Con su andar cansino de calesita, el mozo giraba entre una y otra mesa del boliche, teniendo como bandera enhiesta la bandeja chata de metal y el infaltable trapo rejilla viajando de pasajero.
Ese trapo rejilla despedía un oscuro olor húmedo, gastado, tal vez por ser usado constantemente - aunque no fuera necesario – sobre las superficies de las mesas.
Al mozo le servía de comodín, de vana excusa mientras escuchaba los pedidos al parecer, ya que en realidad jamás los escuchaba realmente, ocupado como estaba en limpiar algo imaginario y poner su cara de nada.
Si los pedidos se prolongaban o se mostraban poco seguros, mayor tiempo pasaba él su mohoso pero fiel trapo rejilla. Sin distinciones de clase alguna, lo pasaba sobre la madera o la fórmica, y cualquier miguita distraída, caía en sus profundidades para nunca más ver la luz.
En sus entrañas guardaba el café derramado, la espuma de aquella cerveza, algunas lágrimas trasnochadas, o la tinta del poeta. Aunque la tinta no permitía ser limpiada tan fácilmente, ella prefería penetrar en los poros de la mesa para ser eterna. Y su madera la absorbía con fruición, portar todos esos sueños, fantasías y delirios la hacían sentir más bella.
A veces, la mesa se cansaba del mozo y su manoseo, entonces se tornaba impenetrable, celosa custodia de los arcanos que la conformaban cada vez más robusta y maciza.
En algún momento llegaba la hora de marcharse, la hora de lavar su trapo, y tratar inútilmente de desprender sus misterios, por más que se resistieran.
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