Estoy muy a gustito aquí en Athlone, la verdad. Athlone es un acogedor pueblo irlandés, atravesado por el río Shannon, al que todas las guías turísticas se refieren como "el corazón de Irlanda", debido a su situación geográfica, en el mismo centro del país. Aquí he encontrado no sólo refugio en mi huída del asfixiante calor madrileño, sino también paz y sosiego. Sin embargo, después de dos semanas de vida excesivamente pausada, el cuerpo me iba pidiendo un poco de marcha. Así que ayer consulté el horario de trenes que pasan por Athlone, que, en un alarde de previsión, me había traído impreso para este viaje.
Los tres únicos destinos que me decían algo eran Dublín, Galway y Tullamore. Dublín y Galway ya los he visitado en multitud de ocasiones. En cuanto a Tullamore, si tengo que decir la verdad, lo único que hasta hoy sabía de esta ciudad no era gran cosa. El primer viaje al extranjero que hice con cargo a mí pecunio, unos pocos meses después de empezar a trabajar, fue precisamente a Irlanda. Ese viaje inicial, no sé si también iniciático, lo llevé a cabo en compañía de mis buenos amigos Adolfo y Manolo. Recuerdo perfectamente que en la guía Lonely Planet que llevábamos se afirmaba que, para los irlandeses, el whisky escocés, comparado con el whiskey irlandés y concretamente con el que se elabora en Tullamore ("Tullamore Dew"), era "pis de gato". Tanta gracia me hizo la expresión, que todavía hoy la recuerdo. Ya dije que mi conocimiento de la ciudad era más bien limitado. Así que me metí en internet, a ver si encontraba algo interesante que ver o hacer en Tullamore. Los atractivos de la ciudad se reducen, básicamente, a una visita a la destilería del famoso whiskey local y a una caminata por la ruta verde conocida como "Ruta del Gran Canal". Después de un rato dando vueltas en la red, afortunadamente encontré un motivo para ir, que, si bien no estaba en la misma ciudad, se encontraba a la distancia de una cómoda paseata. Me refiero al Castillo de Charleville, que cuenta con mucha historia y mucha leyenda y que además está rodeado de un grandioso bosque (y donde haya un bosque - aunque no sea grandioso - , que se quiten todas las rutas verdes del mundo). Una de las historias del castillo gira en torno a Lord Byron y a las buenas juergas que allí se corría. Y una de las leyendas gira en torno a una niña llamada Harriet, que al parecer murió tras caer por unas escaleras, y cuyo fantasma no ha dejado de aparecerse por todos lados desde entonces.
Así que esta mañana me fui al castillo encantado de Charleville. En internet me había informado de que actualmente el castillo se encuentra cerrado, pero para mí era más que suficiente verlo por fuera, posibilidad que me confirmó la Inteligencia Artificial de Meta. Pero al llegar me di de bruces con una verja cerrada que no sólo me impedía acercarme al castillo, sino incluso poder verlo. Me estaba cagando ya en todos los ancestros de Mark Zuckerberg cuando me di cuenta de que el candado no estaba echado y se podía franquear la puerta sin mucho problema. El castillo es fabuloso, desde luego. Se parece a los castillos del Exin Castillos de nuestra infancia. Ahora caigo en la cuenta de que ésta es una referencia sólo para boomers. Bueno, yo ya lo avisé en el título de este diario. Respecto a Harriet, a pesar de que iba con los cinco sentidos alertas, e incluso con el sexto sentido afinado a más no poder, la verdad es que no encontré ni rastro de ella. Ahora que el interior del castillo no se puede visitar y acuden muy pocos turistas, la pobre se estará aburriendo una barbaridad.
En el recinto que rodea el castillo, al que accedí una vez traspasada la verja, no había absolutamente nadie. Mentiría si dijera que no pasé nada de miedo. Me imaginaba que, en cualquier momento, podrían aparecerse por allí un par de perros doberman. ¿Y qué haría yo entonces? Apenas contaba con un sencillo paraguas para defenderme. Mi única posibilidad de sobrevivir era que se pusiera a llover de repente y le prestara el artilugio a los perritos para que se protegieran del chaparrón. Así igual nos hacíamos amigos.
Gracias a Dios, mis temores resultaron infundados y todo transcurrió plácidamente en el mejor de los mundos posibles, que diría el amigo Leibniz.
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