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UN VIAJE A LO DESCONOCIDO
Fosforito. Así la apodaron en la escuela, luego de haberle dado un golpe en la cara a Karina, justo en medio de la presentación de "La Mujer Maravilla" en la clase de artística.
—¿Por qué hiciste eso? —le preguntó Aileen.
Karina soltó una carcajada. Aileen bajó la mirada, se agachó, recogió una piedra y la lanzó con rabia. Al instante, chorros de sangre comenzaron a salir de la oreja de Karina.
La llamaron a Rectoría por su comportamiento. Llegó temblorosa. La rectora, una santandereana de carácter fuerte, imponía respeto desde la entrada. Aileen tartamudeaba al hablar, le temblaban las manos. Firmó un compromiso de buena conducta para no ser expulsada.
Desde los siete años, Aileen combinaba el estudio con la venta de chance, churros y rifas, todo para tener con qué gastar en los recreos. El único premio grande que logró vender fue con la Lotería del Valle. Lo ganó Miriam, una tía suya, con el número 618. La primera rifa que realizó fue una colcha, y se la ganó Chavela, la vecina que vivía dos cuadras arriba de su casa.
En séptimo grado sembraron lechuga y tuvieron una cosecha abundante, tanto que pudieron regalar a varias familias. Al finalizar ese año lectivo, realizaron una obra de teatro en la que Aileen interpretó a una mendiga. Usó un pantalón anaranjado y una blusa blanca que desgastó para la obra. Fue tan buena que la repitieron durante la reunión de padres de familia, y todos se pusieron en pie para aplaudirlos.
Aileen fue de pocas amigas. Cuando tenía unos diez años comenzó su amistad con la hija de la vecina de enseguida. Un primo de ella era generoso, siempre que llegaba le regalaba algún dulce. Un mañana se la llevó para el baño y le introdujo el dedo en la vagina diciéndole que era necesaria para ella como mujer. Lloró en silencio por lo sucedido. Cuando supo que era un abuso sexual se lo comentó a su madre quien le restó importancia a lo sucedido, tal vez por no perder la amistad con su vecina. En las vacaciones, se iban a la finca del papá de Miguel en La Tulia. Los viernes bajaban a tomar café con leche en la panadería del parque, mientras escuchaban el aleteo de las gallinas y sentían el olor a boñiga fresca. Luego salían corriendo, envueltos en la neblina que los cubría.
Cuando tenía trece años, asistió a su primera fiesta y sintió atracción por un hombre mayor, a quien admiraba por su inteligencia. Seis meses después conoció a Mauricio, un joven que no superaba los veintitrés años, y se hicieron novios. Su prima Nayibe era quien la acompañaba cada vez que iban a verse.
Un día, su mamá fue a la panadería y, al verla con aquel muchacho tomada de la mano, comenzó a golpearla con la chuspa del pan que llevaba. Recibió varios castigos físicos en público, convirtiéndose en el hazmerreír del barrio. No le importaba; sentía que lo amaba y eso era suficiente.
Pronto, sus padres le permitieron recibir visitas en su casa, las cuales eran los viernes y sábados.
Los sábados, Mauricio llegaba perfumado, impecablemente vestido, con gomina en el cabello, sus infaltables tenis rojos y una credencial. Le regaló cuarenta y ocho en total. En una de esas visitas, le dijo:

—Demuéstrame tu amor. Quiero hacer el amor contigo.
—¿Qué? ¡ni lo creas!
No habían transcurrido dos semanas cuando ella le dijo:
—Quiero hacer el amor. Que sea el próximo domingo.
A las 2 00 p.m del aquel domingo Mauricio la recogió en su casa, en un Mazda 2 que había comprado, ingresaron a Rebeca —el motel—, cerca al corregimiento La Cascada.
Aileen entregó su virginidad al hombre que amaba, con la ilusión de que aquello los uniría más. Aunque en el fondo no deseaba volver a acostarse con él, lo hizo creyendo que ese gesto profundo, casi sagrado para ella, sería suficiente para fortalecer su relación. Se sentía feliz, convencida de que lo suyo tenía futuro… pero la realidad fue cruel.
Al día siguiente, todo se desmoronó: se enteró de que, tras visitarla, él seguía acostándose con otras mujeres, pero aun así, decidió continuar con él. Pensaba que ya no podía dar marcha atrás, que él tenía algo suyo que no podía recuperar: su virginidad.
A partir de entonces, vivió en silencio muchas humillaciones. Una de las más dolorosas fue verlo besarse con Nelly la que todos habían manoseado justo cuando estaban disfrutando de un partido de microfutbol , mientras ella bajaba a comprar una Coca-Cola y unas papitas. Fingió no haber visto nada. Fingió que no le dolía, pero por dentro, se rompía un poco más cada vez.
Un día, frente a su casa, él le dijo: “Esta relación se terminó”. Ella le suplicaba que no la dejara y lloraba, mientras él sonreía, hasta que se fue a su casa.
Desde ese momento, ella comenzó un camino de oración y decidió no volver a insistirle ni a pasar por el lugar donde él trabajaba. Así, su vida empezó a cambiar. Comenzó a asistir a las fiestas del colegio.
En décimo grado, Gustavo quien era de esos chicos con los que todas querían salir. No porque fuera galán, sino porque era generoso, organizó una fiesta para el cumpleaños de su novia Claudia en su casa, la cual contaba con piscina, y sauna. Propuso un reto: entregaría veinte mil pesos —una fortuna en aguardiente— a la mujer que más resistiera tomando trago. Las finalistas fueron Claudia y Aileen, que brindaban como si no hubiera mañana. Aileen tuvo que ser llevada cargada hasta su casa , en modo estatua, y al llegar sus papás le dieron tremendos correazos . Al otro día, se miró las piernas y pensó: “Estos no son moretones, son souvenirs de una gran noche”.
En clase de química les tocó hacer un experimento, pero Aileen decidió ponerse creativa: quería entender todo el proceso, desde la uva hasta el vino, Su cuñado, que tenía una fábrica de vinos, le echó una mano. El vino quedó tan bueno que, por supuesto, lo estrenaron en una fiesta en su casa. Puro espíritu científico.
Casi todos los trabajos escolares los hacían en grupo, aunque había una casa que evitaban a toda costa: la de las Perdomo. Aunque tenían dinero para mandar a enmarcar los billetes, eran más amarrados que un sancocho sin sal. Allí, Aileen vio por primera vez una crema dental rajada, totalmente exprimida. “Esto no se ve en mi casa”, pensó, en shock.
Ya en once, hubo una fiesta en casa de Aileen. El vino de misa fue cortesía de la empresa Única S.A., probablemente sin saber que terminaría bautizando adolescentes. Esa noche, alguien lanzó una regla absurda: el primero que se emborrachara, perdía... ¡una ceja! Y efectivamente, un valiente terminó con la cara editada. El profesor Héctor sacó su flauta de aire y tocó varias canciones que nadie pidió, mientras el profe Orlando se desconectaba del planeta cada vez que Aileen pasaba con escote.
Las salidas a la finca de Claudia se volvieron tradición. En una de esas, organizaron una empiyamada. Todo parecía normal hasta que, por la puerta trasera, la hermana de Leonor hizo pasar al novio como quien mete un gato al cine. Mientras tanto, las demás jugaban billar sin sospechar nada. De repente, ¡pum, pum, pum! Se escucharon varios disparos. Era el tío de Claudia, que al ver al intruso decidió resolver el problema a su estilo. Años después supieron que ese señor no solo tenía mala puntería, sino que también era uno de los mafiosos más temidos de la vereda. ¡Y ellos preocupados por no perder puntos en ética!
Durante el tiempo que estudió, se relacionó poco con Jesús María. Con los años intercambiaron números telefónicos y le contó que fue profesor a domicilio; cuando una estudiante no tenía con qué pagar, le pagaban en especie. También le comentó que estuvo en la selección Quindío y que dejó de ser profesor a domicilio por miedo al jefe de sicarios del pueblo, llamado Elías, quien lo amenazó por estar saliendo con Cristina, quien finalmente se fue a vivir con Elias.
Llegó el día de su graduación; su rostro resplandecía, encrespó su cabello y vestía su toga con orgullo. Muchas miradas siguieron sus pasos hasta recibir las medallas como reconocimiento a mejor bachiller académica, conducta y compañerismo.
Los asistentes a la ceremonia comentaban: "Esa muchachita se llevó todos los reconocimientos y regalos." ¡Claro, fue cierto! Pues además de las medallas, le regalaron un reloj Tissot, una beca para estudiar periodismo y fue la encargada de dar el discurso de grado.

