Siempre a las cinco
Fue un martes 13 de algún año que no recuerdo, cuando le encontré similitudes al mundo con un tetraedro. Yo, en la mente, probaba formas, trataba de encajar aristas, de encajar esquinas, pero el mundo me era esquivo.
Ese día vi a Elena con la cara amarga. Me dijo que estaba triste. Sí, yo entendía, pero la verdad no entendía, y ella, con ese viejo paraguas, no quería caminar conmigo. Daba igual. Hiciéramos lo que hiciéramos, siempre nos encontrábamos a las cinco. Incluso en guerra, cuando me disparan y no me muero, y luego el campamento resulta que Elena era enfermera. Siempre a las seis, después de un café, abría el paraguas.
—¿Para qué? —le preguntaba.
—En Lima no llueve.
Nunca respondía, pero siempre preguntaba.
Ese día caminaba lento, después de despedirme de ella, resignada por el destino a verme más tarde. Me fui por Diego Ferré porque sí, porque quería un cigarro, porque quería no llegar, porque esa calle me alargaba el camino. Casi llegando, probé con el dodecaedro, pero no funcionaban sus caras opuestas. En la esquina medí el ángulo que formaban las calles: no eran 108 grados. Entonces ya estaba en la oficina. Todo ahí era aburrido, pero la noche sería con Diego y Guido.
Después de trabajar eran como las 4:30. Me senté en un café de Larco que creo que ya no existe. Quería terminar de escribir una carta que iba a mandar a *l’Étincelle de la révolte*. Hacía tres meses que me consideraba estrictamente socialista y pensaba que ahí podrían apreciar mi inexperto torrente de ideas. De joven solía pensar en las virtudes de la inexperiencia, en cómo el entendimiento profundo de un tema podía conllevar a un conservadurismo que no dejara volar la imaginación con la libertad que permite la ignorancia. Por supuesto, muchos inexpertos vuelan sin nunca llegar a un buen destino. Creo que a eso se debía la necesidad que sentía en esa época de considerarme un aficionado en todo lo que hacía.
Fue entonces cuando vi a Guido acercarse, todo flaco, con su boca torcida. Raro verlo tan temprano, interrumpiendo mi crítica a la salvación: si es que tal cosa existe, debería estar reservada para los que no creen en ella.
—¿No te vería más tarde?
—La guerra llegó a mi país. Esta noche regreso. Vine para despedirme.
En su cara se hizo el recuerdo, pero no en los ojos, que sostenían la cólera y la virtud de sus tierras.
—No pensé que te tomarías en serio el juego.
—¿Qué juego?
—La patria.
—¿Pero qué dices? Si tú mismo casi te mueres en batalla.
—Era morir ahí o morir aquí en ese entonces. Además, no soy la misma persona que volvió de la guerra. Igual que Lima no es la misma después de la liberación de Irino el Cholo.
—¿Por qué te molesta?
—Porque pasamos de ser una monarquía a ser la república más idiota del sur. Ojalá haber muerto en Cartago en lugar de volver. O mejor aún, haberme ido a Europa.
—Di lo que quieras. Yo me voy esta noche a luchar por mi país. Casi son las cinco. Esperaré a que venga Elena y le contaré también.
Entró en el café y subió al segundo piso, donde Diego penaba. Entonces seguí escribiendo, viendo de rato en rato el reloj. Probé por un momento con el círculo, pero tal simetría en el mundo carecía de sentido. Entonces, de un bus, bajó Elena con el paraguas, y caminó hacia mi mesa.
—Ya te pedí un café.
—Gracias —dijo, con la cara menos amarga—. Perdón por lo de la mañana. Tuve un sueño extraño que me puso triste.
—¿Qué cosa?
—Soñé que Guido se iba. En mi sueño estábamos tú y yo, y Guido, y ese viejo que cuenta estrellas para ganarse la vida.
—¿Don Gerónimo?
—Sí, no me preguntes por qué. Pero en mi sueño Guido nos reunía para despedirse.
Y sorbos al café.
—Repetía que habían invadido su casa y por eso debía ir a la guerra. Cuando me desperté me sentía muy triste. Me sentía atrapada en mi casa. Quería salir y estar sola.
—Guido se va —le dije.
Y Elena lloró, porque había tenido uno de esos sueños que le susurran momentos de un futuro incorregible.
