Tras la victoria, a poco de atardecer, el Rey Negro sorprendió a sus huestes con una inusual orden: que le acompañaran a su castillo. Pues ya era costumbre que les daba libertad de volver a casa inmediatamente después de una batalla, por lo que más de uno, no pudo cumplir con alguna cita familiar o amorosa acordada.
Cerca de medianoche, el Rey Negro salió del recinto en su carruaje jalado por dos caballos, con dirección a un río de la región. Al llegar allí, no se percató que un anciano alfil, que se escondió detrás de unos arbustos al verlo llegar, lo vio que sacó del coche unas bolsas abultadas que arrojó a las aguas que desembocaban en unas turbulentas cataratas. Se retiró mirando a sus cuatro costados, como asegurándose que no hubiera testigos. Al poco rato, dicho alfil se acercó a las inmediaciones de la orilla donde estuvo el monarca y halló algo que le causó escalofríos, pero tuvo el coraje de recogerlo.
Al día siguiente, los preocupados familiares de los soldados del Rey Negro, al advertir que ellos no aparecían por ninguna parte, fueron a pedir explicaciones al monarca. Él los recibió con una trabajosa serenidad en las puertas de su castillo.
-Qué raro, yo también estoy sorprendido. Ayer, luego que cenaron conmigo, se fueron como a las nueve de la noche. Supuse que estarían con ustedes- mintió fingiendo turbación.
Y poco después de darles ánimo, asegurándoles que ya aparecerían en cualquier momento los muchachos, que se habrían ido a divertir en alguna fiesta, los despidió amablemente, disculpándose que debía regresar para atender a la Reina Negra que estaba algo delicada. Pero antes que cerrara el portón, les pidió que le avisen en cuanto aparezcan los chicos, para su tranquilidad.
Una semana más tarde, cuando las misteriosas desapariciones fueron noticia mundial, las innumerables delegaciones internacionales de ajedrez, exigieron a las autoridades un mayor esfuerzo para profundizar en las investigaciones.
El problema, quizas, nunca hubiese sido desvelado, si no fuera por la valiente intervención del anciano alfil, que, rompiendo el miedo para ya no ver sufrir a los deudos del batallón desaparecido, compareció ante la Corte Internacional Ajedrecística de Justicia y contó lo que hizo el Rey Negro en el río, y finalmente, causó estupor en los jueces, cuando les mostró un dedo ensangrentado con un anillo de oro bien colocado, que halló en las orillas del río.
Entonces, los peritos en criminología, no tardaron en comprobar que el dedo pertenecía a la Dama Negra y por consiguiente, se llegó a la lógica conclusión que las bolsas arrojadas al río, contenían los restos de ella y de los soldados que el Rey Negro descuartizó.
Descubiertos sus horrendos crímenes y antes que escapara a unos bosques lejanos, fue apresado por la policía del condado. Y sin confesar el motivo que lo llevó a cometer semejante barbarie, la Corte lo sentenció a la guillotina, que se efectuaría en las próximas 24 horas. Pero por su alta investidura, le concedieron el deseo que se aplazara dos días más la ejecución, para pelear las últimas batallas de su vida.
Sabiendo que la gran mayoría de soldados de ajedrez, no querían saber nada de él por razones evidentes, no dudó que una pequeña minoría dejaría a un lado la moral, para combatir a su lado o contra él, por su atrayente fama de ser el mayor criminal de la historia del ajedrez. De modo que una cantidad suficiente de combatientes aceptaron integrar sus filas, al igual que una veintena de escuadras pactaron enfrentarlo.
Tuvo que caer en las difíciles circunstancias que atravesaba para ponderar en su verdadera magnitud, la importancia y la belleza del ajedrez, como no lo concibió en todas sus campañas pasadas.
Nunca lo disfrutó tanto como en esas postreras horas, admirando las exigencias que nos somete él, como la necesidad de lubricar a fondo los motores de la inteligencia para emplear una buena estrategia y así dar pasos sólidos en el momento de lidiar en los más intrincados caminos que nos conduzca a ir debilitando al enemigo hasta embestirle la estocada final.
¡Qué extraña fascinación le causó ver la labor de cada uno de los guerreros de ambos bandos!: el decidido avance de los peones para dar los primeros fogonazos en el campo de guerra; los temerarios alfiles que irrumpen con sus armas amenazantes en el alborotado escenario; los elegantes saltos de los caballos para contribuir con las primeras bajas del contrincante; la satisfacción de las torres para entrar a la contienda después de poner a buen recaudo a sus reyes enrocados; la conmovedora inmolación de algún soldado por salvar a un compañero o para poner entre las cuerdas al adversario con un jaque imprevisto; la decisiva intervención de la poderosa dama para el inminente triunfo; todos obedientes a la batuta de sus reyes, que uno de ellos ha de diseñar una perfecta sincronización de sesudas tácticas para alcanzar la gloria del triunfo.