En el pueblo, todos olvidaron que fue el mejor bachiller académica de su promoción, por no tener una vida de lujos como los demás compañeros.
Unas semanas después, y ante la imposibilidad de estudiar con la beca que se ganó, le dio otra oportunidad a Mauricio. Vivieron un reencuentro maravilloso, y cuando cumplieron tres meses juntos, le regaló un curso de mecanografía y comenzó a transcribir trabajos de los colegios. Pronto quedó embarazada y, a los tres meses siguientes, se casaron por la iglesia.
La fiesta de matrimonio fue una verdadera verbena: ¡no cabía un alma más! Tuvieron que hacer rendir el pastel, la comida, por la cantidad de “patos” que llegaron. El licor abundó. La música, las risas y los abrazos se extendieron hasta las 9:00 de la mañana del día siguiente. Todo parecía prometer un comienzo feliz. Pero la luna de miel fue apenas un suspiro. Muy pronto, regresaron las viejas heridas: las infidelidades. Él, engreído, buscaba la atención de cualquier mujer en la calle, mientras ella, silenciosa y resignada, se entregaba por completo al hogar, intentando sostener lo que ya empezaba a desmoronarse.
Aileen recordaba, con un nudo en la garganta, que tres días antes del nacimiento de su hija, él estaba lejos, celebrando con sus amigos en Buenaventura. Mientras ella comenzaba a sentir las primeras contracciones, él reía, ajeno a todo, como si la vida no estuviera a punto de cambiar para siempre. Cuando por fin regresó, ella ya estaba en trabajo de parto. A la 1:00 de la madrugada, salieron rumbo a la casa de su madre, quien no los soltó de la mano y los acompañó hasta el hospital.
Durante el parto, entre el dolor y el miedo, Aileen se aferraba a la fe. Rezaba un Padre Nuestro entre cada contracción, como si esas palabras fueran un escudo contra la soledad que la invadía. Cuando por fin nació la bebé, mientras la llevaban al cuarto, vio a Mauricio. Él estaba allí, pero era como si no estuviera. Ella desvió la mirada, y un torrente de rabia, tristeza y decepción le recorrió el cuerpo. En ese instante, supo que algo dentro de ella también había nacido… o quizás, había muerto.
Cuando la niña tenía seis meses, Aileen ingresó a estudiar secretariado . Sabía que tenía que estudiar; de lo contrario, tendría que seguir soportando todas las humillaciones que su esposo le hacía. Durante las mañanas se ocupaba del hogar, de la niña y le llevaba el almuerzo a su esposo hasta el taller donde trabajaba. Cada día la relación con su esposo se volvía más fría y distante; lentamente se consumían las ganas de hacer el amor con él.
Un mes después tuvieron una discusión por un polvo blanco que ella encontró después de que él llegara ebrio. Lo confrontó, y él le confesó que vendía perico para poder mantener el hogar. Aileen le gritó que seguro era para gastarlo en las mujeres con las que andaba, porque a ella le daba muy poco. Él intentó golpearla, pero ella levantó unas tijeras que tenía, evitando la agresión. Ese fue el motivo para que ella decidiera separarse de él.
Habló con sus padres sobre la situación, quienes la recibieron en su casa junto con su hija y los pocos bienes materiales que había comprado transcribiendo texto a máquina, principalmente de las estudiantes de normalistas. Estaba decepcionada de los hombres. Asistía poco a la eucaristía y, cuando lo hacía, no prestaba atención a la homilía; se cuestionaba el fracaso de su matrimonio.
Mientras estudiaba secretariado, el destino la sorprendió: volvió a cruzarse con quien había sido su amor platónico. Sin planearlo, comenzaron una relación secreta, intensa y profunda. Él era un hombre inteligente, generoso, un ser humano extraordinario. Le repetía, con una fe inquebrantable, que estaba destinada a cosas grandes, que no debía conformarse con menos. Sus palabras encendieron en ella una llama que había estado dormida. La motivó, la sostuvo, y hasta la ayudó económicamente para que pudiera ingresar a la universidad. A partir de entonces, el mundo se le abrió como nunca: nuevas experiencias, oportunidades y sueños comenzaron a tomar forma.

