Era 1990 y en Pereira las fiestas de la cosecha estaban a todo dar: música, comida, gente bailando… y un ambiente tan animado que hasta las palomas parecían zapatear. Norma, de 16 años, y su hermana Sandra, de 14, estaban pasando las vacaciones en la casa del papá de Mateo. Por las tardes, se tiraban a la piscina y fingían que sabían nadar.
Sandra tenía un admirador: Pablo, un chico de unos 18 años que, como buen adolescente noventero, creía que una mirada intensa podía sustituir una declaración de amor. Empezaron una relación simple : unos besos tímidos, miradas cómplices y promesas que probablemente se evaporarían con el cloro de la piscina. Nada serio… al menos para ella.
Todo iba viento en popa hasta que llegó la noche del sábado. Salieron con Mateo y su familia a ver las presentaciones artísticas, y ahí fue cuando la telenovela alcanzó su capítulo de clímax. Sandra, que también andaba por ahí, vio a Norma besándose con Pablo. Pero no era un beso cualquiera… era un beso intenso, de esos que harían sonrojar a un escritor de novelas románticas. Y sí, pasó “algo más”.
Sandra se quedó paralizada, como si hubiera visto un extraterrestre tomando café en la plaza. Lloró. No podía creer lo que veía. Desde ese momento, cortó toda relación con Norma. La confianza se rompió. Tan fuerte que ni con su futuro esposo Sandra podía estar tranquila al ver a Norma cerca.
Pasaron los años. La vida siguió, con sus dramas, cumpleaños. Y un día, como si nada, Sandra volvió a hablarle a Norma. Habían crecido, cambiado, y ella decidió archivar aquel capítulo noventero en la carpeta de “cosas que en su momento parecían el fin del mundo, pero ahora dan más risa que rabia”.
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