—Me molesta porque no puedo creer que no entienda cómo funciona ese juego. El año pasado la patria se vendía enlatada en jugueterías. Este año, hasta te la mandan por correo. Y él se quiere ir a morir por ella.
Entonces bajó Diego, con ese bigote y ese traje de gamuza marrón con pelos de gato gordo y su perfil de “mírenme, soy un héroe de guerras antiguas, hay una calle que lleva mi nombre, morí junto a Grau”. Detrás de él venía Guido, y Elena, con una lágrima deslizándose por su mejilla, estancándose en el borde de sus labios y susurrando:
—Son los tiempos que corren.
Diego miró a Guido e hizo un saludo militar. Los cuatro ojos llenos de orgullo y yo los miraba como se mira a los pájaros que mordisquean cuerdas después de clamar gusano a la vista.
Esa tarde hablamos los cuatro, siendo felices los minutos impares y tristes los pares, hasta que Guido se levantó para irse y Diego también volvió a su lugar de eterno descanso. Al menos hasta que la propiedad fue vendida y demolida. Ya no lo veo. Supongo que tuvo que ajustar cuentas con el dios de turno.
El cielo era oscuro a las seis de la tarde cuando me fui con Elena del café. Y sobre la avenida Arequipa abrió el paraguas bajo un cielo seco.
—En Lima no llueve —le dije, y ella no dijo nada.
Me despedí pronto de Elena y llegué a mi casa ya de noche.
Esa noche ocurrieron tres cosas que aún no he olvidado.
Lo primero fue que esa noche cayó sobre Lima una lluvia fría y desesperada que duró tres días. Se consideró un evento meteorológico excepcional, atribuido a incendios en el hemisferio norte. Yo pensaba en Elena y su paraguas, y si la pena le permitiría sacármelo en cara mañana después del café.
Lo segundo fue que, al llegar a casa, encontré un sobre en la entrada, todo mojado, todo miserable. El sobre parecía haber sido dejado ahí cinco años antes, pero la fecha era de cinco años después. Dentro había una carta que narraba la heroica muerte del Vicealmirante Guido en batalla, un martes 13 de agosto. Su barco hundido. Su grito de guerra. Las medallas en su pecho. Y esa lágrima seca de no querer luchar más, estancada en el borde de sus labios, susurrando:
—Son los tiempos que corren.
Entonces pensé en mí, en Elena, en Diego y en Guido. En cómo Elena y yo, tan conectados, siempre a las cinco. En cómo seguía viendo a Diego, que estaba muerto ahora, y en cómo dejaría de ver a Guido, que moriría después. Pensé en la cara amarga de Elena en la mañana, en la cara triste pero orgullosa de Guido en el café, y en la cara satisfecha de Diego después de esa conversación con Guido que no escuché y sobre la que nunca pregunté. En la estabilidad de lo platónico. En la patria. En la guerra. En el arcoíris.
Lo tercero fue que, en ese momento, entendí que —al menos por un instante (tan grande en mi memoria, pero tan pequeño que sería perfectamente despreciable en el gran pasar del tiempo y de los sucesos)— el mundo había funcionado como un tetraedro.
¿No te vería más tarde?
La guerra llegó a mi país, esta noche regreso, vine para despedirme.
Y en su cara se hizo el recuerdo, pero no en los ojos que sostenían la cólera y la virtud de sus tierras. No pensé que te tomarías en serio el juego.
¿Que juego?
La patria.
Pero qué dices, si tú mismo casi te mueres en batalla.
Era morir ahí o morir aquí en ese entonces. Además, no soy la misma persona que volvió de la guerra. Igual que Lima no es la misma después de la liberación de Irino el Cholo.
¿Por qué te molesta?
Porque pasamos de ser una monarquía a ser la república más idiota del sur. Ojalá haber muerto en Cartago en lugar de volver. O mejor aún, haberme ido a Europa.
Di lo que quieras, yo me voy esta noche a luchar por mi país. Casi son las 5, esperaré a que venga Elena y le contaré también.
Entró en el café y subió al segundo piso, donde Diego penaba. Entonces seguí escribiendo, viendo de rato en rato el reloj. Probé por un momento con el círculo, pero tal simetría en el mundo carecía de sentido. Entonces de un bus bajó Elena con el paraguas, y caminó hacia mi mesa.
Ya te pedí un café.
Gracias, dijo con la cara menos amarga. Perdón por lo de la mañana, tuve un sueño extraño que me puso triste.
