Hay almas acorraladas por la miseria, seres que resisten las marismas de la vida sin rendirse, firmes, como esos faros abandonados que yerguen su orgullo, aunque hace tiempo extinguieron su luz.
Samuel era uno de esos trashumantes de la desventura. Ochenta o más años, nariz aguileña, pómulos salientes, continente sereno y unos ojos grises de mirar intenso que habían contemplado mejores escenarios. Su despacho era una simple caja de madera dispuesta al costado de las vías del ferrocarril. Ahí permanecía desde las ocho de la mañana, listo para otra jornada de consejería. Profesional en su oficio, se encerraba en una burbuja de concentración que lo aislaba del rumoroso torbellino urbano.
Judío inmigrante, en su brazo se leía una serie de números, amargo recuerdo de los campos de concentración de su nativa Polonia. De los magiares aprendió a descifrar los vericuetos del futuro y a desmadejar las emociones que enmarañan la vida de los mortales. La persona que le consulta deposita unas monedas en el sombrero, lo que puede, o acorde a la importancia de la pregunta. Juanita, muchacha de semblante humilde deposita tres moneditas. Su rostro desolado refleja el problema que erosiona la alegría de su juventud.
Tímida, inocente, sabedora que en ese lugar la privacidad no existe, acerca su boca al oído del anciano y durante diez minutos expone su conflicto. Al final se para delante y su mirada escruta la del abuelo. El anciano la mira con ternura, la niña le remueve el recuerdo de su propia hija, calcinada en un campo de exterminio por los Nazis. Despacio, toma las monedas, las devuelve, y luego con un murmullo casi imperceptible expresa un lacónico “si”. El rostro de la muchacha se ilumina. Sin poder evitarlo, impulsada por la efervescente candidez de sus años se inclina y en un arrebato de cariño estampa un beso en la frente del hombre. Ostentando una sonrisa se marcha, señal fehaciente de una contienda ultimada.
La veo alejarse y yo, profesional de la conducta, contemplo la escena desde la plataforma donde espero el tren. Los pacientes de mi consultorio logran superar sus problemas después de un período largo de terapia. Pero este hombre, graduado en la universidad del dolor, repara los corazones en un momento.
Me subo al tren alejándome del anciano. Sin siquiera haberle consultado, su ejemplo me acerca más a la humanidad.
Texto agregado el 30-08-2014 y leído por 932 visitantes. (143 votos)
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