Mientras mis compañeros del colegio presumían sus perritos como parte de la familia, en casa los recursos apenas alcanzaban para lo esencial. Ni siquiera uno de los gatos callejeros, altivos y libres, que merodeaban el callejón vecino, pudo ser mío.
Yo tuve una tortuga.
Silenciosa, modesta, sin exigencias ni cuidados especiales, caminaba lenta arrastrando el tiempo, como si en cada paso le pidiera disculpas al universo. En su caparazón color de ceniza, la naturaleza había labrado rombos rugosos, mapas de un continente que nunca existió.
Su cabeza era chata como el dedo gordo de un pie cansado de caminar ilusiones, y su cola, apenas el suspiro de hierro de un clavo sin destino. Parecía nacida del bostezo de un dios distraído, ser el vestigio de un diseño interrumpido, un boceto olvidado en la gaveta donde los dioses guardan los proyectos a medio cocer.
Pero bajo su carapacho de bordes redondeados escondía un secreto, una pintura abstracta ejecutada por maestros impresionistas. Amarillos cálidos, tropicales, que respiraban luz y líneas negras, intensas, como suspiros detenidos entre dos latidos. Cada trazo había sido pincelado con devoción y escondido en un ser que no necesitaba exhibirse para ser bello.
Paciente esperaba el trocito de banana con que premiaba su silenciosa solidaridad y jamás me reclamaba el día que olvidaba su existencia. Nunca supe de dónde vino. Pasaba sus días a la sombra de la parra del patio sin que las guerras, las alegrías o los logros de los humanos le importaran.
Una tarde me quedé dormido junto a ella, y soñé que me hablaba.
Día tras día —me confió— hago la promesa de fugarme con las primeras luces de la madrugada. Pero ¿a dónde iría? ¿Acaso la libertad no es también una mentira ilusoria? ¿Acaso vale la pena el mundo de los humanos empeñados en aparentar lo que no son para impresionar a gente que no conocen? ¿Para qué escapar, si el mundo allá afuera está lleno de máscaras? Prefiero mi rincón, donde nadie finge.
Los humanos se desviven por ser más que otros, presumen con voz de expertos, se jactan de haberlo visto todo, pero bajo la frágil armadura de su engreimiento tiemblan niños hambrientos de reconocimiento. Mendigos de aplausos, recogen migajas de aprobación que el viento arrastra como hojas secas en otoño.
Y así caminan, con el pecho inflado de aire ajeno, buscando en voces extrañas la caricia que nunca tuvieron e intentando olvidar el abuso de infancias amargas. Mientras el mundo se desmorona en prisas y promesas, yo permanezco. Mi caparazón no es cárcel, es trinchera. No me verás en la batalla, pero tampoco en la rendición.
Al despertar me fijé en sus ojillos redondos, a flor de piel, circundados por una línea roja trazada con pulso firme. Hasta podría jurar que estaba filosofando. Una filosofía desencantada, con mensaje pesimista como el pensamiento de un filósofo alemán.
Desconozco si todas las tortugas son sabias. La mía lo era. Ignorando mi respuesta metía la cabeza en su romo caparazón de carey y se quedaba dormida.
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