¿Que cosa?
Soñé que Guido se iba. En mi sueño estábamos tu y yo, y Guido y ese viejo que cuenta estrellas para ganarse la vida.
¿Don Gerónimo?
Si, no me preguntes por qué. Gracias. Pero en mi sueño Guido nos reunía para despedirse.
Y sorbos al café.
Repetía que habían invadido su casa y por eso debía ir a la guerra. Cuando me desperté me sentía muy triste. Me sentía atrapada en mi casa. Quería salir y estar sola.
Guido se va. - Le dije.
Y Elena lloró, porque había tenido uno de esos sueños que le susurraban momentos de un futuro incorregible.
Me molesta porque no puedo creer que no entienda cómo funciona ese juego, el año pasado la patria se vendía enlatada en jugueterías, este año hasta te la mandan por correo, y él se quiere ir a morir por ella.
Entonces bajó Diego con ese bigote y ese traje gamuza marrón con pelos de gato gordo y con su perfil de mírenme, soy un héroe de guerras antiguas, hay una calle que lleva mi nombre, morí junto a Grau. Detrás de él venía Guido, y Elena con una lágrima deslizándose sobre su mejilla, estancándose en el borde de sus labios y susurrando: son los tiempos que corren.
Diego miró a Guido e hizo un saludo militar. Los cuatro ojos llenos de orgullo y yo los miraba como miraba a los pájaros que mordisquean cuerdas después de clamar gusano a la vista.
Esa tarde hablamos los cuatro, siendo felices los minutos impares y tristes los pares, hasta que Guido se levantó para irse y Diego también volvió a su lugar de eterno descanso, al menos hasta que la propiedad fue vendida y demolida, ya no lo veo, supongo que tuvo que ajustar cuentas con el dios de turno.
El cielo era oscuro a las 6 de la tarde cuando me fuí con Elena del café, y sobre la avenida Arequipa abrió el paraguas bajo un cielo seco.
-En Lima no llueve. - Le dije, y ella no dijo nada.
Me despedí pronto de Elena y llegué a mi casa ya de noche.
Esa noche ocurrieron tres cosas que aún no he olvidado.
Lo primero fué que esa noche cayó sobre Lima una lluvia fría y desesperada que duró tres días. Se consideró un evento meteorológico excepcional atribuido a incendios en el hemisferio norte, y yo pensaba en Elena y su paraguas y si la pena le permitiría sacármelo en cara mañana después del café.
Lo segundo fue que al llegar a casa encontré un sobre en la entrada, todo mojado, todo miserable.
El sobre parecía haber sido dejado ahí 5 años antes, pero la fecha era de 5 años después. Dentro había una carta que narrába la heroica muerte del Vicealmirante Guido en batalla un martes 13 de agosto. Su barco hundido. Su grito de guerra. Las medallas en su pecho. Y esa lágrima seca de no querer luchar más estancada en el borde de sus labios susurrando: son los tiempos que corren.
Entonces pensé en mí, en Elena, en Diego y en Guido. En como Elena y yo tan conectados y siempre a las 5. En cómo seguía viendo a Diego que estaba muerto ahora y en cómo dejaría de ver a Guido que moriría después. Pensé en la cara amarga de Elena en la mañana, en la cara triste pero orgullosa de Guido en el café y en la cara satisfecha de Diego después de esa conversación con Guido que no escuché y sobre la que nunca pregunté. En la estabilidad de lo platónico. En la patria, en la guerra, en el arcoiris.
Lo tercero fue que en ese momento entendí que, al menos por un instante (tan grande en mi memoria pero tan pequeño que sería perfectamente despreciable en el gran pasar del tiempo y de los sucesos) el mundo había funcionado como un tetraedro.
¿No te vería más tarde?
La guerra llegó a mi país, esta noche regreso, vine para despedirme.
Y en su cara se hizo el recuerdo, pero no en los ojos que sostenían la cólera y la virtud de sus tierras. No pensé que te tomarías en serio el juego.
¿Que juego?
La patria.
Pero qué dices, si tú mismo casi te mueres en batalla.
Era morir ahí o morir aquí en ese entonces. Además, no soy la misma persona que volvió de la guerra. Igual que Lima no es la misma después de la liberación de Irino el Cholo.
¿Por qué te molesta?
