarísticos», donde me decidiría sobre tomar los hábitos o ejercer la docencia.

De esta manera por años llevé una triple vida: la que informaba a Ovidio, la que relataba a mi abuelo, y la real: Ovidio creía a pie juntillas en mis clases esporádicas en el Colegio, donde fraternizaba con monjes medievales diestros en la elaboración de queso Crottin y palanquetas; mi abuelo se enteraba de mis arduas negociaciones con jeques japoneses reacios a visitar san Jerónimo; y yo me relamía en las noches luego de mis despropósitos con colegialas rebeldes, ejercitadas en la ruptura de tabúes como la mariguana, el sexo y los bailes profanos.

Con mi abuelo intercambiaba misivas donde le contaba desatinos tales, como que una vez fui correteado por un oso monolítico de los que abundan en los parques. Él respondía casi a vuelta de correo: »A los osos hay que tratarlos con respeto porque son peligrosos, de preferencia esconderse en los árboles y esperar hasta que se voltién, entonces salir y darles una buena patada en las trasijaderas y echar a correr. Así hay que tratar a los osos».

Pero la vida no es lo que uno espera. Yo no contaba con los requiebros del corazón, ni con la contundencia de una mirada de amor, más aplastante que las relamidas lúbricas de las libertinas con las que salía.

Ocurrió que conocí a Laura, una muchacha recatada, hermana de una de mis musas, con quien conversé en lo que la otra eludía las trabas logísticas de sus padres para que fuera a una fiesta conmigo. Huelga decir que si retorné a esa casa incrustada en un laberinto de unidades habitacionales, fue sólo para confirmar que la voz que pobló mis sueños tenía una procedencia terrenal.

Y heme aquí pasado el tiempo, como perro con el rabo entre las patas. Regresé a la hacienda de mi abuelo con mujer e hijo. Por primera vez en mi vida hablé con la verdad. Y después de semanas me dediqué al absorbente roturado de las tierras.

De entre los recuerdos torales de mi nueva vida, descuella uno: con el canto de los gallos, camino apaciguado con mi abuelo, un viejito emocionado que me cuenta de su pasión por la siembra; sobre los vericuetos de las aventuras de las vacas y los desaciertos de los chivos; y acerca de su contento porque al fin senté cabeza, equiparable al de quien halla un garbanzo de a libra.


Texto agregado el 11-09-2025, y leído por 13 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
12-09-2025 Me encantó esta historia. Cada detalle, desde los garbanzos hasta los desatinos con los colegialas, se siente muy vivo y gracioso. Es una lectura tan fluida que se siente como si me la estuvieran platicando en persona. Un relato de un recuerdo querido que se guarda con cariño y un poco de risa. kone
12-09-2025 excelente texto amigo, muy ameno y entretenido. una historia de vida. felicitaciones!! musas-muertas
12-09-2025 Buenísimo tu cuento, me agradó el recorrido por el cual nos llevas. Saludos. ome
12-09-2025 Fascinante recorrido el que nos das, por un mundo diferente y lejano del nuestro, pero por lo mismo, lleno de agradables sorpresas y conocimientos nuevos. Pero quizá, lo más atractivo de tus letras sea la fluidez de tu excelente pluma que no tropieza con baches ni pierde el ritmo. Te felicito. 5* XZEPOL
12-09-2025 Sip, el título me hizo recordar esa frase tan mexicana, del garbanzo de a libra. Que buenas aventuras del muchacho y que rico el universo en letras que creas. Siempre un placer leerte . Cinco aullidos provincianos Steve
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