Bajo el dosel del palio, parece dormido en su sitial. Lo llevan sobre la parihuela mientras lo envuelve el estremecimiento colectivo. Las borlas en los flecos de las bambalinas se agitan como un eco de la pugna que mantienen las manos solícitas por agarrar los travesaños de la base. Todos quieren complacer al sabio líder.
Son los fervientes acólitos de él que con rutilante boato lo sacan en loor de su sabiduría absoluta, en loor del conocimiento infinito que los salva. Una brizna de hierba que mueve el viento, la ínfima vibración del ala de un insecto, de un pelo apenas surgido del folículo; pero también la sustancia dinamizadora que buscaron los griegos, el resultado final todavía no desentrañado de una vasta cadena de ecuaciones matemáticas, el centro mismo de la singularidad que aúna lo infinitamente pequeño y grande del cosmos, la certeza de si hubo Dios allí, aunque alguien lo afirmara muerto… Todo, absolutamente todo, lo ha experimentado y lo conoce; todo, absolutamente todo, lo ha dado o lo dará con su perfecta generosidad de trasmundo.
Entre empellones, se agolpan al paso de la plataforma de madera; lloran, se mesan el cabello, extienden los brazos al cielo como urgiendo el maná, galvanizados por un fogonazo de arrebatado júbilo. Avanzan hacia la loma atravesando la húmeda pradera, veteada de flores, salpicada de árboles y arbustos. «Nuestro sabio líder camina... ¡Camina!... pese a su sufrimiento incomprendido, pese al odio que le tributan los mediocres, los adocenados, los injustos y los necios. Hemos conjurado gracias a él la vil disipación y por ello, a él le debemos también nuestra salvación. Es como un mesías para nosotros, espíritus libres... para nosotros que fuimos históricamente acusados de injuriar el orden y la moral establecidos ¡Al fin, nuestro espíritu libre hecho carne!» clama uno traspasado por una especie de epifanía.
El sabio líder va en silencio con una expresión de cera incorruptible, acendrada, los párpados cerrados, abstraído de la multitud que le implora, que lo alza, que le canta y lo celebra. Su mirada es luz para aquellos que por ella hayan sido tocados. No dejan de llorar por su dolorosa entrega al mundo que lo rechaza ¡Cuánta magnanimidad concentrada en un sólo hombre! ¡Cuánto futuro sobre sus hombros para dicha de la humanidad!
Ahora, alcanzan el pie de la loma y la parihuela comienza su ascenso por el caminito que serpentea suavemente. Unos pocos corren y se adelantan para tomar el alto antes que el resto, y al pisarlo, lo descubren enfangado. Sopla un viento frío. Desde allí, extienden su mirada al paisaje de abajo y ven otra escena, la verdadera escena: la muchedumbre en torno al líder acarreado se ha ido deshojando en una aterradora ristra de cadáveres; los acólitos que quedan suben instigados por un fervor que no quiere morir; los portadores van desfallecidos pero sin transparentar un ápice de deslealtad, de renuncia; la pradera se ha convertido en un pedregal donde no medra ni árbol ni arbusto ni flor ni matojo ni nada y la tierra que se ha teñido de un color extrañamente gris, parece el borde de una sima. Minucioso, un denso nimbo va cubriendo el cielo. Los que están en lo alto comprenden entonces: el paso sordo y duro de la muchedumbre entregada al líder ha traído la inesperada devastación que contemplan.
Los portadores arriban a la cúspide y sitúan la parihuela en mitad del montículo. Los demás hacen cerco en torno a ella. En todos los presentes, se esconde una callada tristeza ante lo que ven, mientras una fina lluvia pegajosa les ventea y va sumiéndolos lentamente en el barro que pisan. Ovacionan, lloran al sabio líder en una especie de delirio atávico, de alucinada plenitud, de rencorosa obstinación, que en realidad no es, sino un intento de disimular la congoja, de insuflarse valor. Presienten cercanas las horas fatales…
Pero se equivocan: desde mucho tiempo atrás, por no cuidar en bajarse (o bajarlo) de la parihuela a tierra, lo que se yergue sobre la peana, lo que está en el sitial, no es ya el sabio líder, sino el cadáver de una vieja promesa y dentro de él, la traza, la sombra, de una espantosa soledad.
David Galán Parro
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