Aunque la relación llegó a su fin, Aileen entendió, con el corazón lleno de gratitud y nostalgia, que él había sido su primer amor.
No había pasado mucho tiempo cuando consiguió su primer empleo como asistente contable. El salario, sorprendentemente generoso, le permitió darse pequeños lujos: una gargantilla, una pulsera y tres anillos de oro que compró en la prendería justo frente a la oficina. Cuando su padre celebró sus setenta años, le obsequió una pulsera del mismo metal, símbolo sencillo pero cargado de afecto.
Más adelante, conoció a un hombre que, en su momento, pareció excepcional. Compartieron un noviazgo que se extendió por cinco años, durante los cuales viajaron juntos a San Andrés, recorrieron la costa atlántica, el Eje Cafetero y los paisajes del Valle del Cauca. Cada quince días salían a bailar, como un ritual que les mantenía unidos. La última noche fue en plaza norte: brindaron con ron, se dejaron llevar por la música ranchera, y ella recibió, como de costumbre, una rosa roja, ese gesto que él repetía con la delicadeza de quien cree en los símbolos.
Pero la ilusión se quebró tras una infidelidad, y acordaron tomarse un tiempo. No pasó mucho hasta que ella supo la verdad: una mujer esperaba un hijo de él, mientras que ella, con el corazón encogido, asumía que quizás jamás podría concebir. Él lo negó una y otra vez, asegurando que aquella niña no era su hija.
Tiempo después, asistieron a una fiesta de disfraces, donde apareció Yaneth, una mujer exuberante, de esas que se reinventan a fuerza de cirugías y cuyos intereses orbitan alrededor del dinero de los hombres. Era hermana de un ingeniero civil para quien Aileen trabajaba, y fue tras aquel encuentro cuando el vínculo amoroso finalmente se disolvió.
Mucho tiempo después, la verdad se reveló: la niña no era hija de él. De hecho, para tener un hijo con su esposa, tuvieron que recurrir a un tratamiento de fertilización in vitro.
Durante su paso por la universidad, Aileen brilló por su excelencia académica. Fue becada durante toda la carrera, fruto de su esfuerzo incansable y de noches enteras de estudio. Pero ese mismo empeño que le abría puertas en el futuro también le cerraba otras en el presente: el tiempo con su hija era escaso, casi fugaz.
La niña, aún pequeña y necesitada de amor, inventaba dolencias para que su madre se quedara en casa. Era su manera ingenua —y desesperada— de pedir atención. Aileen, con una mezcla de ternura y tristeza, la llamaba “pastorcita mentirosa”. Entonces le prometía:
—Cuando termine de estudiar, todo será diferente… tendremos más tiempo para compartir—.
Pero la vida no siempre respeta las promesas, y esa tampoco pudo cumplirse.
Tras separarse de Willian, Aileen vivió varios fracasos amorosos. Se refugió en relaciones que pronto se desvanecían, como castillos de arena frente al mar. Cada decepción minaba su fe en los hombres, y poco a poco empezó a usar su belleza como una barrera, como un arma sutil. Si algo no le gustaba, simplemente se iba. Cerraba una puerta más, sin mirar atrás.
A pesar de todo, su impulso por superarse no se detuvo. Fue escalando posiciones en importantes empresas de la región, con un sueño claro: convertirse en una CEO del área tributaria. Y parecía estar cerca. Le ofrecieron un cargo como jefa de auditoría, que aceptó con entusiasmo. Pero al poco tiempo, descubrió irregularidades en los controles internos, señales claras de alteraciones financieras.
Lo fácil habría sido callar. Hacerse la ciega. Pero Aileen no sabía vivir en silencio frente a la injusticia. Su ética era inquebrantable, y aunque eso le costó enfrentamientos con la gerencia, no dudó: renunció con la dignidad intacta.
Todos los días se sentaba en su fiel mecedora de guadua, cerca de la puerta. Desde allí miraba un frondoso guayacán que cada día sentía más suyo y hojeaba los clasificados en busca de empleo.
Después de cuatro meses de lectura, encontró uno que le hizo latir el corazón:
—Empresa multinacional requiere jefe de impuestos, con experiencia—.
Sin dudarlo, cogió el teléfono que llevaba semanas sirviendo solo para pedir domicilios y llamó. Le informaron que debía presentarse con la hoja de vida en tres días. Perfecto, justo el tiempo para elegir el mejor esfero con el que firmaría.
Cuando llegó, lo primero que vio fue una fila tan larga que por poco se devolvía a estudiar otra carrera. Cientos de personas ocupaban cuadras y cuadras. Se preguntó: «¿Este empleo es para mí? ¿O vine al concierto de Marc sin saberlo?».
Le entregaron una ficha como si fuera para reclamar mercado. Aun así, presentó la prueba sin mayores tropiezos. Ese día entendió que haber sido buena estudiante no solo servía para que mamá la presumiera, sino también para no quedarse en el aire profesionalmente.
Pasaron los días... y nada que la llamaban. El teléfono, más mudo que de costumbre. Pero a los veinte días, sonó:
—Buen día.
—Buenos días —respondió Aileen, con voz de no parecer desesperada.
—¿Hablo con la señora Aileen?
—Sí, con ella habla.
—Usted ha sido preseleccionada para el cargo de jefe de impuestos. Debe presentarse mañana a las 8:00 a. m.
—¡Muchas gracias, allí estaré!
Colgó el teléfono y soltó el llanto como actriz de novela.
—¡Clarita, soy empleada de Prins S. A.! —gritó, sin importar que Clarita estuviera lavando ropa a media cuadra.
—¡Me alegro! Usted se lo merece —respondió Clarita, casi echándose el balde encima de la emoción.
Tras varios filtros que incluyeron entrevistas, pruebas y mucho papeleo, fue contratada. Pero desde el primer día notó algo raro en el ambiente: pesado, denso, como si alguien hubiera calentado el microondas con odio. Pensó: «¿Será porque la mayoría de los empleados son mujeres? ¿O porque aquí no reparten cafecito?».
Con el tiempo hizo amistad con los jefes de la casa matriz los que sí sonreían y sus días se alargaban resolviendo todo el trabajo que Felipe había dejado acumulado, como si el cargo incluyera ser archivista también.
Cada tarde, se tomaba un capuchino y soñaba con ganarse una de las casas que Nestlé estaba rifando. Había enviado muchos sobres con los empaques de productos Nestlé. Un día escuchó su nombre en un sorteo en vivo, los empaques coincidían… y alcanzó a gritar, brincar, llamar a media familia… hasta que dijeron el apellido. No era ella. Era otra Aileen.
Poco a poco comenzó a comprar compulsivamente. Entraba a los centros comerciales con una ansiedad urgente, devorando vitrinas, objetos, ofertas y usando las tarjetas de crédito. Si oía una promoción en la televisión, llamaba sin pensarlo. Si tenía dinero, lo gastaba; si no, también. Compró unas vitaminas por doscientos treinta mil pesos… jamás las abrió. Las dejó arrinconadas, como todo lo demás.
Dos meses después, algo en ella se quebró. Ya no era solo la impulsividad, sino algo más oscuro, más profundo. Sus emociones se desbordaban: podía estar riendo a carcajadas con una euforia inquietante y, segundos después, caía en un mutismo aterrador. Su mirada se apagaba. Se quedaba quieta, con los labios sellados, como si escuchara voces que nadie más podía oír.
Y entonces, sucedió.
Un día, en medio de la oficina, fijó sus ojos en su jefe. No era una mirada cualquiera: era una acusación silenciosa, una sentencia. Tomó un lapicero de su escritorio, lo empuñó como un micrófono improvisado, y con una voz rota por la furia y la confusión, gritó:
—¡Usted me quiere matar!
El silencio fue inmediato. El jefe, paralizado, apenas logró balbucear:
—¿Qué? ¿Cómo así?
Ella temblaba. Tenía los ojos húmedos, brillantes, pero no por tristeza… por pánico.
—¡Usted me quiere matar! —repitió, ahora con una mezcla de súplica y desafío—. ¡Pero no le quitaré su puesto! ¡No lo haré!
Y de pronto, su cuerpo colapsó emocionalmente. Sus piernas flaquearon. Las lágrimas estallaron sin aviso.
—¡Estoy alucinando! —gimió—. No sé qué me está pasando…
Y nadie supo qué hacer. Nadie se atrevió a moverse. Porque lo que acababan de presenciar ya no era un simple desborde emocional. Era un abismo que se había abierto frente a todos.
Ante su repentino cambio de actitud, Dora —la paisa— no lo dudó: le consiguió una cita urgente con una psiquiatra. En el consultorio, Aileen habló con una lucidez que desarmaba cualquier diagnóstico. La especialista la observó unos segundos, asintió con una leve sonrisa y concluyó:
—Ella está bien. Solo necesita reposo.
Pero al día siguiente volvió al trabajo a solicitar llevar la incapacidad y se la negaron, tuvo que empezar a trabajar como si nada, aunque nada estaba bien. Sus compañeras murmuraban al verla. Se reían bajito, nerviosas, como quien presiente lo desconocido. Durante la pausa activa, comenzó a bailar con un frenesí inquietante, los ojos perdidos, los gestos erráticos. Luego, un silencio sepulcral se apoderó de ella. Y entonces llegó el colapso empezó a gritar: No está escrito lo que va a pasar… y le llegó a su mente el pensamiento de un terremoto, un terremoto de 9.6 grados, cuando reaccionó lloró.
Aquella tarde, al entrar a su apartamento, apenas podía sostenerse en pie. Estaba exhausta, desgastada, al borde. Cerró la puerta, se dejó caer sobre la cama, pero solo pudo dormir tres horas. Al despertar, el mundo le parecía ajeno. Como si no perteneciera a él.
Sin pensar demasiado, sacó del clóset una chaqueta negra, unas chanclas doradas y una ruana vieja que alguien le había regalado. Se vistió de prisa, con los ojos desorbitados, y salió rumbo a la casa de Clarita.
Clarita estaba llorando. El ambiente era gélido, denso. Aileen sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. ¿Será que la soledad la está destruyendo?, pensó.
—Hola, mi niña —dijo Clarita con voz temblorosa.
—Hola —respondió Aileen, apenas audible.
Entonces Clarita, con las manos temblorosas, le entregó un paquete envuelto y le susurró que lo llevara a su apartamento. Aileen lo tomó sin hacer preguntas, obedeciendo a un impulso más fuerte que el miedo, y salió corriendo.
El sol caía a plomo sobre su piel cuando llegó a la calle. Sintió que el aire ardía. A su alrededor, hombres altos y bien vestidos, con audífonos en los oídos, parecían estar en alerta máxima. Sus ojos la seguían. Aileen apretó el paquete contra el pecho y aceleró el paso. ¿Me están vigilando? No quiso parar.
En su apartamento, cerró la puerta con doble seguro y, con las manos sudorosas, destapó el paquete. Era una pistola.
Un rugido sordo le estalló en la cabeza. El mundo pareció tambalearse. Sin saber cómo, salió corriendo del edificio, como poseída, como un búho hipnotizado por luces que nadie más veía. Corrió quince minutos sin rumbo. Finalmente, abordó un taxi. Su mente solo pensaba en una cosa: escapar. Irse a Pereira. Desaparecer.
Pero al llegar al terminal, algo la detuvo en seco. Militares armados ocupaban cada rincón. El lugar parecía sitiado. En los pasillos se escuchaban susurros urgentes: buscaban a los responsables del secuestro y asesinato de la hermana de un expresidente.
Y ella tenía una pistola en su bolso.
En ese momento, sus sentidos se agudizaron. Caminó cual dama de la realeza, escuchó un estruendo, la tierra se le movía, corría haciendo círculos en cada esquina y un cráter la detuvo.
Alrededor de las 5:00 p.m., Aileen regresó al apartamento con un comportamiento completamente alterado. Su transformación era evidente; parecía otra persona. Llamó reiteradamente al 123, asegurando que querían asesinarla. Alternaba entre insultos y halagos dirigidos a los operadores. En medio de la crisis, dijo cosas incoherentes hasta que un fuerte dolor en el pecho la obligó a detenerse. Después tomó un labial y dibujó en las paredes corazones, figuras geométricas y números que, según ella, representaban su mundo interior. En un estado de agitación creciente, pidió un taxi y bajó por el ascensor apresuradamente.
Durante el trayecto, su discurso era errático. Tocaba múltiples temas sin conexión aparente y mostraba signos de confusión temporal.
—Señor taxista… ¿se murió? ¿Murió el papa Juan Pablo II, cierto?
—Señora, el papa murió el año pasado —respondió él, desconcertado.
El conductor no sabía cómo reaccionar. El rostro de Aileen lo inquietó profundamente: sus ojos parecían cambiar de color y gesticulaba en direcciones extrañas, contrarias al sol. La situación se agravó cuando comenzó a llover intensamente. La mujer, visiblemente alterada, observaba los semáforos descontrolados y la vía colapsada por el aguacero. Gritaba con insistencia:
—¡Cuidado! ¡Cuidado!
El conductor, aunque nervioso, logró mantener el control y llevarla al hospital más cercano. Al llegar, Aileen entregó su tarjeta de crédito y su chaqueta con total desconexión de la realidad. Minutos después, perdió completamente el control.
Horas más tarde llegaron sus hermanos. La madre se encontraba en los Estados Unidos. La escena que presenciaron fue desoladora. Aileen estaba sentada, con la mirada perdida. Apenas reaccionaba. Aunque en ciertos momentos parecía recuperar la lucidez, su comportamiento evidenciaba una alteración profunda. Su apariencia había cambiado y hasta su voz resultaba irreconocible. Saludaba a desconocidos como si fueran viejos conocidos y les hacía preguntas personales.
Tras varios exámenes, el médico concluyó que Aileen atravesaba una crisis nerviosa severa, por lo que se recomendó su hospitalización inmediata. Al salir del consultorio, el psiquiatra ordenó la aplicación de un sedante. Minutos después, los enfermeros la recibieron para iniciar el tratamiento.
La hospitalizaron a las 11:00 de la mañana del 6 de mayo. Despertó al día siguiente, a la 1:00 de la tarde, con la mirada aún nublada, pero con el alma reconociendo el calor de los rostros que la rodeaban: su padre y su hermano estaban allí, sentados junto a su cama, sosteniéndola con los ojos. Ellos habían ido a visitarla, sin saber con certeza qué encontrarían.
Apenas abrió los ojos, comenzó a contarles lo ocurrido como si se tratara de una anécdota cotidiana. Lo hacía con tanta naturalidad que ambos se miraron, incrédulos y aliviados, al comprobar que su memoria seguía intacta, tan lúcida como siempre. También observó el ramo con girasoles, y flores rojas que su hermano de Estados Unidos le envió.
Una de esas tardes mientras estaba internada una muchacha adicta salió del cuarto usando su ropa. No pudo decir nada. Las puertas estaban abiertas, los pasillos llenos de voces que pedían ayuda, y los enfermeros no daban abasto. El caos reinaba, y el abandono dolía más que cualquier diagnóstico. Vivió momentos tan asfixiantes, tan ajenos a la cordura, que por un instante temió perderse del todo, volverse loca de verdad.
Pasó doce días internada. Doce días que parecieron una eternidad. Durante ese tiempo, convivió con personas atravesadas por dolores que a veces no se pueden explicar con palabras. Compartió espacio con esquizofrénicos, adictos que habían intentado quitarse la vida, seres abatidos por la depresión o atrapados en obsesiones que no les daban tregua.
Una vez se terminó la incapacidad le cancelaron su contrato laboral. Aunque le pagaron la indemnización correspondiente, salió de la empresa llorando durante todo el recorrido hasta su casa, recordando todas las horas extras que trabajó sin recibir un pago adicional, la cara de Gisela su jefe directa quien tanto la acosó laboralmente. Le pedía a Dios que la ayudara a salir adelante y que le diera fuerzas para pensar más en sí misma, ya que comprendió que no valió la pena entregarle tanto a esa empresa.
Regresó a vivir a la casa de sus padres. El estrés fue el detonante de una enfermedad silenciosa, que se manifestó un mes después.

