Cogí mi bicicleta. El sol aún no se asomaba por la cordillera, el cielo está totalmente oscuro, y se siente un olor a descontaminado, aroma distorsionado que sólo esa mezcla de frío y oscuro puede crear esa percepción en mi olfato, engañosa. Emprendo mi viaje, cruzo Vicuña Mackenna, paradero treinta, veintiséis, diecinueve. Subo por Walker Martinez, y el sonido del rechinar de mi bicicleta aumenta por el camino empinado. Es mi deporte matinal y vespertino. No estoy flaco, tengo mi ponchera cervecera. Subo por Quilín, a todo esto ya ha aclarecido. Los niñitos son llevados por sus padres a sus respectivos colegios particulares, en grandes autos y con grandes sonrisas.
Saludo a mis compañeros, me arrojan la picota, el casco. Comienza el trabajo. Es invierno pero hay sol, un sol débil, pero ese sol me mata, es como si apostara con las nubes cuanto tiempo resistiré con la picota. Construyo el condominio del futuro, “All inclusive” lleva de nombre, “todo incluido”, todo hasta estos esclavos que trabajan por tiempo completo por un mísero sueldo. ¿Cómo estaría viviendo en el condominio este? Con mis hijos en colegio cuico y estudiando ingeniería comercial. ¿Qué es ser chileno? Construir la gloria de los favorecidos, soñar con la vida de los de al lado, rogarle a Dios que nos prive de la alevosía de los patrones. Engendrar hijos y verlos caer por el hoyo negro que nos absorbe a todos los “marginales”, el verlos ir a la escuela para terminar el cuarto medio, pero ¿de qué sirve? No serán médicos, si es que tienen suerte conseguirán un trabajo, ni caerán en la droga. La culpa constante de introducir a los niños en la misma historia, la misma muerte.
Es la hora de colación, esta vez no me siento junto a mis compañeros a hablar de nada. Camino, por el medio de la calle, un auto grande me toca la bocina, me miraban, ella y su hijo de edad temprana como un vago haraposo, no lo soy, no soy un animal encandilado por las luces del móvil.
Sigo caminando, llego a la Viña Cousiño, me adentro por la vid, saboreo la fruta, es amarga. Soy advertido por tres perros a lo lejos, corren encolerizados hacia mi, sus ladridos son gritos de desprecio, de furia y violencia. El primero me muerde el tobillo, el segundo me arroja al suelo, y el tercero, destroza mi sexo. Grito, pido el socorro, pero no me escuchan. Sangro, y esa sangre espesa y ya no roja sale de mi cuerpo expulsada en chorros de dolencias. Los tres perros me observan, como si me dijesen: “no te resistas a nosotros, eres nuestro y el resto también, no abras los ojos, los hemos cegado muy bien ya”
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