Siempre es posible, aún partiendo de una premisa falta, elaborar una historia. Pero este no es el caso. Porque me he situado sobre una cama de un cuarto de la casa donde crecí. Y para mis pies hay otra con la cabeza de una anciana al borde. Pero ambos no somos dueños del rancho. Por lo que dependemos del favor de los otros. Y yo soy un niño y ella una mujer de muchas décadas.
Cosas que nos liberaron del compromiso de participar en los gastos corrientes del hogar: jabón, luz, ropas y comidas. Sin embargo, a mi se me pegaron algunas cositas, cómo barrer, hacer mandados, cortar yerbas y buscar el agua de la llave pública de la calle Ancha. Pero, la doñita y yo íbamos a la par en un asunto: comiendo.
Por eso, los dos estábamos siempre al tanto del curso de los alimentos y era nuestra actividad básica, velar por el destino del sazón en los guisos. Y a la hora de servir la comida en los platos, siempre me brindé para llevarle el suyo. Pero siempre con el plan de pellizcarle su ‘tajo’. Por lo que ella me decía: “Pedrito, tú te quieres criar, pero yo me tengo que mantener”.
Más, hubo un punto que me robó la alegría y fue, por lo de ser muy cruel. Y se trató de que por las noches algo pasaba con el aire que respirábamos y que se movía por los mismos conductos internos de nuestros cuerpos. Pero que con ella, cada día sé hacía más pesado. Y, en mi caso, sé había empecinado en ser cada vez más veloz.
Algo que nunca fue impedimento para que con los otros adultos, la octogenaria fuera alegre y festiva al contar historias. Y creo que hasta llegaba a ser algo musical en sus relatos. Sin dejar de ser preocupante, lo de que luego de comer a grandes trancos, sé tendía sobre el largo banco de la cocina. Y qué, entonces, rompía con unos silbidos intermitentes, que solo cesaban con un golpe brusco en el seto.
Hasta que una lluviosa mañana desperté y no escuché su fatiga respiratoria. Pero no fue porque ella había trasladado su cuerpo al banco de la cocina para esperar el chocolate con el pedazo de torta amarga. Entonces, un murmullo se filtró por la palizada, para luego trocarse en palabras que me advirtieron clarito, que ella había sido la madre de la mamá de mi padre.
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