El Niño que Quiso Consolar a Dios
Carta desde el cuerpo que no pedí
Fecha: 6 de agosto de 2025
En las mañanas de verano, mis hermanos se iban temprano —muy temprano— a un lugar donde unos jóvenes cantaban con guitarra a un dios crucificado. Yo ya lo había visto antes. Mis tíos me llevaban a la procesión del Señor de los Milagros. Tenía tres o cuatro años cuando uno de ellos me alzó. Fue entonces que lo vi: una imagen dorada, envuelta en humo, balanceándose al ritmo de un elefante invisible.
—Es Dios —dijeron.
Para mí era un gigante con corona, clavado en una cruz, con el rostro más triste que el de mis tías llorando cuando murió mi abuelo.
Me bajaron. La multitud seguía al Señor triste. Y yo pensé:
Si algún día lo veo de cerca, le diré que no sea tan triste, que así pone a todos igual de tristes.
Le tiraban flores, pero él no se inmutaba. Seguro tenía calor, los oídos reventados por los gritos, el incienso, y aquella comparsa que no cesaba.
Sí, ese Señor era muy triste.
Junto a mis hermanos lo volví a ver. Un español habló en latín: palabras largas y espumosas, como de jabón. Mis hermanos miraban a las chicas de la guitarra. Eran lindas, como ángeles pintados en las paredes. Pero eran grandes.
Así fue mi primera visita a una iglesia: triste, extraña, perfumada por la gente a mi lado.
Yo buscaba con la mirada a alguien más pequeño que yo. No encontré a nadie. Todos eran grandes.
Decidí no volver.
Aunque me gustaban los ángeles con guitarra.
Ya de mayor, si veía una iglesia, entraba solo para ver si encontraba algo más que tristeza. Solo hallaba silencio. Una luz filtrada por los vitrales. Bancas de madera con espacio para una donación... o para esconder la gorra.
No me gustaba ver a los curas. Siempre de negro.
Seguro por el Señor triste.
Pasaba por otra iglesia y veía cómo la gente entraba seria... y salía más seria. Ojos rojos. Luego se acercaban al cura, le besaban las manos... y sonreían.
Tuve mi comunión.
Los chicos decían que si la hostia caía al suelo, saldría sangre. Así que cuando me la pusieron en la boca, la mordí fuerte para que no se cayera. No fuera a manchar el traje blanco que mamá me había puesto. Y si se manchaba, seguro habría sangre. Pero no de la hostia.
De los correazos.
Pasó el tiempo.
Mucho tiempo.
Volví a entrar a una iglesia, en un país lejano. No había agua en la entrada. Solo soledad.
Bancas casi apolilladas. Una cruz sin el hombre.
Sin el hombre triste.
Me senté. Cerré los ojos. Me dormí.
Y soñé con el rostro de mi padre.
Al que jamás conocí.
Nos había dejado antes de que yo naciera.
¿Tendría el rostro del hombre de la cruz? ¿Me extrañaría? ¿Tendría yo su rostro? ¿Sufriría como mamá?
No estaba clavado, pero sí oscuro.
Como las iglesias que pisé.
Y pensé: ¿Quién no desea ver el rostro de un niño que le ama?
Yo le amaba.
Mucho.
Pero no podía decírselo a mamá. Apenas decía "p-a-p-a", su rostro se enrojecía y por su dulce boca salían culebras y lagartos.
Pero yo le quería. A papá.
Una noche, revisando las cosas de mamá, encontré un periódico viejo.
Una pareja casándose.
Leí el nombre del hombre.
Tenía mi nombre. Y mi apellido.
Era él.
El rostro del Señor de la cruz...
Pero con lentes. Y sonriendo de oreja a oreja.
Aunque esa mueca en sus ojos lo delataba.
Estaba crucificado.
Sentí un peso al verlo.
Me miré al espejo.
Quise arrancarme la piel.
Se parecía a mí. Mucho.
¿Era yo el hombre más triste del mundo?
¿Qué pena había provocado?
¿Acaso nacer fue un error?
Desde ese instante sentí un dolor sin forma. Pero dolía.
Como si una culebra viviera en mi garganta, queriendo salir y envenenar el mundo.
Vivía dentro de mí.
Miraba el mundo como un submarino asomando su periscopio.
Mis manos eran de gigante.
Mi cuerpo: prisión.
Quizás el hombre triste me había contagiado.
Y debía sufrir. Porque así se vive.
Como mamá. Como papá. Como los demás.
Los curas...
Ellos sí sabían vivir.
Pegándola de buenos,
cuando de buenos solo tenían la ropa.
Lo demás era un acto de fe.
Crecí.
Y seguí creciendo dentro de este cuerpo que detestaba.
La tristeza era mi sonrisa.
Si alguien se me acercaba, lloraba sin llorar.
Todos se alejaban.
Eso me hacía especial.
Aprendí a ver en la oscuridad.
A escuchar el silencio.
Por las noches, esperaba que una estrella bajara y me dijera por qué estoy aquí, atrapado en un cuerpo tan grande.
¿Para qué?
Pasó el tiempo.
Nada importante hice.
Mi ser era como esas iglesias:
olvidadas, de madera vieja,
tiendas de tinieblas con campanarios vacíos.
Un santuario de la soledad más silenciosa.
Hasta que...
Un rayo de luz despertó al niño que fui.
Abrí los ojos.
Un aire puro atravesó mi pecho.
Y por primera vez hablé sin usar el periscopio.
Como si naciera.
Como si el alien escondido reventara las paredes secas de su santuario.
Respiré.
Floté como nave luminosa.
Poco a poco, vi más de cerca.
Y lo que veía era ilusión.
Juegos que no terminaban.
Hasta hoy.
He llegado a casa.
Todo está oscuro.
Pero mis ojos...
Mis ojos por fin ven.
Viene algo.
Algo se acerca.
Más y más cerca.
Y por primera vez,
—sí, por primera vez—
puedo saber quién soy. |