Introducción:

Hay momentos en que el alma no habla: sangra.
De ese manantial nace este texto. No es una queja. Es una reverencia. Porque el dolor —cuando es comprendido— se convierte en hermano, en espejo, en guía silencioso hacia la compasión y la fuerza. Este escrito es una carta íntima al maestro y al misterio, escrita desde la herida que ya aprendió a amar su grieta.

HERMANO DOLOR

Maestro... durante el paso de mi vida siempre busqué el amor...
como un siervo le busqué en las praderas...
en el rostro de unos ojos amables...
en el brillo de una sonrisa...
en la gloria de un mundo precioso...
Mas, siempre salí herido...
no por errar,
más bien por no haberle conocido...

Usted fue quien me dio ese aroma de paz
que limpió todas mis heridas...
llenándolas del barro de sus palabras,
tan llenas de firmeza y poder,
que me hicieron volar con las alas rotas
hacia el brillo de un nuevo amanecer.

Y luego, como humano, caí mil veces...
y me paré siempre.
Pues en el territorio de la existencia
no hay dolor que no sane, cicatrice...
y uno se hace más resiliente
ante sus manifiestos.

He batallado batallas silenciosas en mi ser...
y de todas ellas fue la claridad de su conocimiento,
la práctica constante de su enseñanza,
quien fue mi escudo.
Y el dolor se hizo mi hermano.

Me enseñó a ser más humano,
a comprender que hay heridas que se cierran...
que hay dolores que aúllan sin parar
como clamando por la ira...
Hay dolores que dan pena...
y de ella aprendí a ser como un río
que fluye ante las piedras del camino.

No sé cuántas batallas libraremos...
pero estamos unidos
en este aliento que usted me hizo recordar
como la fuente del poder de mi existencia.

Aprendí que nuestro andar es solitario...
y sus pasos están siempre a mi lado
como el guía que siempre fue...
Y por ello, y tantas más gracias,
le pido:
siga usted andando...

Que el dolor es nuestro secreto...
es mudo...
solo abre las grietas de un corazón silente...
y este...
solo sabe escribir desde su silencio.