Por razones administrativas, el banco donde trabajaba exigía confirmar el fallecimiento de clientes morosos para cerrar sus cuentas. Un procedimiento frío, pero rutinario. El protagonista —metódico y acostumbrado al papeleo— acudió una vez más a la Oficina Estatal de Necrópolis, como tantas otras veces.

Pero aquel día, algo cambió. Entre pilas de documentos, encontró una partida de defunción que lo dejó helado: los nombres coincidían con los suyos. Nombres, apellidos, número de documento... incluso el lugar del fallecimiento: el hospital donde él mismo había sido operado meses atrás.

Lo absurdo llegó con el detalle de la fecha: ¡diez años en el futuro! “Un error informático”, pensó. Pero la causa de muerte —infarto agudo de miocardio— también era una extraña coincidencia con sus problemas del corazón. Rio0 nerviosamente. Al menos tenía “garantizados” diez años más, ironizó.

Y fue entonces cuando bajó la guardia. Comenzó a fumar nuevamente, abandonó los chequeos, se dio permisos alimenticios que su cardiólogo jamás hubiese aprobado. No importaba, pensaba, el documento lo avalaba: diez años de vida asegurados.

Diez años después, ese documento tenía razón. No murió antes. Pero la promesa se había convertido en castigo. Su cuerpo era un campo minado, doloroso, exhausto. Las visitas al hospital se multiplicaron, y ya no salía caminando. Su vida seguía, pero cada día era peor que el anterior. Cada mes se parecía más a un tormento que a una real existencia.

Ya no tenía miedo al morir… sino al sufrimiento que por tanto tiempo él mismo se había procurado.

Con el tiempo, se dio cuenta de que: la incertidumbre no es un error, sino parte esencial del diseño. El Creador, al reservarse el cuándo y el cómo, nos entrega el más sabio de los dones, el libre albedrio y, como complemento, el desconocimiento de nuestra hora final.