Ella cambió.
Dejó de ser la mujer alegre, sociable y emprendedora que todos conocían. Algo dentro de ella se quebró. Al contarle a su familia que Clarita le entregó una pistola, le decían que era falso, que nunca existió tal arma, que todo era producto de su imaginación, de una desconexión mental. Le ocultaron la verdad porque ella era tía de uno de los secuestradores de la hermana del expresidente. Comenzó a pasar los días encerrada en su habitación, como si el mundo exterior se hubiera vuelto insoportable. La depresión se volvió una sombra constante, abrazándola con fuerza. No quería hablar con nadie. Ni siquiera que la miraran. Luchaba en silencio contra una tormenta interna que parecía no tener fin, una que nadie a su alrededor lograba comprender.
El sentimiento de rechazo, la consumía poco a poco. Una noche, despertó sobresaltada. El miedo se apoderó de su cuerpo y salió corriendo, gritando, huyendo de una figura oscura: un ave negra que, en su delirio, tenía el rostro de su padre.
—¡Déjame en paz! ¡Papá... déjame en paz! —repetía con desesperación.
Toda la casa despertó, alarmada. Lograron calmarla solo cuando su padre salió del cuarto. Pero el episodio dejó una herida abierta.
A pesar de los medicamentos recetados por su psiquiatra, Aileen sufría momentos de lucidez interrumpidos por episodios de confusión. Una confusión que a lo mejor había podía remediarse si le hubiesen contado toda la verdad. A veces decía:
—Quiero contar muchas cosas… pero no puedo…
Era como si las palabras se quedaran atrapadas en su garganta.
Entonces, su hermana mayor, Inés, se acercó a ella con dulzura. Le acarició el cabello y le dijo:
—Tranquila. Cuéntame con confianza. Dime qué pasa.
Pero Aileen no respondió. En lugar de eso, pareció desconectarse de la realidad. Quedó tendida en la cama, mirando al techo, ausente.
Horas después, Inés encontró un cuaderno sobre la mesa de noche. En él, Aileen había escrito cosas que nadie en la familia conocía: recuerdos dolorosos de su infancia y menciones a una empresa en la que había trabajado.
En ese estado, sus sentidos se alteraban. Escuchaba voces que nadie más oía, confundía rostros, sentía que el pasado se mezclaba con el presente. Se enojaba si no tenía su bebida favorita —la Coca-Cola—. Adoptaba personalidades ajenas, personajes reales que había visto en televisión o en las noticias, y los hacía suyos, como si fueran parte de su historia.
Un día creía tener poderes. Al otro, aseguraba ser una famosa vidente, hablando en lenguas y adoptando posturas extrañas. Su comportamiento se volvía infantil, como si el tiempo se hubiese detenido dentro de ella.
Fueron dieciséis días intensos. Una montaña rusa emocional que aún permanece intacta en su memoria, cada episodio anclado a una experiencia vivida o escuchada.
Tuvo noches enteras sin dormir. No se quejaba. Solo repetía:
—Jamás volveré a una clínica de reposo.
En una de esas madrugadas, decidió sumergirse en sí misma. Se hizo una auto-regresión. Viajó al pasado, reviviendo escenas que creía olvidadas. Cada vez que intentaba volver al presente, otra vivencia la arrastraba de nuevo hacia atrás, hasta llegar al instante más puro y doloroso: el nacimiento de su hija.
Despertó en posición fetal, gritando con fuerza:
—¡Gol! ¡Ganamos! ¡Ganamos!
Como si en ese momento la vida le hubiera dado una victoria secreta, una fuerza nueva. Quiso devorarlo todo a su paso. Pero, una vez más, Inés estuvo ahí. Con amor y paciencia, logró calmarla.
Sin lugar a dudas, el tiempo se convirtió en su mejor aliado. Después de tratamiento médico, espiritual y psicológico, pudo estabilizarse y volver a trabajar. Sin embargo, tuvo varias subidas y bajadas — que le impedía volver a ser como antes—.
Superada la crisis, inició un proceso de catarsis a través de la escritura. Como desde niña parecía una lora, tomó la decisión de silenciarse para evitar aquella frase que tanto le molestaba: "¿Cómo está? ¿Está tranquilita?" Por ser elocuente, le decían que era rara, que estaba loca. A lo que ella respondía: "Existen muchos locos... los periodistas, y así está el mundo: plagado de cientos de locos."
Durante esos días de silencio, meditó sobre la importancia de un amor honesto, incondicional y, sobre todo, sin perder su individualidad. Entendió que a veces hay que frenar a tiempo para dejar de decir: Me equivoqué.
Gracias a su enfermedad, hubo un acercamiento con sus hermanos. En las reuniones familiares cantaba sus canciones favoritas y los involucraba a todos en el karaoke.
Había llegado una nueva oportunidad laboral, esta vez en la ciudad de Santa Marta, y decidió aceptarla con entusiasmo. Cada día sentía que sus proyectos eran más alcanzables, como si por fin estuviera trazando el rumbo correcto.
Pero una mañana algo la sacudió. Observó a Diego, uno de los empleados, salir con un costal al hombro. En su mente, aquella imagen se volvió inquietante: pensó que dentro del costal llevaban cuerpos desmembrados. Quiso intervenir, pero algo dentro de ella se lo impidió. Diego no volvió a aparecer.
Sin saberlo, estaba atravesando otra crisis maníaca. Días después, se vio obligada a renunciar.
Le confesó a una de sus mejores amigas que sentía como si una luz extraña la persiguiera, una presencia que drenaba sus fuerzas. “Como si algo oscuro se metiera en mis ganas de vivir”, dijo. Su madre, con lo poco que tenía, emprendió un viaje por tierra que duró casi un día entero para acompañarla.

