Sentada en el silloncito, frente al venerado jardín, rezó por su familia: si algo malo ocurriera, que sea a ella y a nadie más que a ella. Pidió fuerzas para estar entera y alegre: esa noche, celebrarían su cumpleaños número noventa en un salón.
Transcurrió el día entre llamadas telefónicas.
En julio la noche caía pronto.
Ya había seleccionado la ropa, la había planchado y estaba estirada sobre la cama. Tras un largo y vaporoso baño, se vistió. Unas gotas de perfume y un broche en el pelo. Antes de las ocho, estaba lista. Mientras esperaba a que la fueran a buscar, se sirvió una copita de licor de naranja.
El paso de los años no le resultaba vertiginoso, más bien un lento deslizar entre decorados de recuerdos y rutinas.
Los cien años llegaron como un detalle más, como un broche en el pelo o un pañuelo de seda enlazado al cuello. Esa mañana también meditó en su silloncito. Era un día más y ella una mujer de estructuras, de sanas disciplinas.
Pidió que no la abandonara la voluntad y que la desgracia no tocara a su familia.
Todas las llamadas se acumularon en el intenso día. Por suerte, ahora no tenía que sostener el teléfono, que solía cansarle el brazo y dejar dolores en las articulaciones; con el nuevo dispositivo en la oreja, sólo tenía que hablar y escuchar.
Un año y otro más, como espejos enfrentados.
Bailaba. Siempre le había gustado bailar. Bebió vino blanco Cosecha Tardía. Contemplaba con gozo ese enjambre familiar, que le rendía honores y cariño.
Al otro día pagaba las consecuencias, pero era una factura que estaba dispuesta a pagar. También la melancolía. Al mirar atrás, sólo veía muertos y más muertos…
Pero quién podía soplar ciento ochenta y dos velas, ni una menos: seguir en pie y con alegría. Solamente una mujer que, al mirar hacia adelante, ve luz y más vida.
Para la celebración de los dos siglos de edad, se acercaron periodistas, científicos, biólogos, curiosos, incrédulos. Ella estaba sentada en la cabecera de una larguísima mesa, que comenzaba en su jardín, salía por el portón y continuaba por la calle hasta dar la vuelta manzana y seguir por la avenida. Tal era la cantidad de familia y gente querida que acudió…
Sus ojos seguían proyectando una cálida luz, su piel tenía el fulgor de un damasco al sol. Fue el primer julio caluroso. Aun le gustaba bailar y sus piernas obedecían.
Una canción de Sandro le recordó que, muchísimos años atrás, había bailado esa misma canción con sus dos hijas y su único hijo.
¿Cuánto tiempo había pasado?
Erraba nombres y caras, pasaron nietos, bisnietos, tataranietos y cada uno de ellos tuvo, a su vez, sus nietos, bisnietos y tataranietos.
¿Ese que maneja la mini-nave es Milo? - preguntaba.
No, abuela.
Claro Milo, tendría más de cien años ahora.
Tenemos otro Milo en la familia. Juega en la liga intergaláctica.
El tiempo era una corriente que arrasaba todo, y a todos, sólo a ella le era esquiva.
Resultaría arduo y redundante abarcar su vida. Una empresa de generaciones de enciclopédicos y recolectores de datos.
Sus ojos aún disfrutaban las magias de la lectura. Escribía cada noche una especie de diario, amontonaba cuadernos en un lugar al que nunca nadie accedió.
Las películas fueron otra constante. Desde las arvejas que juntaba en su adolescencia para comprar la entrada al cine, los televisores en blanco y negro, a color, las computadoras, pantallas led, los microcines, los proyectores de ultrapotencia…
- Gustavo, por favor, arreglame la pantalla del cielo, que quiero volver a ver Casablanca entre las estrellas de esta noche tan cálida.
- Sí, abuela. Ya lo Teledirigo.
- Gracias, Gustavo.
Permanecía mirándolo, indagando en sus rasgos… ¿De cuál de todos los Gustavos se trataba?
Nacimientos, muertes. Más muertes y más nacimientos. Los nombres se multiplicaban… Algunos se repetían, sobre todo los nombres de sus tres hijos. La última vez se habían contabilizado en la familia dieciocho Cecilias, veintitrés Lauras y treinta Gustavos. ¡Cómo no se iba a confundir!
Te gustaría volver a visitar tu pueblo, abuela, volver a San Lorenzo.
Si me lleva, querida...
Ahora podemos teletransportarnos, es un poco cansador…Pero llegaríamos a San Lorenzo en exactamente siete segundos.
Bueno, Chapi, yo hago como vos me digas.
No soy Chapi, abuela.
Pero sos tan parecida.
Cerrá los ojos, abuela, la luz violeta es muy fuerte… Vas a sentir un zumbido. No te asustes…
No, querida.
De pronto, estaban en San Lorenzo, lo supo de inmediato por la estación. Miraron la llanura a través de las viejas vías. Podría pasar una eternidad, pero el recuerdo de aquel primer viaje en tren con su madre no se le borraría jamás.
¿Es cierto que ya no queda ninguno?
Nomás en los museos, abuela. Ahora nos podemos teletransportar.
Era tan lindo viajar en tren.
Para el cumpleaños número trescientos se inauguró un ritual que se repitió cada aniversario. En lugar de velas se encendían antorchas: una por cada año. Las antorchas encendidas a lo largo de la avenida daban el espectáculo de una larga procesión.
Pero…decime ¿vos sos Ayelén?
No, cómo voy a ser Ayelén. Fue tu primera nieta, vivió más de dos siglos atrás.
¿Ah? Tenés los mismos ojos, querida...Ojos de mar.
Sí, como los tuyos, abuela.
La corriente del tiempo resbalaba en su ahínco. Atravesaba siglos con impoluta frescura. ¿Qué no se ha dicho de ella?
La asimilaron a la estirpe de Cleopatra. Aseguraban que había mordido la manzana dorada de las Hespérides: manjar que otorga la vida eterna. Otros atribuían el prodigio al extraño licor de naranja.
Hasta llegó a decirse que era reencarnación de la Diosa Isis.
Para el año cuarto, del primer centenario del aluvión; comenzó la mañana de su cumpleaños sentada en el viejo y desvencijado silloncito. Contempló el sagrado jardín de flores lumínicas. Luego cerró los ojos y rezó por toda su familia.
Estuvo todo el día eludiendo solicitudes de comunicación ecoemocional o de proyección holográfica. Ella no estaba para esas tecnologías monstruosas, prefirió postergar todos los encuentros para la noche.
La celebración estaba organizada para esa noche en la pirámide central. Pidió que no la teletransportaran, quería caminar como en los viejos tiempos. Sus piernas nunca la defraudaban. Tampoco la voluntad.
Una brisa cálida agitó su larga capa de terciopelo líquido. Oyó rumores lejanos, cánticos, ecos de su nombre. Al llegar a la esquina, detuvo los pasos y se llevó la mano a la boca, totalmente, deslumbrada: colina abajo, las antorchas encendidas, una por cada uno de sus años, convertían la noche de la ciudad en un caluroso día de sol.
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