Hay mañanas en que la luz entra despacio, temblorosa, y parece detenerse en el polvo que flota sobre los muebles. Cada rayo se convierte en un hilo cálido que recorre la piel y despierta los sentidos, recordándonos que estamos vivos, que el corazón aún late con su ritmo imperfecto, pero firme. En esos instantes, la vida se percibe como un susurro constante: frágil, tenue, pero extraordinariamente resistente.
El amor se oculta en los detalles más sencillos: en la forma en que un rostro se ilumina al recibir un gesto inesperado, en la suavidad de una voz que se detiene por un momento para escuchar, en el roce de manos que no necesitan palabras para existir. No siempre llega con estruendo ni con promesas grandilocuentes; a menudo se instala silencioso, y nosotros, demasiado ocupados en nuestras prisas, no lo notamos hasta que la vida nos obliga a mirar.
Agradecer estar vivo no es ignorar el dolor que nos atraviesa, sino sentirlo y, a pesar de ello, reconocer la belleza que persiste. El dolor deja cicatrices, memorias que se entretejen con nuestra piel y nuestra alma, y que enseñan la profundidad de nuestro corazón. Pero incluso entre sombras, el amor y la gratitud se filtran, como agua que encuentra su camino entre piedras, lenta, persistente, inquebrantable.
En estos momentos de conciencia, la memoria se transforma en un arcón antiguo: retiene fragmentos de luz y sombra, momentos insignificantes y otros que nos marcaron para siempre. Se despliega una constelación de sensaciones que nos recuerda la intensidad de cada respiración, de cada encuentro, de cada gesto sencillo que habría pasado desapercibido de no ser observado con atención.
Y así, con cada sonrisa compartida, cada abrazo inesperado, cada instante de quietud y contemplación, se hace evidente que la vida es un regalo fugaz, que merece ser sostenido con ternura y respeto. Amar, agradecer y percibir nos devuelve al centro de nuestro propio tiempo: nos recuerda que, aunque el mundo se despliegue con prisas y olvidos, nosotros seguimos aquí, capaces de sentir, capaces de valorar la riqueza de lo que nos rodea, capaces de afirmar que existir, con todo su peso y su fragilidad, es un milagro que merece celebrarse cada día. |