Las alas de Nora
Nora despertó antes del amanecer, como siempre. El reloj marcaba las 5:13 y la habitación estaba sumida en esa penumbra azul donde todo parece suspendido. A su lado, Mario dormía boca arriba, con la boca entreabierta y un ronquido débil, como un recordatorio de todo lo que ella ya no podía cambiar.
Observó su perfil durante unos segundos. No había odio, ni siquiera enojo. Solo una triste ternura por lo que alguna vez fue hermoso y ahora era irreparablemente lejano.
Se levantó en silencio. La madera crujió bajo sus pies y Nora contuvo la respiración, como si incluso el suelo la pudiera delatar. En la cocina, mientras preparaba café, la casa parecía vacía de espíritu, una cáscara que alguna vez contuvo risas, discusiones apasionadas y planes.
Ahora solo quedaban las migajas de una rutina que se repetía hasta el hastío.
Años atrás, ella había creído que el matrimonio era un viaje: dos personas avanzando en paralelo hacia un futuro compartido. Había pasado por alto las pequeñas injusticias: los comentarios despectivos disfrazados de broma, las promesas rotas de salir juntos el fin de semana, la forma en que sus ideas eran escuchadas con una sonrisa condescendiente y luego olvidadas; porque estaba convencida de que no tenía tanta importancia, que era ruido intrascendente frente a algo más fuerte: el amor.
Pero el ruido creció.
Al principio fue como una llovizna persistente, apenas molesta. Después se volvió tormenta, hasta que Nora se dio cuenta de que vivía bajo un aguacero constante, empapada de desilusión y con los huesos calados de frío.
Cada vez que ella proponía algo como un viaje, una remodelación, siquiera una caminata por el parque, Mario respondía con un suspiro cansado y una lista de razones por las cuales no valía la pena. "Es mucho gasto", "para qué salir, aquí estamos bien", "mejor otro día".
El hombre que antes admiraba por su estabilidad se había convertido en un ancla que la mantenía inmóvil.
Nora, sin embargo, no estaba quieta por dentro.
En su pecho, algo latía con fuerza, un pájaro salvaje golpeando las paredes de su jaula.
Era una soledad inquieta, distinta a la calma silenciosa que uno elige. Esta era eléctrica, frenética, como si sus emociones fueran alas invisibles que querían desplegarse, romper el techo, volar muy alto… pero sin un rumbo claro.
Algunas noches, mientras lavaba los platos en la cocina, sentía un impulso irracional de salir corriendo a la calle, de correr hasta que la ciudad se desvaneciera detrás de ella, hasta quedarse sin aliento y caer exhausta en algún lugar donde nadie la conociera.
Pero siempre se quedaba allí, con las manos en el agua fría, sonriendo débilmente cuando Mario aparecía para preguntarle dónde estaban sus llaves.
Una tarde de domingo, mientras doblaba ropa, él comentó sin mirarla:
—Estuve pensando que podríamos quedarnos aquí para las vacaciones. Salir es un gasto innecesario.
Nora dobló una camisa, luego otra.
—Es que ya encontré un lugar en la playa —dijo suavemente—. No es caro, y creo que nos vendría bien un cambio de aire.
—¡Uf! demasiada gente y complicaciones —resopló él, sin levantar la vista de su teléfono—. Mejor nos quedamos.
No discutieron.
Nora dejó la camisa perfectamente alineada sobre la pila y se quedó quieta, con las manos colgando a los costados.
Fue en ese instante, en ese silencio cargado, cuando comprendió algo devastador: su matrimonio no se rompería con gritos, sino con un murmullo apagado, como una vela extinguiéndose poco a poco.
La decisión llegó semanas después, en una noche cualquiera. No hubo una pelea final ni una confesión dramática. Solo Nora, sentada frente a Mario en la mesa de la cocina, con una taza de café entre las manos.
Él hablaba del precio de la gasolina, el partido del domingo y Nora lo observaba como si fuera un extraño.
Se dio cuenta de que el amor se había ido sin hacer ruido, dejando en su lugar una costumbre vacía.
Cuando habló, su voz fue baja pero firme:
—Mario, quiero divorciarme.
Él levantó la vista lentamente, parpadeando como si no hubiera entendido.
—¿Qué… qué dices?
—No quiero seguir así —respondió ella, con la calma de quien ha llorado todo lo que tenía que llorar—. No es por algo qué hayas hecho. Es por lo que ya no está.
Él no gritó. No la acusó de nada. Simplemente se quedó callado, como si no supiera qué palabras usar.
En ese silencio, Nora sintió una plenitud triste, como el aire después de una tormenta.
No era felicidad, pero sí libertad.
Era la certeza de que sus alas, aunque heridas, finalmente podrían desplegarse.
Cuando salió de la casa esa noche, llevando solo una maleta pequeña, el viento le golpeó el rostro.
No sabía a dónde ir, ni qué haría después. Pero por primera vez en muchos años, no se sintió atrapada, y la soledad, aunque seguía con ella, tenía ahora el ritmo de un vuelo que apenas comienza.
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