Todas, enciéndelas todas,
no te olvides de ninguna:
copia al Coloso de Rodas
y al burdo ser de la luna.
Toda vela reservada
por falta de suministro,
y la que ha sido olvidada
por el cristiano ministro.
Las lámparas polvorientas
con los cristales rajados,
las que perdieron sus cuentas
de cuántas noches brillaron...
Las fogatas en la arena
por las olas arrasadas,
que se trocaron sin pena
en manchas tornasoladas...
Enciende las del desván
y las del sótano... ¡A destajo!
Aunque tus pasos no van
nunca hacia arriba ni abajo.
Cuando, ante Dios, de rodillas
pongas tu carne en desmedro,
las eléctricas bombillas
te den la sombra de Pedro.
O cuando al diablo te des
y urdas tu piel en los lechos,
¡que brille tu desnudez
bajo la luz de los hechos!
Es que nunca habrá justicia
para Sus negros castigos
si tanta oscura malicia
no tiene un haz de testigos...
Es que con calma y denuedo
vendrá la Muerte maldita,
y uniendo dedo con dedo
irá apagando esta cuita.
¿No la ves? ¿No hay quien la vea
mientras trabaja despacio?
Fue quien apagó la tea
que ayer ardió en el palacio...
Fue quien, soplando una vela,
acabó la eucaristía;
quien apagó sin secuela
el Faro de Alejandría.
Es ella quien puso en pausa
las luces de navidad;
la del apagón sin causa
en medio de la ciudad.
Ella es quien consume, eterna,
los fósforos en la hornalla,
la sombra gris y proterva
adondequiera que vaya.
Es ella, la de costumbre,
quien, con mosaica guadaña,
dejó la zarza sin lumbre
y ya sin Dios la montaña.
Es ella quien quemó el guiño
del lado izquierdo de un coche,
cuando la sangre de un niño
manchó el asfalto y la noche.
¡Es ella! ¿La estás mirando?
Está ante ti... No muy lejos...
Está esperando y esperando
entre encendedores viejos,
entre linternas de antaño
que ya ha vencido el desuso,
las que corroen su daño
donde ella misma las puso.
¡Enciende los reflectores
(que no le sea sencillo),
los más enceguecedores,
que causan daño en su brillo!
¡Que toda luz de emergencia
sea encendida en el acto!
Si tiene tanta paciencia...
¡que sude a cada contacto!
Cuando una vida es sombría
la apaga con un soplido,
pero la Muerte porfía
en un hogar encendido...
¡Hay hombres que están a oscuras,
casi que a ciegas, que a tientas,
iluminados por puras
rachas de rayo en tormentas!
¡Hay hombres que tienen solo
luz de luciérnaga en casa!
Duran cual día en el polo
ante la Muerte que pasa...
Ante la Muerte que ingresa
a cada hogar ceniciento,
ya sin ninguna sorpresa,
como invitada a un convento.
Y sopla dos o tres veces,
junta los dedos... ¡y listo!
Porque donde hay lobregueces,
lo oscuro es algo previsto.
El deterioro inminente
del pobre cuerpo se nota:
la piel se parte en la frente,
el gas se inflama y explota;
la piel al fin se derrite
como si fuera de cera,
y todo, como un desquite,
sale de adentro hacia afuera.
Son esos seres sin luces,
hechos de sombra, sin clero,
los que rodeados de cruces,
pudren sus cuerpos primero.
Son esos seres de luto,
los que vistió la desgracia,
los que comieron del fruto
y vomitaron la gracia.
Son esos seres sin Cristo
por quien la Muerte, decía,
"Junta los dedos... ¡y listo!",
lo otro es mera poesía.
Por eso... ¡busca el aceite
para tu lámpara necia,
que sea un simple deleite
buscar a Dios en la iglesia!...
O como Juana de Arco,
o aquellos tres en el horno,
¡que el fuego sea tu marco
y tu bendito contorno!
¡Vive la vida, es sencillo,
lleno de Dios o del diablo!
¡Que sea sordo tu brillo!
¡Escucha, por Dios, lo que hablo!
Como la luz en un vaso
iluminaba lo inerte,
el mismo Bécquer acaso
supo el final de esta suerte.
Dicen que, desde el espacio,
se ve la luz de Las Vegas...
Busca tus llamas, reacio,
que urdan el mar, como griegas...
Quita por fin tanta brea,
llena de sol tu ventana,
y haz que cuando te vea,
se obligue a decir: "¡Mañana!".
L.G.C.
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