El humo del té flotaba sobre el ordenador como un fantasma invitado. Lo bebí de un trago mientras buscaba respuestas sobre mi existencia.
Mi madre llevaba dos años muerta. La casa, aún llena de su magia, sólo dejaba oír ecos de su voz. Me acercaba a sus fotos —allí sonreía para nadie—, pero ya no estaba.
Ahora el silencio camina con pies húmedos por los rincones intactos. Mis pasos son su sombra. Este regalo de soledad me lo dejó ella: estar solo conmigo para aprender a escucharme.
Es una compañía extraña.
Te detienes frente a la puerta, saboreando haikus, oraciones, sentimientos. Para un solitario como yo, el silencio es como respirar el aire de las cumbres: nubes que inflaman el pecho.
Sonreí.
Volví a la pantalla.
Entonces oí pasos subiendo la escalera. Se detuvieron frente a mi cuarto. No sentí miedo: era la confianza antigua del amor, cargando regalos... o alimento.
Me volví.
Era yo.
Yo, a los veinte años.
—Pasa —dije—. Busca una silla.
Entró callado. Su rostro brillaba sin saberlo. Cabello negro hasta el cuello, ropa deshojada, zapatillas sucias.
—¿Por qué viniste? —pregunté.
"Quería saber qué sería de mí si dejaba la universidad... Ahora lo veo.
Me avergüenzan mis tonterías:
aquella niña de cuerpo inmóvil,
la mujer que no perdonó su debilidad,
los ojos de mamá viendo mi decepción...
Sólo quería amar.
No sabía cómo.
Vivo anclado al pasado.
Navego tu memoria, y cuando el cielo se agrieta... veo mi fugaz felicidad.
Al verte solo y contento...
me quiebro."
El joven cubrió su rostro. Me levanté —era más alto que yo, señal de que me había encogido— y dije:
"Escucha: todo fue necesario.
Fuiste moldeado con crueldad... pero esa era la tarea.
Me encontraste.
Eres mi parte más valiente:
un guerrero.
Gracias por caminar lugares que yo no pisaría otra vez."
Alzó la cara. Aún brillaba. En sus ojos oscuros me vi.
Me abrazó llorando como nadie. Una lágrima escapó de mi corazón.
Al abrir los ojos, me abrazaba a mí mismo frente al ordenador.
Sonreí.
Retomé la escritura.
Me detuve: ¿Podría ver mi futuro?
Cerré los ojos.
Allí estaba: un anciano de paso firme caminando hacia un centro de inadaptados. Llevaba un termo. Tenía frío, pero ocultaba la debilidad. Se detuvo:
"Hola. Llegaste.
Ya no hay nada más que hacer.
El agua escasea en el mundo... menos para quien halla fuentes donde nadie busca.
¿Me sigues?"
Lo seguí.
Policías azules nos revisaron. Marcaron nuestras frentes. Se abrieron puertas hasta una sala donde jóvenes lo esperaban.
—"¡Viejo! —gritaban—. Trajiste a tu hermano."
El anciano abrió el termo. Repartió cigarrillos en silencio.
—"¿Por qué siempre vienes?" —preguntó uno.
No respondió.
Sacó chocolates.
Luego frazadas. Las manos jóvenes las recibían como ofrendas.
—"¿Por qué eres así de bueno?"
Solo escuchaba.
Hasta que murmuró:
"Quizás no vuelva.
Pero recuerden:
siempre habrá alguien dispuesto a escuchar...
y dar amor.
No lo olviden."
Lloraron. Lágrimas dulces. Lo abrazaron como a un padre.
En la puerta, se separó de mí.
Me miró.
Y en sus ojos vi a la Muerte.
Bajé la vista.
Cuando alcé los ojos, estaba otra vez frente al ordenador.
Palpitaba una nueva historia.
Otro encuentro. |