De las 20 batallas que llegó a librar, ganó 11 y perdió 9, antes de que lo llevaran a la Plazoleta de Ejecuciones. Ahora que sabía esa verdad que se la llevaría a la tumba sin que nadie la sepa, le fueron más placenteras las derrotas que los triunfos, porque era digno caer con las manos limpias ante un rival que lo sabe superior, que ganarle injustamente con la bajeza del engaño.
En el camino hacia la muerte, en medio de los improperios que le lanzaba la multitud, se mostró altivo ante ellos, orgulloso del gran legado que iba a dejar a los amantes del ajedrez.
Entonces, mientras se acercaba a la vieja guillotina, sus recuerdos se remontaron hacia el mismo día de los homicidios. Aquel viernes peleó en 42 combates de los 58 pactados. Dirigiendo a sus huestes, con aires de gran estratega perdió las primeras cinco. Tuvo una ligera mejoría en las dos siguientes que ganó, pero volvió a la senda de las derrotas en ocho seguidas. Entonces, en la batalla 16, sin su autorización, vio que el caballo de su flanco y luego la torre del flanco de la Dama Negra, en el décimo primer movimiento hicieron avances que le parecieron totalmente descabellados, que podrían conducir a otra derrota más. Y se quedó más sorprendido cuando el resto de sus soldados, siguieron los pasos de sus dos compañeros. Quiso llamarles la atención, pero se abstuvo por un repentino golpe de conciencia: no deseaba que lo creyeran un odioso autoritario y los dejó guerrear con total libertad. Contrario a lo que él pensaba, su ejército se llevó una victoria increíble.
De pronto, la tosca voz del verdugo que le ordenó que se agachara, lo hizo volver a la Plazoleta de Ejecuciones.No tuvo miedo cuando acomodaron su cuello en la fría máquina, porque volvió a concentrarse con satisfacción en sus recuerdos: saludó a sus tropas por la victoria inesperada, pero para que nadie piense que él ya no era el mismo de antes, sin la vitalidad mental para dirigir acertadamente, se enfundó de soberbia y volvió a tomar las riendas en la próxima batalla con la seguridad que ganaría, para demostrar que aún establa en la plenitud de sus acciones. Entonces, en la batalla 17 dio instrucciones hasta el octavo avance (que eran siempre los mismos para establecer un conservador plan estratégico) y nuevamente vio que el caballo coludida con la torre osaron atacar, a su libre albedrío, a partir del noveno movimiento. Vano fue su intento de poner orden con sus gritos que exigían respeto y disciplina, ante la resuelta sublevación generalizada de sus huestes que tomaron el control de las acciones.
El ruido que hizo el verdugo al empezar accionar a la guillotina, lo sacó otra vez de sus recuerdos, oyendo a la multitud enfervorizada que clamaba justicia. Le clavó una mirada de desprecio a la navaja a punto de caer. Tuvo escasos segundos para resumir los hechos que le infundieron un gran orgullo, la enorme satisfacción del deber cumplido y sin un hálito de arrepentimiento. Esa noche no le era posible acceder a los pedidos de clemencia de la Dama Negra y de sus soldados. Había que desaparecerlos necesariamente, no se podía confiar en sus juramentos de guardar silencio para siempre, porque ellos podían sucumbir a la tentación monetaria para confesar que descubrieron la fórmula de la victoria que tanto buscaron sin fortuna los grandes genios.
Porque tras una serie de triunfos sospechosamente indetenibles, el Rey Negro comprobó que a partir del noveno movimiento, sus huestes hallaron los caminos secretos para el inexorable triunfo. Podrían participar en un millón de contiendas y todas las ganarían empleando la fórmula divina. De manera que solo peleó hasta la triunfal batalla 42, porque las 16 restantes, ya no tenían razón de ser. Por eso, no le tembló las manos cuando los descuartizó con su vieja acha, luego de dormirlos con un somnífero que echó al te que les invitó.
Sintió la cruel navaja en el momento que se despedía de la vida con una enorme sonrisa, convencido de ser el mayor héroe de la historia por llevarse a la tumba el secreto que, de saberse, haría que nuestras queridas partidas carecieran de sentido.
Y todas las veces que naciera, él daría su vida para que la supervivencia del Ajedrez estuviera asegurada por los siglos de los siglos.
Oak Terrace, 28 de Setiembre del 2024
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