Durmiendo como un relicario, denso de polvo y olvido encontré un sobre en el baúl. Al soltar la cinta roja, sentí que profanaba un altar íntimo y una pasión añeja. Las letras, escritas con elegante caligrafía de la época aún esparcían efluvios del amor hacia una muchacha de la cual jamás tuve noticia.
Adorada Esmeralda: La tarde que te conocí, el tiempo contuvo su aliento, se arrodilló frente al santuario de tu escote y se quedó inmóvil como un ciervo que escucha el llamado de un trueno.
Desde entonces, cada pestañeo, cada mirada fueron constelaciones mudas, pactos sellados en la penumbra del gesto que sólo nuestros silencios sabían leer.
Nunca podré explicar el desfallecimiento que experimenté el día en que mis manos rozaron las tuyas, fue como tocar el borde de un milagro. Más tarde llegó el deseo en calesa arrastrada por horas sin prisas ni distancias. Y aunque sabíamos que éramos intrusos en nuestras propias vidas, el amor nos convirtió en sacerdotes de una ceremonia prohibida, pues ese amor intruso era un forastero en el discurrir de nuestras vidas honorables.
Ahora, separados por un océano que no es agua sino castigo, la seda de tus muslos es desolada tortura que alimenta los celos rugiendo en mi pecho como bestias nocturnas. No faltará alguien en ese París licencioso, ciudad de espejos y máscaras, que deslice sus manos por esa hacienda que antes fue mía y que por vez primera roturaron mis dedos y mis labios.
Mientras la luna alumbra mis ganas de vivir, marchitas y cada noche más escasas, estas letras, escritas con mano enflaquecida por la tristeza y el corazón exhausto, atizan los reproches que me hago por tu ausencia. El aire insuficiente y ronco que respiro acentúa la inutilidad de quererte. El vigor huye de mi cuerpo, obligándome a buscar apoyo en la realidad de la distancia, maldita dimensión que eclipsa para siempre la luz de tus ojos, que eran mi faro, mi eternidad, mi destino. Construyo mi desamparo en silencio, exiliado en la frontera donde los dioses callan, los hombres olvidan y los ángeles dejan de cantar.
(Firma)
La carta jamás fue enviada. Anudé la cinta en el sobre y lo coloqué en el baúl. Era difícil no evocar el perfume de gardenias, las faldas amplias, los carruajes tirados por caballos, las mantillas de encaje, los abanicos que escondían el brillo de ojos traviesos, los sombreros de copa y los guantes de cabritilla.
Abuelo, tu secreto no será revelado, continuará guardado como el fuego que no consume, como el nombre que no se pronuncia, como el temblor de los astros que no se escucha.
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