Aileen fue hospitalizada en la Clínica Santa María. Al cabo de un tiempo, le autorizaron la salida, siempre y cuando estuviera bajo el cuidado de su madre. Dos amigas le brindaron todo su apoyo: la ayudaron a empacar sus cosas, compartieron una cena sencilla y se despidieron con palabras cálidas y sinceras.
Ocho días después, regresó a su pueblo acompañada de su madre. A pesar del cansancio, se negaba a renunciar a sus sueños profesionales. Con la crisis superada y de vuelta en la casa de sus padres, seguía haciéndose la misma pregunta: ¿qué era más difícil de sobrellevar —esos momentos en los que su mente brillaba con fuerza, o los otros, cuando el silencio de la tristeza la volvía invisible incluso para sí misma?
Comenzó a buscar empleo y obtuvo uno como administradora en una multinacional, donde trabajó durante cuatro años. Aunque el entorno le generaba frustración profesional y su vocación se sentía atrapada, ella no claudicó. Su integridad fue firme: se mantuvo fiel a sus valores, rechazó propuestas que iban en contra de su ética y decidió renunciar.
“Si las cosas no salen como quieres, no importa. Insiste… ¡Persevera! Lo mejor está por llegar.”
Con esa frase como mantra, comenzó un camino lleno de incertidumbre, pero también de coraje. Pese a sus luchas internas, se negó a rendirse. Decidió emprender y empezó vendiendo waipes, con poco capital. Al poco tiempo, durante una consulta médica, observó el auge del negocio de recargas móviles. Desde Buga, contactó a un proveedor y, con apenas cien mil pesos, lanzó su nuevo emprendimiento como distribuidora de recargas.
Multiplicó sus ingresos como pudo: vendía cervezas y dulces, incluso fiaba a los mecánicos del barrio. Soñaba con tener un minimarket, aunque los apuros económicos no le permitían ahorrar. Pero eso no la detuvo: legalizó su empresa con el nombre S.I.L (Comprehensive Light Services). Lo que comenzó como supervivencia, se convirtió en una muestra de su espíritu resiliente.
Mientras su negocio crecía, ella también sanaba por dentro. Poco a poco, recuperó su equilibrio como madre, hija y mujer. En ese proceso conoció a un hombre con quien compartió sueños de amor y viajes. Pero la vida volvió a ponerla a prueba: él tenía problemas con el licor y los juegos de azar. Aun así, creyó en el amor, en el cambio, en los comienzos.
El embarazo llegó, pero también la angustia. Las lágrimas eran frecuentes. Dudaba de su capacidad para ser madre en medio de su fragilidad emocional. Un día, en un momento de profunda desesperación, entró a la oficina de su hermano, tomó una pistola de la gaveta y pensó en rendirse… pero entonces, algo poderoso sucedió. Una canción que solía escuchar al orar resonó en su mente. Ese eco le recordó que no estaba sola. Soltó el arma y lloró. Lloró como quien suelta el peso del mundo.
Poco después, perdió al bebé. Fue un embarazo ectópico y como si eso no bastara, descubrió que su pareja le era infiel dando por terminada la relación. Pero no se quebró. No se detuvo. No se rindió.
Transformó el dolor en fuerza. Usó cada caída como impulso para levantarse más fuerte. Su historia es la de una mujer que, aun con el alma herida, siguió caminando. Que aun con las manos vacías, siguió sembrando. Que, aun llorando, siguió soñando.

