—«Te quiero con Caroline»—fueron las últimas palabras que me expresó su madre antes de entrar en coma y morir. Yo me tomé esas palabras a la ligera, porque fui especialmente estúpido en mi juventud. Demasiado estúpido, irremediablemente estúpido. Si esa buena mujer hubiera sabido el desastre de relación que le iba a dar a su hija, me habría escupido en la cara —con justa razón—. Pero no: a los tontos nos protegen Dios o el diablo, y siempre nos salimos con la nuestra... aunque esa suerte tiene fecha de caducidad, y esa fecha es la vejez.

Ahora, casi rozando los sesenta, añoro esos tiempos. Pido perdón en silencio a las mujeres que herí, especialmente a Caroline y a Elodie. Aunque sé que mi arrepentimiento es pura hipocresía de viejo despechado. Mi esposa ya no quiere sexo conmigo, y yo le ruego una y otra vez un pedazo de pasión. A veces cede, pero lo que recibo son migajas de compasión: obligada por el deber marital o, peor aún, por remordimiento.

Hace treinta años, en agosto, por estas mismas fechas, Caroline me esperaba en el departamento que compartíamos. Yo viajaba a Montpellier para visitar a Elodie, acompañado de Dagmar. Tres mujeres al mismo tiempo. Lo pasaba bien, y aun así me sentía melancólico por razones que ni yo entendía. Me gustaría regresar a esos días y gritarle a mi yo joven que disfrute de su vida. Siempre me gustó sentirme melancólico, sobre todo cuando era joven, cuando la melancolía tenía un sabor a esperanza. Ahora, en cambio, la melancolía es un grito desesperado frente a una realidad jodida, fija e inamovible.

Imagino que a todos los viejos nos va igual: a unos más, a otros menos, y muchos ya ni lo experimentan porque murieron. Esta noche, me siento locamente desesperado. No se puede regresar al pasado. Lo he intentado en internet: busqué información sobre Caroline y sobre Elodie. No hallo rastro de Caroline. Elodie vive plena, felizmente casada con un embajador de su país, disfrutando la vida en Corea. Yo, en cambio, sigo aquí, en la misma ciudad donde la conocí. Frustrado, sin sexo, con un hijo que se burla de mí o me considera ridículo. Yo, que fui una promesa en la universidad, ahora trabajo en un copy-shop. “El trabajo dignifica”, dicen los abuelos, pero trabajar en un local con un cartel en mayúsculas que anuncia COPYSHOP no lo hace más fácil.

Si me pregunto en qué fallé, la respuesta es clara: en todo. Sería cómodo culpar a mi ego —ese que siempre me susurraba al oído que sería un gran escritor, que el diploma universitario me abriría caminos inimaginables, que mi talento daría frutos—. Pero no fue el ego, no fue nadie. Actué por instinto, por flojera y holgazanería. Hoy entiendo que todo sería distinto si hubiese hecho en lugar de contemplar. Pero es que contemplar el mundo es más cómodo y seguro que contemplarse a uno mismo.

Y aquí estoy, sentado en esta mesa, frente al portátil, escribiendo con dos dedos, con la única esperanza que me queda, de que quizás la vida me ofrezca una última ventanita abierta que me ayude a salir de esta jodida realidad.