Porque pasamos de ser una monarquía a ser la república más idiota del sur. Ojalá haber muerto en Cartago en lugar de volver. O mejor aún, haberme ido a Europa.
Di lo que quieras, yo me voy esta noche a luchar por mi país. Casi son las 5, esperaré a que venga Elena y le contaré también.
Entró en el café y subió al segundo piso, donde Diego penaba. Entonces seguí escribiendo, viendo de rato en rato el reloj. Probé por un momento con el círculo, pero tal simetría en el mundo carecía de sentido. Entonces de un bus bajó Elena con el paraguas, y caminó hacia mi mesa.
Ya te pedí un café.
Gracias, dijo con la cara menos amarga. Perdón por lo de la mañana, tuve un sueño extraño que me puso triste.
¿Que cosa?
Soñé que Guido se iba. En mi sueño estábamos tu y yo, y Guido y ese viejo que cuenta estrellas para ganarse la vida.
¿Don Gerónimo?
Si, no me preguntes por qué. Gracias. Pero en mi sueño Guido nos reunía para despedirse.
Y sorbos al café.
Repetía que habían invadido su casa y por eso debía ir a la guerra. Cuando me desperté me sentía muy triste. Me sentía atrapada en mi casa. Quería salir y estar sola.
Guido se va. - Le dije.
Y Elena lloró, porque había tenido uno de esos sueños que le susurraban momentos de un futuro incorregible.
Me molesta porque no puedo creer que no entienda cómo funciona ese juego, el año pasado la patria se vendía enlatada en jugueterías, este año hasta te la mandan por correo, y él se quiere ir a morir por ella.
Entonces bajó Diego con ese bigote y ese traje gamuza marrón con pelos de gato gordo y con su perfil de mírenme, soy un héroe de guerras antiguas, hay una calle que lleva mi nombre, morí junto a Grau. Detrás de él venía Guido, y Elena con una lágrima deslizándose sobre su mejilla, estancándose en el borde de sus labios y susurrando: son los tiempos que corren.
Diego miró a Guido e hizo un saludo militar. Los cuatro ojos llenos de orgullo y yo los miraba como miraba a los pájaros que mordisquean cuerdas después de clamar gusano a la vista.
Esa tarde hablamos los cuatro, siendo felices los minutos impares y tristes los pares, hasta que Guido se levantó para irse y Diego también volvió a su lugar de eterno descanso, al menos hasta que la propiedad fue vendida y demolida, ya no lo veo, supongo que tuvo que ajustar cuentas con el dios de turno.
El cielo era oscuro a las 6 de la tarde cuando me fuí con Elena del café, y sobre la avenida Arequipa abrió el paraguas bajo un cielo seco.
-En Lima no llueve. - Le dije, y ella no dijo nada.
Me despedí pronto de Elena y llegué a mi casa ya de noche.
Esa noche ocurrieron tres cosas que aún no he olvidado.
Lo primero fué que esa noche cayó sobre Lima una lluvia fría y desesperada que duró tres días. Se consideró un evento meteorológico excepcional atribuido a incendios en el hemisferio norte, y yo pensaba en Elena y su paraguas y si la pena le permitiría sacármelo en cara mañana después del café.
Lo segundo fue que al llegar a casa encontré un sobre en la entrada, todo mojado, todo miserable.
El sobre parecía haber sido dejado ahí 5 años antes, pero la fecha era de 5 años después. Dentro había una carta que narrába la heroica muerte del Vicealmirante Guido en batalla un martes 13 de agosto. Su barco hundido. Su grito de guerra. Las medallas en su pecho. Y esa lágrima seca de no querer luchar más estancada en el bode de sus labios susurrando: son los tiempos que corren.
Entonces pensé en mí, en Elena, en Diego y en Guido. En como Elena y yo tan conectados y siempre a las 5. En cómo seguía viendo a Diego que estaba muerto ahora y en cómo dejaría de ver a Guido que moriría después. Pensé en la cara amarga de Elena en la mañana, en la cara triste pero orgullosa de Guido en el café y en la cara satisfecha de Diego después de esa conversación con Guido que no escuché y sobre la que nunca pregunté. En la estabilidad de lo platónico. En la patria, en la guerra, en el arcoiris.
Lo tercero fue que en ese momento entendí que, al menos por un instante (tan grande en mi memoria pero tan pequeño que sería perfectamente despreciable en el gran pasar del tiempo y de los sucesos) el mundo había funcionado como un tetraedro.
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