Seis meses después, algo desgarrador sacudió su vida.
Era un viernes trece cuando su hija —aún menor de edad y madre reciente— desapareció sin dejar rastro. Al caer la noche, intentó llamarla. El celular sonaba una y otra vez, pero siempre terminaba en el buzón de voz. Las horas pasaban lentas, insoportables, mientras la angustia se apoderaba de ella. Sabía que el bebé estaba enfermo, y la idea de que estuviera expuesto al frío nocturno la llenaba de pánico: podía ser fatal.
Sin señales de su paradero, salió desesperada a buscar respuestas. Su primera parada fue la casa de Laura, la mejor amiga de su hija. Pero Laura negó saber algo. Al volver a casa, la esperanza se convirtió en desasosiego. Entró en la habitación de su hija y, sobre la cama, encontró una carta con apenas una frase:
“Para ser feliz, debo alejarme de mis papás.”
Sintió que el alma se le partía en mil pedazos. Era como si le hubieran clavado un cuchillo directo al pecho. Se golpeaba suavemente contra la pared, intentando ahogar la culpa que crecía dentro de ella como una hiedra asfixiante. No pudo cerrar los ojos en toda la noche.
Cuando el sol comenzó a asomar, reanudó la búsqueda. Llamó a todas las amigas de su hija, una por una. Nadie decía nada. Todas guardaban un silencio frío, impenetrable… Hasta que finalmente, Laura habló.
Le confesó que su hija se había marchado para la casa del novio que vivía en Cali, que la mamá de él se los había llevado. En ese momento, Aileen ya presentaba cuadros psicóticos que la desconectaban de la realidad, esa noche tampoco durmió.
Tenía la mente hecha un torbellino, repasando cada palabra de Laura como si en alguna de ellas se escondiera una pista. ¿"Allá estaría mejor"? ¿Cómo podía decir eso tan tranquila? ¿Y si estaba encubriendo algo? ¿Y si en realidad no estaban en Cali? Empezó a revisar mapas, direcciones antiguas, notas viejas que ella había escrito en servilletas o cuadernos. Todo era confuso.
Al día siguiente, fue donde “Chiconguña” , tío del joven, un señor amante a los gallos de pelea y quien le dio el número telefónico de la hermana; es decir, la señora que se había llevado a la hija de Aileen. Después habló con una tía de aquel joven parecía no saber nada, pero fue falso., la miraba con lástima con una mezcla de miedo, hasta se burlaba de su situación. Y Aileen salió de su casa y corrió hacia una casa vieja al final de un callejón a buscar respuestas a lo que estaba pasando. Sintió un escalofrío. Algo no estaba bien. Sacó el celular y tomó una foto de la casa. No era una simple fuga de adolescentes. Había algo más y no iba a detenerse hasta saber que era lo que pasaba en realidad.
Finalmente habló con la mamá del joven, quien le aseguró que ellos estarían bien. Sin embargo, Aileen atravesaba la peor de todas la crisis.
Al verla y escuchar todo lo que estaba dispuesta a hacer por recuperar a su hija, la mamá de Aileen la llevó al hospital. El médico sugirió tratamiento en casa y no quiso remitirla al especialista. Había pasado un día, pero seguía igual. Por sugerencia de una prima, su madre la llevó a Cartago, donde vivía una señora morena, bajita, gorda, a quien le faltaba una mano. En su humilde casa de dos plantas, las hizo pasar a un cuarto con imágenes religiosas. Se amarró un cordón blanco en la cintura, oró en voz alta y, según ella, trató de sacarle un espíritu maligno que podía llevarla a la muerte si no actuaban con prontitud.
Aileen no soportó ese ambiente y bajó muy rápido. Tomaron un taxi hasta un centro comercial. Al ingresar al baño, comenzó a ver personas desfiguradas y extranjeros de distintas nacionalidades, por el idioma que decía escuchar. Aunque no le contaba nada a su madre, sabía que era psicosis y sólo quería entender su causa.

Según su madre, durmió durante todo el regreso a casa. Al día siguiente, la internaron en una clínica de reposo en la ciudad de Tuluá. Quince días después le dieron de alta. Cuando comenzaron a contarle todo lo que hizo mientras buscaba a su hija, se quedaba sorprendida: no recordaba nada.

Aileen agradeció al psiquiatra por toda su atención, sonriéndole. Al llegar a casa, se dirigió a su habitación y encontró la citación a Bienestar familiar en Cali, para continuar el proceso que ella había empezado en medio de la psicosis. Asistió a cada una de las citas que le programaron y el proceso quedó en que la responsabilidad de la huida de su hija era culpa de ella. Aileen también dejó claro que cualquier cosa que le pasara a su hija y al nieto era responsabilidad absoluta de bienestar familiar, ya que informó sobre los problemas de drogadicción que tenía el joven con quien su hija se había marchado.

Pasó los días estudiando inglés en su casa. Cuando salía, evitaba mirar a la gente; pensaba que, más allá de interesarse por su salud, querían simplemente chismosear. Si alguien le preguntaba: “¿Cómo estás?”, respondía: “Aquí, penando y sin morir”.

Amilanada por la enfermedad incurable con la que la habían etiquetado, renunció a sus sueños personales. Le tomó mucho tiempo aceptarlo. Pensó que todo estaba perdido, deseaba morir y le pedía a Dios una buena muerte. Pero la misericordia de Dios se manifestó y recibió uno de sus mejores regalos: un encuentro personal con Jesús. En ese encuentro, desnudó su alma y habló de situaciones que jamás se había atrevido a afrontar. Con la ayuda de un sacerdote, comenzó su crecimiento espiritual.

Durante más de un año llevó una vida sin excesos y, como parte de su proceso de sanación, asistió a diferentes conferencias. Poco a poco comprendió la grandeza de perdonar y perdonarse. Revivió muchos acontecimientos dolorosos de su vida, pero ¡valió la pena!

Cada día tomaba conciencia de la importancia de expulsar los demonios internos y aligerar su carga. Conocía el sufrimiento, pero no cómo superarlo. Sus días transcurrían entre el trabajo y las actividades sociales de la pastoral a la que pertenecía. Entregaban mercados, regalos, celebraban la Navidad, el Día de la Familia y la Jornada Mundial de los Pobres.

Todos los lunes asistía a la eucaristía y realizaba la novena de los lunes. En su afán por demostrar a los demás que estaba bien de salud, expresaba su creatividad. En la escritura encontró una forma de desahogo emocional. Fue invitada al Encuentro Nacional de Poetas, donde tuvo sus primeros pasos en la poesía. Tal vez no era una gran poeta, pero se dejaba llevar por su sensibilidad al escribir. Hizo de la escritura su mejor terapia. También le pedía a Dios que enviara a su vida un hombre con quien compartir, pero, sobre todo, que la respetara.

En su cuarto bailaba merengue, vallenato, salsa—mejor dicho, cualquier canción que sonara en la emisora—sobre una sola baldosa. Eso le ayudaba a quemar energía y alejarse de la depresión. Por temor a despertar su sentir como mujer sólo lo hacía durante la noche, en la privacidad de su habitación. En varias ocasiones bailó por largas horas y, al escuchar “¡Oxígeno, que me muero!”, reaccionaba, hacía una pausa y se acostaba.
El poco control sobre sus emociones la volvía irritable, afectando sus relaciones interpersonales. Pasó varios meses en una crisis disfrazada, crisis sin asistencia médica que cada día la hacía más vulnerable.

Mientras se sentía grande trabajando como independiente. Su economía mejoró considerablemente, y empezaron a ofrecerle tarjetas de crédito, que aceptó.
Comenzó a comprar mercados, artículos innecesarios y hasta regalaba dinero. Su generosidad sobrepasó los límites. Empezó a recibir los extractos de las tarjetas y a incumplir con los pagos. Empezaron a llamarla todos los días por lo que apagaba el celular para encontrar un poco de tranquilidad. Ante el agobio que representan todas las deudas le comentó a su mamá todos los millones que debía, y comenzaron los reproches. Todos los días era la misma cantaleta. No podía verla tranquila sin que le recordara sus deudas. Cada día se estresaba más, sentía constantemente taquicardia, dolor en la parte bajita del abdomen lo que alertaba sobre la posibilidad de una nueva crisis. Le restó importancia... y allí estuvo el error.

Nadie supo todo lo que lloró al reconocer que no tenía dinero con qué pagar. Todos los días escuchaba la canción «El alfarero» sin dejar de llorar. Habían sido los bancos quienes le ofrecieron los créditos y, al incumplir con los pagos, comenzaron con la presión psicológica: llamadas insistentes a cualquier hora del día y, ni qué decir, las visitas de los abogados. Tuvo una crisis depresiva que la llevó a tocar fondo.
Un día su hermana le dijo:
—Hacer caridad con la plata de otros es muy fácil.
Este comentario la llevó a hacerse cuestionamientos serios sobre su generosidad. Por el rotundo silencio en el que estaba sumergida empezaron a llamarla “La muda”, a lo que ella respondía:
—Tranquilos, el león está dormido… pronto despertará.
En realidad, no sentía el más mínimo deseo frente a la vida. Su alma se arrugó por la impotencia de ver truncados sus sueños. Pensaba que su camino al éxito se había cerrado. Su vida se convirtió en un infierno por las pérdidas económicas y personales. ¿Sus amigos?... ¿Cuáles amigos? Si con cada crisis se quedaba más sola, y cada vez caía en un abismo más grande y profundo.
Llamaba a sus amigos buscando desahogarse, incluso para entregarles algunos regalos que tenía guardados desde hacía varios días. No le contestaban. Eso la llevaba a insistirles sin obtener respuesta.
Su madre le decía:
—Tranquila, Dios no se ha muerto ni está enfermo. Confía en Él.
Aileen llegó a un aislamiento total, en el que sólo tenía malos recuerdos. Su cuerpo comenzó a mostrar signos de deterioro: se le brotó la cara con barros (o “nuches”), las venas de las piernas se le inflamaron. No supo cómo, pero se le pegaron los piojos. Estuvo varios días soportando la picazón por no querer pedir ayuda, hasta que fue tan insoportable que tuvo que hacerlo.
Su padre sintió compasión y le brindó apoyo económico para cubrir sus gastos de salud. Al reconocer que sola no podía superar la depresión, le pidió a Inés que la acompañara al psiquiatra. Tras una valoración, el médico decidió internarla. Durante quince días le aumentaron la dosis de medicamentos. Salió con un equilibrio relativo. La trabajadora social le insistió en que era su responsabilidad continuar el tratamiento para mejorar su calidad de vida. El psiquiatra le formuló clozapina de 25 mg. Su hermana firmó la autorización de salida y se comprometió a suministrarle los medicamentos.

Después de tenerlo todo, perderlo todo fue muy duro. Eso les dijo Aileen a sus familiares. Aunque, en realidad, no les importaba, porque mientras ella no tenía ropa ni productos de aseo, ellos viajaban, asistían a conciertos costosos y vivían de fiesta en fiesta. Gracias a Dios, no tuvo que agradecerle a ninguno por el pago de sus deudas. Ella asumió toda la responsabilidad, aunque fue duro y traumático.

La soledad y la falta de dinero las transformó en oportunidades. Aprovechó su recursividad y creatividad para elaborar productos llamativos, innovadores y asequibles. Así obtuvo ingresos que le permitieron comprar artículos de aseo, mientras cada día libraba una lucha interna por mantenerse motivada y seguir viviendo.

Se acabaron los viajes, las salidas al cine y a cenar. Disipaba sus angustias con el dolor que sentía cuando su hermana le sacaba espinillas de la cara y la espalda, contaba cada espinilla Alejarse de la sociedad consumista le generó cambios positivos, y aunque le costó, logró adaptarse.

A pesar de las vivencias poco gratas, tuvo que asumir su realidad. Después de mucha oración, logró hacerlo. No fue cuestión de días… ¡no! Nada de eso. Fueron años de reflexión, compromisos, aprendizaje de vida y mucha espiritualidad.

Decidió perseverar y no resignarse al fracaso. Por gracia de Dios, sus fracasos dejaron de pesarle. Su mente empezó a ocuparse en planes y metas. Logró sanar las cicatrices del corazón. Con el apoyo económico de sus padres, su situación mejoró. Dios empezó a mostrarle el camino.

Muchas veces pensó que su exceso al sentir era nocivo… hasta que aprendió a manejarlo. Como por arte de magia, comenzaron a llegar a su vida personas que la inundaron de felicidad, gratitud y amor.

Comprendió, que haber sentido el rechazo desde antes de nacer la había condenado a buscar desesperadamente la aceptación de los demás. No fue una hija esperada; nació después de que su madre se hubiera sometido a una cirugía precisamente para no tener más hijos. Saberlo no solo la marcó: la desgarró. Aquella revelación se convirtió en una herida invisible, un eco constante que retumbaba en su interior.

Ese trauma, la arrastraba una y otra vez hacia el fracaso, como si llevara un ancla en el corazón. Pero un día, cansada de vivir a medias, supo que era momento de romper con esa cadena. Debía sanar. Debía perdonarse.
Decidió entonces no permitir que los comentarios malintencionados siguieran lacerándola. Cuando alguien intentaba menospreciarla, simplemente se repetía:
“Para lo que me dan y lo que les doy… nada importa.”
Y en esas palabras encontraba la fuerza para seguir.


Poco a poco la vida comenzó a sonreírle. Se materializó lo inimaginable que le permitiría asegurar su futuro. Recibió notificación de la pensión que había estado gestionando con la ayuda del psiquiatra, y le permitiría mejorar su calidad de vida.

Pocos meses después de empezar a recibir la pensión, su hija regresó de Cali sin previo aviso. Traía al niño de la mano y una decisión firme en los ojos: trabajar en lo que fuera necesario. Había dejado atrás una vida de comodidades, sí, pero también de vacíos.

La vuelta a casa no fue lo que había imaginado. Su abuelo no soportaba al niño. Lo regañaba por todo, por nada. Y el pequeño, como un animalito asustado, buscaba refugio en los rincones, lejos de las voces duras y los silencios cargados. La convivencia, día tras día, se volvió un laberinto sin salidas. Así que Aileen, con más voluntad que medios, alquiló una pequeña casa cerca de la de sus padres y se fue con su hija y nieto. Allí vivió durante cuatro años. Resistió como pudo las pequeñas crisis que venían con la escasez: lo justo para comer, lo justo para vivir, lo justo para seguir.

Con los días y por el estrés de la escasez empezó a tener una crisis, las vecinas —esas que todo lo miran y poco entienden— fueron con cuentos a su madre. Dijeron que Aileen iba a golpear al niño con un palo. No era cierto. El palo estaba ahí, junto a la puerta, por miedo. No al niño, sino a lo que pudiera entrar desde afuera. Todo lo que hacía era motivo de comentario. Si levantaba la voz, si salía tarde, si no saludaba. Detrás del murmullo, nadie notaba lo esencial: que algo dentro de ella empezaba a quebrarse.

Un día, sin previo aviso, se cortó el cabello y se lo dio a la peluquera que vivía al frente. Le pidió que lo usara para hacer una peluca, para alguien que lo necesitara, quizás una mujer con cáncer. Nadie dijo nada entonces. Parecía, por fin, que todo estaba en orden. Pero por las noches empezaron las pesadillas. Se despertaba en la oscuridad y se quedaba mirando el techo, como si en él pudiera leer alguna señal. No hablaba mucho. Dormía poco. Y por dentro, el silencio comenzaba a dolerle más que cualquier palabra.

Como si el destino conspirara contra ella, a los pocos días de un periodo ya oscuro, la cañería de la casa en la que vivía estalló… literalmente. El hedor invadió cada rincón, impregnando las paredes y aferrándose a su ropa. Fueron más de veinte días de tortura olfativa. La dueña de la casa, impasible, solo repetía con fastidio que debía esperar a que su sobrino —un fantasma con herramientas— pudiera repararla.

Cada mañana, Aileen despertaba más irritada, con la rabia fermentada por la imposibilidad de usar el baño. Se vio obligada a caminar hasta la casa de sus padres para satisfacer necesidades básicas. Dormía en la sala, atrincherada en el suelo junto a su nieto, como si el mundo hubiera olvidado su existencia.

Pero toda paciencia tiene un límite. Un día, el silencio cedió. Estalló. Su voz, contenida por semanas, se convirtió en un grito: amenazó con demandar a la propietaria por negligencia. No solo por la cañería, sino por algo aún más peligroso: una pared del patio, ladeada y suelta, que podía desplomarse con un simple temblor. Como si fuera poco, parte del techo de la primera habitación había cedido. ¿La causa? Gatos. Decenas de ellos, en permanente guerra territorial sobre las tejas.

Las evidencias no faltaban. Día tras día, le enviaba fotografías de los daños, de los riesgos, de la amenaza silenciosa que colgaba sobre su vida. Pero cada mensaje solo despertaba más ira en la dueña. Hasta que, cansada de la verdad que no quería ver, le pidió que se fuera.

Al principio, Aileen sintió rabia. Luego, como si el universo le diera una palmada en el hombro, entendió: era lo mejor. Había sobrevivido a todo eso sin ser hospitalizada. Aunque su vida estuvo en riesgo, su espíritu se mantuvo en pie.

Hoy, sus días son tan brillantes que hasta los arcoíris se sienten opacados. Valora la vida como nunca… aunque, de vez en cuando, olvida dónde dejó las llaves. Pero lo esencial lo tiene claro: está decidida a ser feliz. Y lo logra, incluso los lunes.

Cuando alguien, con torpeza disfrazada de preocupación, le señala que no tiene posesiones materiales, ella sonríe con sabiduría y con mirada firme dice:
—“Se acaba uno, ¿cómo no se van a acabar las cosas? Pero ¡que no se acabe la paciencia y prevalezca la honestidad

Después de la tormenta, llegó la luz. Confiar en sí misma le ha permitido alcanzar metas que alguna vez creyó imposibles. Aún se pregunta cómo su planta interior sigue viva, pero entiende que todo deja una enseñanza. El café, por ejemplo, no es solo bebida: es la gasolina de los sueños. Es tan bendecida que hasta en la fecha de su cumpleaños se celebra el día nacional del café.

Su crecimiento personal sigue en marcha, como los conciertos que sueña con asistir, los viajes que aún no emprende y los deseos que esperan en pausa. Es una escritora reconocida, lidera proyectos sociales y… tiene un novio.

Un novio al que quiere profundamente.

A veces, en su mente, se forma la pregunta inevitable: ¿Él la querrá igual? Un día él le dice que la ama, que la extraña, que sin ella todo pierde color. Al siguiente, frente a su silencio de escritora —ese silencio sagrado que dice más que mil palabras—, él se impacienta, se le salen los chiros y amenaza con terminarlo todo.
Él no comprende que los escritores callan justo cuando deben. Porque para ella, la historia que más importa, la que realmente continúa, es la de su relación.

Quiere compartir su vida con él. Pero también con buen WiFi. Para que cada uno viva en su casa, pero el noviazgo, ese sí, sea eterno.


“Sólo el amor transforma vidas… no existe nada más valioso”

Novela registrada. Derechos de autor 10.858.233 . 21.03.2020.

Texto agregado el 12-07-2025, y leído por 9 visitantes. (0 votos)


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